miércoles, 16 de junio de 2010

-110 (relato 5), de Amelia Labrador Ávila

A veces
puede la soledad
ser una llama.

Mario Benedetti



110

Aquella mañana no iba a pasar nada especial. Cuando salí de casa ya sabía lo que me esperaba. Para un pediatra las cosas son siempre así. Niños que vienen acompañados de madres que lloran, niños demasiado pequeños para pronunciar el nombre de su enfermedad, niños sin pelo, niños rodeados de tentáculos que los alimentan, niños que aún no han abierto los ojos por primera vez. Los niños están por todas partes. Algunos se arrastran por los pasillos, otros sonríen falsamente desde algún cartel. Los hay de los que ya tienen su silueta dibujada en la cama y, como no, los que visito por primera vez. Esos aún no pertenecen a ningún grupo y todavía se asustan cuando me ven.

El ascensor iba subiendo. Primera planta, recién nacidos. Segunda planta, riñones que no responden. Tercera planta, corazones que no cogen el ritmo. Cuarta planta, bip bip de las máquinas de la UCI. Quinta planta, tumores. Cuando se abrieron las puertas del ascensor las atravesé para llegar a mi despacho. Saludé con un guiño a las enfermeras que estaban tras el mostrador. Pasé delante de la 102. Estaba cerrada. En la 104 las limpiadoras fregaban el suelo mientras una mujer acunaba en sus brazos a un niño. En la 106 una joven cambiaba los pañales a una niña demasiado mayor para llevarlos. En la 108 dormían dos niños. Y la 110 estaba vacía. Los lunes solían ser días de bienvenidas. Justo al lado estaba mi despacho. Mientras abría la puerta, una mujer comenzó a adentrarse en el pasillo. Era joven, alta, de ojos grandes, labios carnosos, caderas bien dibujadas y un pecho de no menos de una 95. Caminaba dudando. Se paró en el mostrador de las enfermeras y éstas señalaron la 110. La mujer retomó la marcha acercándose hacia mí.
—Buenos días —dijo— ¿Es usted el Doctor?
— Sí —respondí a la vez que asentía con la cabeza— ¿Puedo ayudarle?
— Me dijeron que subiera a la 110 —explicó— Estoy esperando a que traigan a mi pequeño.
— Entonces me pasarán ahora el informe—dije—La acompaño si quiere a la habitación y va dejando allí sus cosas.
— ¿Tardarán mucho en traerlo? —preguntó ella.
— No lo sé —la acompañé a la habitación y le indiqué dónde podía dejar la bolsa— ¿Por qué no aprovecha para tomarse algo en la cafetería?
— No, cuando lo traigan quiero estar aquí.
— No se preocupe, el niño estará bien. Además, estas cosas suelen tardar un rato.
— Prefiero quedarme aquí —se sentó en el sillón que había junto a una de las camas.
— Como usted prefiera. En cuanto me pasen el historial vengo a hablar con usted.
Volví a mi despacho. Encendí el ordenador. Abrí el armario y cogí la bata. Salí al pasillo para hablar con las enfermeras. La puerta de la 110 estaba cerrada. Continué avanzando y me detuve en el mostrador.
—¿Sabéis algo del chico de la 110?
—No, todavía no nos han pasado el informe —respondió Lici, la mayor de las enfermeras.
—Estarás contento —me dijo Jessica— la madre del chico es de las que a ti te gustan.
—No tanto como tú, preciosa —le cogí la mano pero ella la soltó rápidamente—Y sí, de vez en cuando está bien alegrarse la vista por este pasillo, ¿no crees?
—Una lástima que vengan solas, ¿no? —dijo Lici rellenando unos papeles desde la mesa del fondo.
—Tengo cosas que hacer, ahora vuelvo —dejé el mostrador y salí del pasillo.
Volví a tomar el ascensor, esta vez para bajar a la cafetería. Quinta planta, niños con gorras o pañuelos en la cabeza. Cuarta planta, respiradores artificiales. Tercera planta, electrocardiogramas. Segunda planta, diálisis. Primera plata, niños que caben en la palma de una mano. Al abrir las puertas, el olor a sueros y esterilización se convirtió en un aroma suave a café y tostada. Antes de llegar a la cafetería, a la derecha, estaba la sala de espera. Todas las mesas estaban llenas y había un gran barullo que desaparecía cada vez que sonaba el teléfono. Siempre suena varias veces antes de que alguno se atreva a cogerlo. La mujer que lo hizo en esa ocasión suspiró y se lo pasó a otra señora. Ésa comenzó a gritar hasta que un hombre la abrazó y un chico continuó la conversación. Seguí el camino a mi desayuno.


Cuando subí a visitarlo, el niño estaba dormido. Su madre permanecía en el mismo sillón que ocupó al entrar en la habitación.
—Buenas tardes, señorita—saludé.
—Buenas tardes, Doctor —se levantó del sillón y se dirigió hacia mí —¿Sabe algo?
—Venía a hablar con usted.
—Salgamos mejor al pasillo—ella me condujo hacia fuera y dejó la puerta entreabierta.
—Ya tenemos todo el historial y los resultados de las pruebas —le mostré unos papeles.
—¿Y? ¿Qué va a pasar? —se asomó a la habitación para mirar al niño.
—Bueno… usted sabe que no es nada bueno—comencé a hablar— ¿Está sola? ¿Su marido? ¿Algún familiar?
—No, no, estamos los dos, él y yo—dijo ella—. Pero dígame, qué va a ocurrir.
—Será un proceso duro y largo—puse una mano en su hombro—. Mire, no quiero engañarla. Hay posibilidades pero es difícil. Algunos de los niños salen adelante.
—Él saldrá, ya ha salido de otras, ya hemos salido de otras.
—Ahora es importante que descanse—bajé la mano que había colocado en su hombro hasta su bíceps, le di una palmadita y presioné el brazo.
—Está dormido.
—Me refiero a usted —dije—. Debe descansar o acabará desquiciada, y él no necesita una madre desquiciada.
—Lo intentaré —abrió la puerta de la habitación—. Gracias Doctor.
—Estoy justo aquí al lado—señalé la puerta de mi despacho—, si me necesita, llámeme.
—Gracias —entró en la 110 y cerró la puerta tras de sí.
Antes de entrar en mi despacho miré al fondo del pasillo. Junto al mostrador, Jessica me observaba y Lici resoplaba mientras trataba de poner orden en los historiales que llevaba en las manos.

Habían pasado dos meses desde que aquella joven había aparecido por el pasillo de la quinta planta cuando uno de los inquilinos de la 110 abandonó el hospital. Era un chico de 9 años. Antes de irse entró en cada una de las habitaciones del pasillo y dejó a cada niño un dibujo que él mismo había hecho. También a mí me dejó uno. Se veía un chico con pelo negro y rizado dando la mano a un hombre con bata blanca. Junto a él había dibujada una maleta y una gorra sobre ella.
La madre del chico que se quedaba en la habitación por más tiempo salió a la puerta del pasillo a despedirlo. Le dio un abrazo mientras sus padres sostenían las maletas. Después los abrazó a ellos. Se dio la vuelta, pasó un pañuelo por sus ojos y volvió a entrar en su habitación. El chico dijo adiós a las enfermeras, entró en el ascensor y desapareció de la quinta planta para siempre.
Cuando todo volvió a la normalidad, llamé a la puerta de la 110. Nadie contestó. Volví a llamar y nuevamente no hubo respuesta. Decidí entonces abrir la puerta. En la cama del niño que acababa de irse estaba acostada la joven, mirando a la cama de su pequeño. No decía nada. No se movía. Apenas parecía respirar. El niño permanecía dormido. Pocas veces lo veía despierto. Ya no tenía nada de pelo en la cabeza y había perdido varios kilos desde que estaba en el hospital. Aún había en la habitación algunos globos rellenos de helio, ya a media altura. Me acerqué a la chica y la ayudé a incorporarse en la cama.
—Necesitas un respiro—me senté junto a ella.
—Él necesita un respiro—señaló al niño.
—Si sigues así tardarás poco tiempo en estar tú en otra cama.
—Me cambiaría por él, ¿sabes?—me miró—. Ojalá fuera yo la que estuviese ahí. Lo firmo ahora mismo. Yo por él.
—Pero sabes que eso no es posible—comencé a desabrocharme los botones de la bata.
—Por eso estoy aquí.
—Mira, tengo una idea. Yo termino ahora mi turno. Espera que deje la bata en el despacho y te invito a tomar algo en la cafetería.
—No, no puedo, tengo que estar aquí, con él—Ella se levantó y se fue hacia el sillón que había junto a la cama del niño.
—Estoy seguro de que él no quiere ver así a su mamá—me acerqué a ella y le di la mano para levantarla del sillón—. Hágame caso, yo soy el médico. Usted necesita salir de aquí un rato. Lleva mucho tiempo aquí sola, dese un respiro.
Ella no respondió. Se acercó al niño, le dio un beso en la frente, cogió el bolso y salió al pasillo. Yo la seguí, fui a mi despacho, dejé la bata en el armario, cogí la cartera de la chaqueta y cerré con llave. Cuando salí ella estaba junto al mostrador de las enfermeras hablando con Lici. Me acerqué a ellas.
—¿Nos vamos?—puse una mano sobre su hombro y le mostré el camino con la otra.
Ella asintió.

Nos sentamos en una mesa al fondo de la cafetería. Un joven vino a tomar nota. Ella pidió un té con leche. Yo una coca-cola. Durante unos minutos ninguno de los dos dijo nada. Cuando el camarero vino con las bebidas ella se levantó para ir al baño. Yo aproveché para pagarle la cuenta y esperé. Cuando ella volvió a sentarse a la mesa cogió el té y tomó un sorbo. Yo hice lo propio con mi refresco.
—¿Vivís los dos solos?—le pregunté y dejé mi vaso sobre la mesa.
—Sí.
—¿Desde hace mucho tiempo?
—Sí —ella volvió a coger la taza del té.
—¿Lo veis?
—¿A quién?
—A su padre.
—No—movía una pierna debajo de la mesa y miraba para su taza.
—Perdona si te incomodo—puse mi mano derecha en su rodilla para que dejara de temblar.
—No, no pasa nada. No me importa hablar de ello.
—¿Y no sales con nadie? Eres joven—volví a poner mis dos manos sobre la mesa y bebí de mi refresco.
—No. No me interesa. Estoy cansada, ¿sabes? Y él me necesita. No puedo perder el tiempo con esas cosas.
—Pero quizás te venga bien… un desahogo.
—¿Un desahogo? No, gracias, no quiero más quebraderos de cabeza.
—Creo que te exiges demasiado—puse una mano en su antebrazo—. Todos necesitamos desconectar de vez en cuando. Por salud.
—A mí todo eso ya me da igual.
—Te propongo algo—quité mi mano de su brazo y cogí mi móvil para mirar la agenda—. El jueves que viene es mi día libre, ¿qué te parece si vamos a dar un paseo? Te recojo aquí, salimos unas horas, para que te relajes un poco, y vuelvo a traerte cuando quieras.
—No. No voy a dejar a mi chico sólo.
—Pero aquí no puedes hacer nada—cerré la tapa de mi móvil y lo puse sobre la mesa—.Va a ser sólo un rato. Salir del hospital. Hace mucho tiempo que no sales de este lugar.
—No. No puedo—negó con la cabeza y bebió de su té.
—Venga, lo necesitas —insistí.
—Pero no puedo dejarlo.
—No lo dejas, simplemente sales a tomar un poco de aire fresco.
—No lo sé.

Estuvimos cerca de una hora en la cafetería. A veces hablando y a veces sin decir nada. Cuando ella lo quiso, nos levantamos y nos despedimos. Le di un beso en la mejilla y la vi alejarse por el pasillo que llevaba al ascensor. No volví al hospital hasta la tarde siguiente. Para entonces, el niño había empeorado. Yo había estado tomando unas copas y viendo la tele en casa. Mientras, en el hospital, las cosas se complicaron para el chico. Cuando llegué, todo se había vuelto a calmar. Todo menos la madre.
—Ya me han dicho que ha pasado mala noche—le dije mientras leía el informe de guardia.
—Sí, ya pasó—ella tenía entre sus manos una de las manitas del niño.
—¿Quieres bajar a tomar algo?
—No voy a dejarlo sólo.
—Yo me quedo con él si quieres, es la hora de mi visita, tengo que verlo y hacerle algunas pruebas—miré los indicadores del medicamento que le estábamos inyectando y el suero que aún le quedaba.
—¡Ni hablar! ¡Está loco! No voy a dejarlo—agarró con más fuerza la mano del niño.
—Suéltelo o le hará daño.
—¿Que le haré daño? ¿Está usted diciéndome que le haré daño? ¿Después de la noche que ha pasado va usted a decirme que yo le haré daño?—le temblaban las manos mientras hablaba.
—Venga, tiene que salir de aquí un momento—la agarré por los hombros y la alejé de la cama.
—¡No quiero salir!—la joven lloraba y hablaba cada vez con más dificultad.
—Venga, acompáñeme.
Salimos de la habitación y la llevé a mi despacho. Le ofrecí el sillón del escritorio para sentarse. Ella se resistió pero finalmente accedió. Le dije que esperara allí hasta que la avisara.
El chico tenía que dejar la habitación por unas horas. Iban a hacerle algunas pruebas nuevas. Cuando se lo llevaron, volví a mi despacho y encontré a la joven dormida. Cerré la puerta y continué con mis visitas a los demás enfermos del pasillo. Estaba en la 106 cuando oí gritar a la chica. Salí al pasillo y la vi entrar en la 110.
—¿Dónde está¿—gritaba ella—¿Dónde está mi pequeño? ¿Dónde lo han puesto?
—Tranquilízate—fui hacia la 110—No grites o asustarás a los demás.
—¿A dónde se lo han llevado? ¿Qué ha pasado?
—No te preocupes, no ha pasado nada—traté de callarla—. El niño está bien, están haciéndole algunas pruebas de rigor. No ha pasado nada.
—No volváis a llevároslo sin avisarme—la joven comenzó a respirar hondo para calmarse.
Durante un tiempo no dije nada. Me quedé de pie frente a ella esperando a que se relajase. Tenía los ojos cerrados y se le escapaban algunas lágrimas. Yo cerré la puerta de la habitación y volví a ponerme de pie delante de ella. La chica caminó hacia la ventana y abrió los ojos. Yo caminé y me coloqué junto a ella.
—Sé que es difícil—le dije—, pero tienes que ser fuerte.
—Estoy cansada de ser fuerte—ella puso una mano sobre el cristal de la ventana—. No puedo más. No puedo yo sola. Mira—señaló a unas personas que caminaban por el jardín—. Yo nunca voy a hacer eso con él, ¿verdad?
—No sabemos, tienes que ser valiente—Esas palabras las dije más despacio y no demasiado alto. Mientras las decía apoyé mi mano sobre la que ella tenía en el cristal.
Ella se volvió hacia mí y me miró. Dudé de si hacerlo o no pero acabé dándole un abrazo. Ella dejó que la rodeara con mis brazos y apoyó su cabeza. La acerqué a mí y olí su pelo. Pasé mi dedo índice por uno de sus ojos y sequé algunas lágrimas que se le escapaban.
—Mañana es jueves, ¿recuerdas mi propuesta?—le pregunté.
Ella asintió moviendo la cabeza.
—¿Y qué dices?—Volví a preguntarle.
La joven no respondió.
—Necesitas salir de aquí, hablar con alguien, no estar sola.
— Perdóneme, necesitaba ese abrazo—se separó de mí y volvió a la ventana—. ¿Y usted no tiene nada que hacer? Es su día libre
—Ya le he dicho cuál es mi plan para mañana.
—Pero en su casa estarán esperándolo.
—No se preocupe por eso, suelo pasar sólo mis días libres—respondí—. Entonces, ¿qué dices?
—No lo sé, depende de cómo pase la noche.
—Está bien, yo vendré a verla de todos modos.
En ese momento las enfermeras abrieron la puerta y trajeron de nuevo al niño. La chica se abalanzó sobre él y lo abrazó. El pequeño abrió los ojos y sonrió. Yo salí y los dejé solos. Volví a mi despacho y cerré la puerta. Unos minutos después llamaron.
—¿Se puede?—era la voz de Jessica la que hablaba al otro lado.
—Claro, pasa.
La enfermera abrió la puerta, entró y volvió a cerrar.
—¿Qué estás haciendo?—me preguntó.
—¿De qué hablas?
—Tenga cuidado, señor Doctor, hay cosas con las que no se juega.
La miré de arriba abajo. Se le trasparentaba el sujetador y se había recogido el pelo.
—¿Algo más?—le pregunté.
—No la joda más de lo que está—apoyó las manos sobre mi escritorio—. Piense muy bien lo que está haciendo.
—Si no quiere nada más—le dije apartando de la mesa algunas cosas—, puede irse.


El jueves me levanté. Estuve debajo de la ducha más de veinte minutos. Me enrollé una toalla a la cintura y me puse delante del espejo. Me recorté la barba, me peiné y me lavé los dientes. Abrí la puerta del armario y decidí ponerme la camisa verde. Cuando ya tenía puestos los vaqueros volví al armario y cambié la camisa por un polo de rayas azules y blancas. A las diez menos veinte de la mañana eché la llave de la puerta del piso y bajé a por el coche. Llegué al hospital cerca de las diez y cuarto. Aparqué en la puerta, entré y cogí el ascensor. El olor a fármacos me resultó más intenso. Paré en la quinta planta. Entré en el pasillo. Las enfermeras no estaban en el mostrador. Todas las puertas estaban cerradas. Todas excepto una, la que estaba junto a mi despacho, la 110. Esa puerta permanecía abierta y la luz del sol salía de ella y se reflejaba en el suelo y la pared de enfrente. Caminé por el pasillo. No se escuchaba nada. Todo estaba tranquilo. Me paré en la puerta de la 110 y la golpeé con los nudillos sin asomarme. Nadie contestaba así que llamé de nuevo. Como seguían sin contestar, me asomé. La habitación estaba vacía. Ya no estaban ni los globos, ni la bolsa de la joven, ni el niño. El cristal de la ventana dejaba entrar el viento y algunas hojas. Un mirlo daba saltitos en el exterior. Volví al mostrador de las enfermeras y busqué los informes de la noche. El chico había entrado en coma poco después de irme. Tomé el ascensor y bajé a la cuarta planta. La noche anterior estuvo allí pero nada pudieron hacer.
Salí entonces del hospital y me dirigí al tanatorio. Allí pregunté pero no sabían nada. Me senté en el coche a esperar a que llegase. Puse la radio. Vi entrar a tres grupos de personas distintos. El primero parecía destrozado, apenas se mantenían en pie e iban abrazándose unos a otros. El segundo era un grupo de jóvenes. Me miraron y siguieron su camino. El tercer grupo estaba todavía en la puerta y a él se iba uniendo gente nueva. La chica no llegaba. Salí del coche para ir a tomar algo al bar. Entré, pedí un café y fui a sentarme en la mesa del fondo. Guardé silencio y observé a quienes desayunaban en las mesas que tenía al lado. Entonces sonó la puerta y vi la silueta de una mujer. Era ella. Entró directamente a los servicios. Me levanté de mi mesa y pedí un té con leche al camarero. Cuando salió del baño la invité a sentarse en mi mesa.
—Hola—es lo único que dijo.
Se sentó en la silla que le ofrecí y cogió la taza de té. Tenía los ojos colorados. Puse mi silla junto a la de ella y me senté a su lado.
—¿Cómo estás?—pregunté.
—Sola—ésa fue su única respuesta.
Tampoco yo dije nada más. Eché mi brazo izquierdo sobre ella, di algunas palmadas sobre su hombro y la acerqué a mí. No me moví en los siguientes minutos. En el televisor daban los resultados de los partidos de la noche anterior. Ella no dejaba de mover la bolsita de té que tenía dentro de la taza. La sacaba y la sumergía una y otra vez.
—Ya no tienes que ser fuerte—le dije.
—Ahora es cuando más he de serlo.
—Lo seré contigo.
Le di la mano y la invité a que me acompañara. Pagué en la barra lo que nos habíamos tomado y fuimos al coche. No dijo nada en todo el camino. Al llegar a casa le mostré mi habitación y la ducha. Le dejé unas toallas y algo de ropa mía para que pudiera cambiarse. Entró en el baño. Me quedé sentado en el sillón, viendo su silueta tras la mampara de la ducha mientras le caía el agua. La puerta del baño estaba abierta. Puse música y seguí mirándola. La vi descolgar la toalla y envolverse en ella. Se dio cuenta de que la miraba. Se secó y se puso la camisa que le había dejado. Entorné la puerta para que pudiera cambiarse. Cuando salió me levanté para llevarla al dormitorio y le insistí para que descansara. Cerré la puerta de la habitación y volví al salón. Me senté en el sillón y miré los marcos de las fotos que tenía en el mueble junto al televisor. Seguí mirándolos hasta que ella salió del dormitorio y se sentó a mi lado. La observé, la abracé y se echó sobre mi pecho. Ahora también ella miraba las fotografías.
—Yo también los echo de menos—Acaricié su pelo y cerré los ojos.
—¿Se fueron?—dijo señalando la fotografía de mis hijos.
—Me los quitaron—volví a abrir los ojos.
Ella me estaba mirando. Se incorporó. La miré también yo a ella. Pasé mi mano por su rostro y la detuve sobre sus labios. Ella puso su mano sobre la mía. Volví a cerrar los ojos y me besó. Apenas rozó mis labios. La tomé por encima de la cintura y la invité a recostarse en el sofá. Entonces me recliné sobre ella, acerqué mi cara a la suya, subí la música y la besé hasta que nos quedamos dormidos.

A la mañana siguiente volví al hospital. Atravesé la galería hasta el ascensor. Se abrieron las puertas. Estaba lleno. Subí por las escaleras. Primera planta, olor a pañales sucios. Segunda planta, quirófanos. Tercera planta, olor a sangre. Cuarta planta, piiiiiiiiiiiii. Quinta planta, una camilla nueva a la entrada del pasillo.
Caminé hacia mi despacho. Pasé por delante del mostrador de las enfermeras. En la mesa, Lici se peleaba con los papeles. Seguí mi camino. En la 102 se oía el llanto de un niño pequeño. La 104 estaba cerrada. En la 106 una mujer contaba un cuento a un niño de pelo rubio. En la 108 se oían ronquidos. La 110 estaba cerrada. Entré, abrí la ventana y dejé la puerta abierta. A la entrada del pasillo, una mujer acompañaba la camilla de su hijo.