domingo, 21 de febrero de 2010

La tercera. Chevi buscando a Carver

LA TERCERA
JOSÉ VICENTE DORADO COLMENAR

Elegir la galleta adecuada es más importante de lo que parece. Hay una galleta para cada persona, para cada espíritu. No es lo mismo una redonda que una rectangular, de trigo o integral. Y eso sin contar con las marcas. Las maríafontaneda son las mejores. Su textura al mojarlas 2 segundos en la leche es ideal. Saben a mañana de colegio frente a la ventana de la cocina mientras tu madre sigue limpiando la casa, cantando. El árbol se mece y el tejado rojo del bloque de enfrente sigue en el mismo sitio. Ves un cielo con nubes y azul que sube de intensidad. Suena la radio, resuena tu madre. Sí, la galleta nos hace diferentes, aún más si la comparas con rebanadas de pan caliente, lo aprendiste cuando eras muy pequeño. Pequeño, extraño calificativo para designar un proyecto de ser humano. Todo es pequeño cuando eres pequeño: la cabeza, las manos, tu sexo, las ideas, todo menos el mundo, lo único realmente grande. “¡Qué grande debe ser el mundo!” exclamabas mientras mirabas el mapamundi del libro de geografía. Pero es apariencia nada más. El mundo comenzó a empequeñecer el día que aquel mono curioso y hambrientro decididó bajar del árbol y se puso en pie para asomarse por encima de la hierba –¿Quién le mandaría a ese animal hacer semejante movimiento?¿Cómo no se daba cuenta del tsunami antropológico que provocaba?–. Estar erguido trajo consigo el footing, la necesidad de agacharse para atarse los zapatos, crear la figura del fisioterapeuta, la moda, el baile por sevillanas –imposible en cuclillas–, pero también inventar las estanterías de los supermercados. Antes de las estanterías las cosas de comer estaban siempre en su sitio, colgando de las ramas, de libre acceso. ¿Cómo podían imaginar que siglos de evolución iban a servir para que terminaran ordenadas en una balda? Los productos estrella siempre en la tercera, a la altura de los ojos –¿De qué ojos? No todos los ojos tienen la misma altura–. Y en la tercera, en la sección de bollería y galletas, es donde colocan siempre las únicas que te gustan, las mismas que te acabas de comer mientras escribes las primeras palabras mañaneras.
Te cuesta trabajo, el teclado es muy pequeño, está apiñado, como las latas de conserva en tu tienda. En la tercera colocan el atún que anuncian en la tele. En el equipo de música del salón suena la tercera canción del CD, un tema napolitano que nada tiene que ver con tu historia. Ocurre muchas veces. La vida está llena de momentos cruzados, instantes de narraciones paralelas o perpendiculares que confluyen, sin venir a cuento, aparentemente. Se trata de un tal Louis Prima cantando con su mujer, Keely Smith, un tema que se titula “Angelina”.
Mientras ojeas la cajita del disco, suena el chasquido del termo de gas que delata la demanda de agua caliente desde la ducha del cuarto. La mujer se ha levantado. Es tu mujer, la que comparte tu vida. Duerme a tu lado. No hay luz en la ventana. Miras extrañado la pared. Ya debería verse la calle, comenzar a dibujarse los contornos de las adelfas del parterre y de la tremenda carcasa del motor del aire acondicionado de tus vecinos, estudiantes de piso compartido. Un gran motor para un pequeño rincón. Un buen ruido expulsado de casa, arrojado sobre tu fachada. Pero lo único que ves es la cortina japonesa del salón. “Qué extraño” –piensas–. ¡Qué extraño! –dices. “Si esto fuera un relato al estilo Carver, aquí debería haber una ventana a través de la que asomarse y ver la vida de los vecinos. Es imprescindible. La necesito” –murmuras.
Pero no hay ventana. Sólo ves cortinas. Unicamente hay cortinas en esa pared del salón y ninguna luz las atraviesa desde el exterior. Cortinas. Esas porciones de tela de colores difíciles colgadas del techo que tanto trabajo cuesta instalar. Los constructores de casas no piensan en los instaladores de cortinas ni en los habitantes de esas viviendas. Igual que dejan preparados enchufes de luz, tomas de teléfono y de televisión, podrían hacernos la vida más sencilla y dejar también unos ganchos para las cortinas. Evitarían muchas discusiones y muchos tacos. A nadie le gusta terminar subido en una escalera con un taladro en la mano derecha, y polvillo de escayola y cemento cubriéndole el pelo, maldiciendo a todos los santos porque el orificio para el espiche, que tanto trabajo te costó encontrar en la balda de cajitas llenas de espiches idénticos y similares en la sección de ferretería , vuelve a moverse: “pero si lo he medido perfectamente, se ha movido, ya se ha movido, otra vez, él solito. Mierda de berbiquí”. Porque tú sabes exactamente donde lo quieres. Es la máquina infernal del dedo perforador la que falla. Es evidente que las diseñan para amargarte.
Piensas en levantarte. Estás inquieto, nervioso, como cuando no encuentras las tortitas mejicanas en el supermercado. Tienen la manía de colocarla en los lugares más insospechados, como escondíendolas, para que tengas que preguntar a los colocadores de chaleco sin mangas. Aburridos de tanto abrir cajas y extraer latas, botellas y bandejas de muslo de pollo para colocarlo todo en su estantería correspondiente, invisibles para el comprador y sus carritos, han ideado esta estratagema con tal de conseguir que les dirijas una frase, aunque sólo una sea.
–Oiga –dices–, ¿sabe donde están las tortitas mejicanas?. –Olvidas siempre el por favor.
–Claro señor –responde–, segunda calle a la izquierda pasando la columna de botes de espárragos. Detrás de los paquetes de harina. En la primera estantería, tercer estante –sonríe–.
Les reconfortan estas conversaciones. Elevan su autoestima. Recuerdan que son personas. Por eso esconden las tortitas mejicanas de maiz.
En el sofá de la sala, de rodillas sobre el asiento, alzas la mano izquierda, tembloroso. Quieres apartar la cortina y comprobar si la ventana sigue estando ahí. Es un objeto imprescindible para el relato. No hay Carver sin ventana.
–Sin ventana no hay Carver –dices mirando la cortina–. Volverá a hacer una exhibición de ironia desbordada conmigo en la clase. Él insistirá en desplegar sus frases más redondas con ese toque de sarcasmo tan suyo–. ¿Puedo continuar sin ventana? –te preguntas.
Lo estás viendo allí sentado, en su mesa de profesor, haciendo el papel de profesor. Es explícito, sabe más que tú, escribe más que tú, mejor que tú. Colocándose las gafas para leer en la pantalla iluminada del ordenador. Quitándoselas para dejarlas apoyadas sobre el pie del micrófono antes de iniciar su análisis más profundo. Pero no es él quien habla. Es la ausencia de ventanas en el aula la que elige el tono, su actitud. No hay ventanas –Tampoco hay ventanas. Ni estanterías–. Así no puede sentir la vida, sólo imaginarla, vestirla de palabras bien ordenadas, que suenen bien, que huelan bien. Como la sección de gel de baño y desodorantes, con todas esos frascos de colores atractivos que guardan fragancias seductoras: mango y guayaba, relajante; aceite de oliva, para pieles secas; romero y salvia, tonifica; sales del mar, vigorizante; leche hidratante, extender por la piel húmeda. Botes rojos, verdes, blancos, azul cobalto. Como si de una frutería de aromas se tratara, alinean los recipientes por colores obligándote a detener el paso, tomar uno, abrirlo, acercar la nariz a la abertura, aspirar, volar –Es un instante. Volamos con la imaginación–. Te transportas a lugares que identificas con esas fragancias. Sientes la necesidad de poseerlo. Haces un esfuerzo de memoria: “¿Nos queda gel?”
–¿Estás hablando solo de nuevo? –dice tu pareja desde el cuarto–.
–Lo siento cariño –dices–. Necesito sacar las voces.
–Ojalá sacaras más otras cosas –dice sin proyectar la voz–.
–¿Dices algo cielo?
–No Juanca, no digo nada, yo no digo nada, nada.
Cierras la tapa del portátil. Te restriegas el ojo izquierdo. Giras la cabeza hacia el marco de la ventana. La luz sigue sin aparecer.

Has llegado al trabajo, otra vez tarde. Esos quince minutos que te impiden leer el perió-
dico antes de la reunión con los compañeros. Te falta información. Huérfano de referencias afrontas la sesión con cierta desgana. Llevas 20 años acudiendo al mismo espacio. La misma puerta, el mismo patio, la misma escalera. Cambian algunas caras, otras no, son las mismas con más arrugas. Hay personas que disfrutan de sus rutinas, las necesitan. Todo organizado, medido. Hay personas que odian la sección de oportunidades de los grandes almacenes porque todos los productos están revueltos en una caja, sin orden ni concierto –desangelados. Enredados. Recuerdan esas algas que empiezan a secarse sobre la arena de la playa–. Las manos de todos los buscan a tientas. Los toman. Los observan. Rompen. Enredan. Buscan. Abandonan. Es casi imposible encontrar la talla, tu medida. Y eso si no tienes que pelearlos. Por eso, algunas personas prefieren pagar por el orden, cediendo una buena porción de su libertad de elegir. Pasó ayer, y la semana pasada también. ¿Se repite hoy?

–¿Tampoco hoy vas a subir a desayunar? –pregunta Enma desde arriba.
–¿Compraste mis galletas? –preguntas desde abajo.
–Es lo único que te importa. Las dichosas galletas.
–No te oigo bien, ¿dices algo?
–Las tienes donde siempre. En la tercera balda del armarito. Sube. Me gustaría hablarte.
Decides hacerle caso. Es tu oportunidad de verla un rato. Luego ella se irá a trabajar y no regresará. No puedes despedirte a través de la ventana. No hay ventana en el sotano. Tu Carver está arriba. Arriba, en el salón. Vas en su búsqueda. Faltan 3 peldaños para llegar. Tropiezas en la escalera, “¿no me he atado los cordones?”. Rodando, regresando al punto inicial. Los pies están arriba, la cabeza abajo, el cuello experimenta un torsión desconocida, una experiencia totalmente nueva. Las baldosas forman hileras y se alejan con un punto de fuga parecido al del pasillo del supermercado. La baldosa de tu cara, vista de cerca, es rugosa. Está fría. Tiene pelusas. Odias las pelusas. Y el dolor.
–No hace falta que subas. Es igual. Te dejo aquí las llaves –escucha cada vez más lejos, más lejos, lejos, jos, os, s.
Y sin ventanas. No hay Carver sin ventana. No toda ventana necesita su Carver.

lunes, 1 de febrero de 2010

-YA NADIE SE SORPRENDE DE NADA (relato 4, a lo Lorrie Moore), de Amelia Labrador Ávila

Por entonces, la gente estaba ya acostumbrada a cualquier cosa, nada o casi nada sorprendía ya a nadie. La vida y la muerte eran como la cara y la cruz de una moneda vieja, tan vieja que ya no distingues bien cuál es la cara y cuál la cruz. Entre el amor y el odio ya no había fronteras, un pero… lo explicaba todo. Todo valía, desde la cruel ignorancia de la indiferencia hasta el indigno egoísmo del protagonismo. Todo, y en todo entraba cualquier cosa.

—Cariño, —Rebeca pronunciaba esa palabra con la misma sinceridad del primer día “cariño, te quiero”, la pronunciaba mirándole a los ojos, con un tono que sonaba en sus oídos como una melodía secreta — ¿has decidido ya a dónde iremos de viaje?
—¿Qué te parece un fin de semana en una casa rural, en las montañas, lejos de toda esta locura? —Carlos sabía cuál sería la respuesta de su mujer, por eso lo había previsto ya todo, por eso había reservado la casa y había pedido libre aquel sábado.
—¡Estupendo! ¡Será genial! Hace mucho tiempo que no pasamos un fin de semana juntos, lejos de lo de todos los días —Ella ha imaginado ya cómo será la casa, sabe que el jardín será como el primer Edén, la entrada como las puertas de su propio paraíso y la cama, la cama como el nido de la serpiente que les hará conscientes de su desnudez, como la primera vez, como la noche en que por primera vez se vieron el uno al otro, “quisiera perderme para siempre en esos pechos”. Entonces volverán a descubrirse de nuevo como amantes — ¿Cuándo nos vamos?
—¡Este sábado! —A Carlos le excitaba la rapidez con la que todo estaba ocurriendo. En apenas dos días estaría de camino a un lugar maravilloso junto a la mujer a la que amaba.
—¡Genial! ¡Eres genial!

Los viernes siempre son días locos para Rebeca. En la oficina todos parecen poseídos por una especie de locura desquiciante que los trastorna. El comienzo del fin de semana les hace perder la cabeza a todos. Sobre todo a Alejo. Alejo es un tipo joven, atractivo, con unos ojos casi grises y una voz que llega a los oídos como un repentino orgasmo sonoro. Alejo podría ser un hombre maravilloso pero es despreciable. Al menos así se lo parece a Rebeca. Lleva años intentando llevársela a la cama. Sólo eso. Es su presa, un lince en peligro de extinción al que debe capturar antes de que desaparezca. Y las constantes negativas de ella lo excitan sobremanera. Los viernes son como el porche de su templo sagrado, por eso, los viernes, Alejo trata de conseguir su trofeo, la diosa que colocar en su vitrina de dioses no loados. Pero este viernes, Rebeca está demasiado entusiasmada como para que los asedios de Alejo le hagan perder los papeles.
—Es viernes… ¿Qué haces esta noche, preciosa? —Alejo siempre comienza la conversación del mismo modo. El resto de la semana ni siquiera se dirige a ella, excepto aquel miércoles en el que Carlos estaba de viaje, “si quieres esta noche lleno lo que se te ha quedado vacío, preciosa”.
—Nada que le interese, Señor Gilabert —La respuesta de ella también comienza siempre del mismo modo, excepto aquel miércoles en que Carlos no estaba, “jamás tendrás la suerte de llenar nada mío”.
—Sabes que puedes llamarme Alejo, cielo —También de ese modo solía continuar la conversación. Es a partir de este momento cuando las palabras variaban según el estado de ánimo y el ciclo de las hormonas de Rebeca.
—¿Sabes? Hoy no voy a hacerte mucho caso, estoy de buen ánimo, así que en un par de horas saldré de esta oficina sin que tu retahíla de todos los viernes resuene en mi cabeza.
—Así que normalmente te vas pensando en mí… —Alejo se acerca a su oído antes de seguir hablando y le aparta el pelo —¿sabes que cuando llego a casa me meto en la ducha pensando en cierta compañera de la oficina? Y cuando el espejo está lleno de vaho rememoro las curvas de mi diosa…
—¡Basta ya, cerdo! —A Rebeca le repulsan las palabras de Alejo. Todavía no es capaz de explicarse por qué un hombre como él, joven, guapo, bien situado… tiene que andar arrastrándose desesperadamente detrás de su perrita como un animal en celo. Será que las putas no le dejan satisfecho.

Ya está todo listo. Las maletas en el coche, las luces apagadas, el termo desenchufado, las camas hechas, el papel de la reserva en el bolsillo y el depósito lleno de gasolina. Ambos han dejado los teléfonos en casa, no quieren saber nada de nadie y piensan que si ocurriese algo grave, ya encontrarían la forma de contactar con ellos, después de todo no hace tantos años que la gente andaba por ahí incomunicada y nadie se perdía, los padres no se volvían locos, los niños llegaban sanos y salvos a casa, no se echaba a perder ningún negocio y el mundo continuaba con su ritmo. Pero todo ha cambiado, por eso ellos querían desafiar al mundo dejando sus teléfonos apagados en casa y se sentían osados por ello.

Cogieron la primera salida a la autopista, les quedaban, desde ese momento, dos horas y treinta y siete minutos de viaje, según indicaba su GPS. Los árboles se desdibujaban a su paso como goterones de acuarela mojados escapando de su lienzo y los grandes edificios quedaban casi tan lejanos como aquellos días de meriendas de bocadillos hechos con pan y chocolate.
—¿Cómo ha ido el día en la oficina? —Carlos es de esos hombres a los que todavía le gusta compartir con su mujer lo que hacen cada día.
—Bien, como todos los viernes, y deseando que llegara este momento —Rebeca abre la ventanilla del coche y echa la mano fuera. El viento despeina su melena. Mete el brazo y vuelve a cerrar. Mira a su marido, pone una mano sobre su muslo. Él la mira y sonríe, “sabes que cuando llego a casa me meto en la ducha pensando en cierta compañera de la oficina” . Ella se muerde el labio inferior, cierra los puños y vuelve a hablar:—iba todo bien hasta que se me acercó el cretino de Gilabert, como todos los viernes.
—Un día voy a partirle la cara a ese gilipollas, entonces se le van a quitar las ganas de fantasear con mi mujer.
—Déjalo, cariño, no merece la pena —Aunque Rebeca no puede evitar imaginarse la pelea de ambos por ella, como dos ciervos chocando su cornamenta para quedarse con su hembra y demostrar su virilidad, la verdad es que en el fondo prefiere dejar las cosas como están, quizás porque el hecho de sentirse cortejada por un hombre que no tiene posibilidades con ella, cuando está cerca de cumplir los cuarenta años, la hace sentir todavía una mujer deseable.
—Como tú quieras, pero si un día coincidimos con él en alguna de vuestras comidas de empresa no sé cómo voy a reaccionar —Tienen que disminuir la marcha porque en la cuneta hay un camión que ha volcado y junto a él un amasijo de hierros de lo que tuvo que ser un coche o cualquier otro medio de locomoción sin posibilidades de escapar del monstruoso ataque de un camión de mercancías volcado. Hay varios coches de policía, guardia civil y tres ambulancias. En el terraplén que desciende al otro lado del quitamiedos, la sangre de algún desdichado intenta escapar del martirio. —¡Maldita sea! ¡Esos cabrones aplastan a cualquiera! Mira para otro lado, cielo —Carlos enciende la radio y sube el volumen.

Nunca han estado en crisis pero de haberlo estado, Carlos está convencido de que hubieran ido a ese lugar para tratar de solucionarlo. Ambos están encantados, lejos de la ciudad. Van a pasar un fin de semana sin visita de suegros, sin discursos políticos, sin consejos que son en realidad sentencias inapelables, sin las constantes visitas de la vecina, sin el “Cariño, ahora no me apetece”…
—¡Esto es maravilloso! —Rebeca está encantada, se siente como el rey que acaba de anexionarse un territorio, como el pajarillo que descansa después de construir su nido, como el exiliado que vuelve a casa, como aquel al que liberaron en el momento en que firmaban su sentencia de muerte.
—Tú sí que eres maravillosa, cariño —Carlos deja las maletas, aún cerradas en el suelo, cierra la puerta y las contras de la ventana, se acerca a Rebeca, la besa, ella le responde. Se abrazan. Carlos mete una de sus manos por dentro de la camiseta de Rebeca, le acaricia la cintura, sube hasta el pecho, va hacia la espalda, le desabrocha el sujetador. Con la otra mano le quita el botón del pantalón y la introduce dentro. Su respiración suena como el aliento ahogado del moribundo, pero ellos están llenándose de vida, “ha sido maravilloso, Carlos, ¿crees que siempre será así?”. Desde las primeras veces no habían comenzado a desnudarse con tanta pasión.

—¡Quisiera que esto durara siempre! —Rebeca está tumbada en el suelo, Carlos está sobre ella y no deja de besarla y acariciarla como si sospechase que nunca más iba a tener la oportunidad de poseerla.

Ninguno dice nada. Llevan casi una hora en el suelo, desnudos y abrazados el uno al otro. En casa no hacen el amor de esa manera. Rebeca mira a Carlos y él la mira a ella. Están sudando. El silencio tan solo es roto por el murmullo de los besos que se escapan o el gemido robado al otro con el juego de las manos. Un fin de semana apasionante.

—Ha sido estupendo, Carlos, hacía tiempo que no disfrutábamos tanto juntos, reconoce que nos hacía falta —El camino de vuelta es siempre un momento para rememorar las grandes hazañas, y si hubiese que contar, Rebeca estaba segura de que lo suyo había sido una epopeya.
—Tienes razón, cariño, tienes mucha razón —Carlos permanecía con la mirada fija en la carretera, con el recuerdo todavía fresco de aquel camión volcado, y los hierros, y la sangre, y las luces de las ambulancias, y… y el sonido de la radio sonando a todo volumen. Esa imagen lo estremeció de tal modo que tuvo que cerrar los ojos unos segundos.


Rebeca acababa de despertar y lo primero que vio al abrir los ojos fue la silueta de la cara de su madre llorando. Trató de mover la cabeza para mirar a su derecha y observó una cortina blanca. Miró a su izquierda, una mesilla con un vasito con pastillas y una botella de suero como colgando de un perchero del que se escapa. Miró hacia abajo, hacia sí misma, su pierna derecha estaba escayolada y colgando de un gancho como una pata de jamón. No le hacía falta ver mucho más para darse cuenta de que se encontraba en la cama de un hospital.
—¿Qué ha pasado? —Rebeca no sabe muy bien a quién se dirige ni si realmente le interesa saber qué es lo que ha ocurrido.
—Cuando volvíais de la casa, ¿te acuerdas? cuando volvíais del fin de semana, tuvisteis un accidente, no sabemos bien qué ocurrió, pero tuvisteis un accidente —Su madre no se atreve a explicarle mucho más. La toma de la mano, le da un beso en la frente y sonríe. —Menos mal que estás bien, es sólo la pierna y algún golpe, pero en unos días estarás nueva.
Rebeca cierra los ojos. No es consciente, no puede serlo tan pronto, de todo. Recuerda que estaba en el coche, contenta y satisfecha, hablando con Carlos y ahora se despierta en un hospital…
—¡Carlos! ¡¿Dónde está Carlos!? ¿Qué le ha pasado? ¿Está bien, verdad? —Ahora su cabeza sí está funcionando demasiado rápido, ahora sí se siente desesperada, asustada… no está segura de querer saber la respuesta, ¿por qué nadie le ha mencionado a Carlos?, ¿qué significa que su madre no le haya dicho nada de él? ¿por qué ha dicho que en unos días saldrá de allí? Rebeca piensa que quizás él ya esté en casa, o quizás está arreglando algunos asuntos con el seguro. Pero es cierto, en su cabeza todo se mueve demasiado rápido por eso sabe que si Carlos estuviese bien estaría allí con ella, a su lado, dándole la mano, alegrándose de que estuviera ya despierta. —¿Dónde está? ¡Quiero verlo! ¡Llevarme con él!
—Ahora tienes que descansar, hija, más tarde lo verás —Rebeca piensa, al escuchar a su madre, que ésa es la típica respuesta que se da a alguien cuando se le quiere ocultar algo.


Desde el accidente nada ha vuelto a ser igual. Es cierto que Carlos mejoró mucho pero a Rebeca se le viene el mundo encima cada vez que lo ve en esa silla, sin poder siquiera empujar las ruedas. Carlos la mira, la mira constantemente y ella se siente desnuda, se siente invadida, vulnerable, asustada, culpable. No sabe bien por qué pero un sentimiento de culpabilidad se apodera de ella como la gangrena se va apoderando de una pierna ya podrida. Ella está bien, estupendamente, apenas nota que hace unos meses tuviera un accidente. Carlos, sin embargo, no tiene nada que ver con lo que era. Sigue siendo un hombre, su hombre, y sigue amándola, pero a ella le cuesta tanto amarle y, a la vez, lo quiere y lo desea tanto… tanto que lo echa de menos. Sí, le cuesta reconocerlo pero echa de menos al hombre que aparece abrazándola en las fotografías del salón, echa de menos que por las noches le rodee con sus brazos, que la sorprenda en la ducha, que le prepare el desayuno y se lo traiga a la cama, que la posea. Ahora Carlos es alguien de quien cuidar…
—A veces siento que me he convertido en una carga para ti, cariño —La voz de Carlos es casi lo único que se mantiene intacto desde el accidente. A veces Rebeca cierra los ojos y mientras él habla, ella lo recuerda tal como era.
—No digas eso, sabes que no es verdad —Rebeca sabe que lo que dice Carlos es lo que ella no se atreve a pensar. Ella tiene miedo de reconocer que Carlos le pesa demasiado, tiene miedo porque juró amarle para siempre, “en la salud y en la enfermedad”, tiene miedo de parecer cruel, de que Carlos sobreviva a ella misma.
—Cariño, echo tanto de menos ciertas cosas…—Rebeca se ha puesto detrás de él, sabe que así no podrá ver cómo llora, cómo le tiemblan las manos mientras empuja el carrito de su marido.
—Carlos, no te preocupes, no hay nada que no podamos seguir haciendo —Rebeca se ha puesto delante de Carlos, se inclina hacia sus labios y los besa. Los besa con un beso que sabe que no puede ser acompañado de nada más, de nada que ella no maneje. —Te quiero.
—Yo también te quiero, cariño, no sabes cuánto —En el fondo, Carlos también vive asustado. Sabe que no sería justo obligar a su mujer a permanecer a su lado toda la vida cuando apenas puede darle nada, pero teme decírselo y que ella se dé cuenta de que tiene razón, prefiere hacerle sentir que tiene todavía mucho que ofrecerle. —Desearía poder acariciarte en este momento, poder levantarme y cogerte en mis brazos, poder palpar suavemente todo tu cuerpo hasta hacerte estremecer, poder…
—Hagámoslo, cariño, yo te ayudaré —Rebeca levanta a Carlos de la silla, lo tumba en la cama, se echa sobre él y comienza a besarlo. Carlos es como un trozo de piedra inmóvil, tan sólo puede mirarla y besarla, siempre y cuando ella acerque sus labios a los de su marido. Rebeca lo besa, en los labios, en la cara, en las orejas, en el cuello… desabrocha su camisa y lo besa en el pecho, bajando hacia la cintura. Carlos sigue sin moverse. Ella comienza a quitarse la ropa hasta que queda desnuda. Hace lo mismo con él, poco a poco, para que al menos sienta cómo lo recorre. Cuando los dos están desnudos lo mira, lo mira durante unos segundos y no dice nada. Coloca los brazos de él alrededor de su cuerpo y lo abraza, lo abraza poniendo la cabeza de Carlos contra su pecho. Él la besa, besa sus pechos como puede y deja escapar una lágrima. Rebeca se sienta sobre su sexo y trata de excitarlo. No ocurre nada, al principio. Poco a poco él va sintiendo sus caricias, su cuerpo comienza a reaccionar. Hace mucho tiempo que no hacen el amor. Carlos siente que Rebeca, de veras, está amándole, está amando cada rincón de su cuerpo muerto. Llora porque sabe que no puede hacerla gozar como quisiera. Tiene sobre él a una mujer hermosa, una mujer que tiene que colocarle para que pueda entrar en ella. Rebeca agarra el sexo de su marido con su mano para ayudarle a hacer lo que él no puede. Él gime, cierra los ojos, echa la cabeza hacia atrás y gime. Rebeca también comienza a hacerlo. Cierra los ojos buscando imaginar al marido que perdió en aquella carretera. Los cierra mientras sigue moviéndose, mientras se olvida de Carlos, mientras imagina que le hacen el amor y entonces se acuerda de Alejo, “me meto en la ducha pensando en cierta compañera de la oficina”, piensa en él metido en la ducha, mojado, desnudo. Piensa en él y se imagina a sí misma entrando en esa ducha, empapándose, dejándose poseer, dejándole hacerle lo que su marido no puede. Esa imagen se mantiene en su cabeza durante unos minutos, hasta que termina con Carlos, entonces abre los ojos, lo ve tumbado debajo de ella, exhausto, sin moverse y llora. No puede hacer otra cosa que llorar. —Lo siento, Carlos, lo siento.
—Te quiero, Rebeca —Carlos teme que su mujer tenga que pensar en otro para poder acostarse con él, lleva temiendo que llegase ese momento desde que salió del hospital y esa tarde, por primera vez desde el accidente, hicieron el amor. Posiblemente Rebeca no estuviera pensando en él o, tal vez, pensase en cuando sí podía hacerlo como un hombre.


Es viernes. Rebeca no ha ido a trabajar. Casi nadie se habrá sorprendido. Las cosas han cambiado mucho pero al menos, una persona todavía puede pedirse el día libre para enterrar a su marido. Sabía que el accidente le había provocado graves lesiones pero verdaderamente nunca hubiera imaginado que apenas un año después dejaría de respirar. Mucha gente acude a los entierros, mucha gente dice muchas palabras cuando pierdes a alguien, muchos te miran con una mirada parecida a la que utilizan cuando ven un cachorrito en la calle, sólo y sin rastro de su madre, y muchos te dan palmaditas en la espalda. Pero qué ocurre cuando acaba el entierro, cuando todos vuelven a casa, cuando le dices a tus padres que necesitas estar sola, cuando te acuestas en una cama que siempre ha sido ocupada por dos personas, miras al techo y en tu reloj no pasan las horas.
—¿Señor Gilabert?, es viernes.
—Claro, preciosa —contestó como si esperase la llamada, como si no le sorprendiera, como si ya nada sorprendiera a nadie.

Relato 5 - El último día que Antonia estuvo andando por las calles - Luisa Moreno

Todas las noches le pedía a Dios que no le regalara uno de esos hombres que no son capaces ni siquiera de meter los cacharros en el lavaplatos. Y todas las mañanas le pedía a Dios que le regalara un hombre, el que fuera. En realidad no creía ni en Dios, ni en los hombres, pero todavía era capaz de ilusionarse.
Aquel día iba a volver a reunirse con Ramón, el profesor sustituto de lingüística. Habían quedado temprano, en la sala de profesores del instituto. Se miró largo rato en el espejo del baño, aún sin vestirse empezó a extenderse sombra marrón por los párpados, primero ligeramente y después con dedicación; sacó el lapicito perfilador de ojos, tenía la punta demasiado redonda, la afiló con el sacapuntas pequeño que le habían regalado en una perfumería por la compra de un tratamiento completo de cremas antiedad y limpieza de cutis. Trazó muy lentamente una finísma línea, negra como el carbón, a ras de sus debilitadas pestañas. Extendió la línea negra hacia fuera, más allá del ras de las pestañas, ligeramente hacia arriba, y, en este punto recordó a su madre, de joven, con largos rabillos en los ojos, el pelo cardado, un bebé grandote sobre las rodillas y una niña muy pequeña con trenzas en patinete junto a ellos, tal y como aparecían en la foto que durante décadas permaneció sobre el aparador del salón de su madre, ya muerta. Aquella foto había sido hecha por un hombre al que ella apenas conoció, su padre.
Puso la cafetera a calentar. Era el 8 de marzo, día de la Mujer Trabajadora, qué ironía, justo el día en que ella iba a dejar de trabajar, al menos durante una temporada. Eso de “mujer trabajadora” siempre le pareció una redundancia. Iría primero al instituto a explicarle cosas a Ramón acerca de la sustitución que él haría mientras ella permanecía en la clínica: los temarios de lingüística, las calificaciones y los exámenes que quedaban por hacer. Desde la primera vez que lo vió, Ramón le pareció un hombre guapo y agradable, se interesó por ella y su enfermedad, incluso le dijo que iría a visitarla al hospital tras la operación. Tal vez estaba solo. Se le escapó una sonrisa al pensar: “A quién se le ocurre pensar en ligar cuando está a punto de operarse de cáncer”. Le parecieron opciones poco compatibles, pero curiosas. “Al menos moriré enamorada”, se dijo con tragicómica emocionalidad. Se terminó el café, cogió el bolso y el abrigo y se fue al instituto.
El encuentro con Ramón fue agradable y correcto. Ella apareció perfectamente maquillada, con tacones, y él con una chaqueta de punto con cremallera. Era alto y atento. Estuvieron sentados en la mesa de la sala de profesores un buen rato y ella
le explicó todo lo concerniente a las clases de lingüística. Fueron clase por clase a que ella se despidiera de los alumnos y a presentarlo a él. Mientras ella hablaba a los alumnos, él la miraba en silencio y a veces dirigía la vista al suelo, sobre todo cuando hablaba de él; parpadeó mucho cuando ella comentó su enfermedad. Al despedirse de ella Ramón le deseó suerte y le dio un apretón de manos fortísimo.
Aquella tarde había quedado con una amiga muy feminista para ir a la manifestación del 8 de marzo. Llegó puntual al lugar de concentración, la plaza de la Universidad. Había relativamente poca gente, sobre todo mujeres, muchas de ellas jóvenes con rastas, otras mayores, rechonchas y con aspecto masculino o de una modernidad trasnochada. Algún hombre grandote y barbudo paseaba por allí con foulard lila y bebé en mochila portabebés. También había otros hombres de mediana edad, vistiendo cazadoras y repartiendo pegatinas y globos. Sintió que ella, con sus rabillos y sus tacones, no encajaba mucho allí, era una mujer normal y corriente, de apariencia conservadora; no era lesbiana, tampoco rasta, ni siquiera un poco hippy, pero se sentía feminista tanto como ecologista o antiracista, lo sentía en su alma y en su dignidad, en su mirada sobre el mundo, como algo intrínseco a un talante y a una forma de ver la vida. Le extrañó la cantidad de panfletos de corte sindical, comunista, anarquista y le pareció triste que abanderaran una ideología que para ella debía ser pura, no politizada, universal. Nunca había ido a una manifestación, esta vez fue más que nada por su amiga. Además, participar en una causa justa le ayudaba a no mirarse tanto el ombligo y evadirse de sus asuntos médicos. Al día siguiente se ingresaba para las pruebas médicas y la operación. Mientras esperaba a su amiga charló con un par de mujeres normales y corrientes como ella, que repartían pegatinas e información por los derechos femeninos. Estaba leyendo uno de los panfletos cuando le sonó el móvil:
–¿Antonia?
–Dime, Isabel. Estoy esperándote en la plaza ¿dónde andas?
–Antonia, mira, no voy a poder ir a la manifestación. Tengo a mi hija con fiebre.
–Pero, bueno, ¿no está Juan en tu casa?
–Es que Juan está trabajando.
–Bueno, pues que deje el trabajo y vaya a cuidar a su hija. Isabel, llámalo y dile que la niña está mala.
–No puede ser, Antonia, Juan está de viaje. Qué mala pata; pero, lo primero es lo primero. Ya hablamos– Y colgó.
La manifestación arrancó a andar lentamente por el centro de la calle Pelayo, se sintió algo ridícula, caminando con sus taconcitos, su bolso y su abrigo por mitad de una avenida que solía tener sus cuatro carriles atestados de coches pitando. Mientras avanzaban, una señora se le acercó y empezó a hablarle del feminismo troskista y le dio alguna información sobre el tema. Una chica joven que repartía pegatinas y folletos le entregó unas fotocopias con contenido anarcofeminista. Se guardó todo en el bolso y siguió caminando tras el grupo. Al fondo, veía luces de policías y motoristas que relampagueaban en amarillo y naranja, pasaron por debajo del semáforo, que estaba intermitente. Le apenó que no hubiese en la manifestación gente corriente, familias enteras, parejas, abuelos, y que la comitiva estuviera compuesta por un grupo relativamente reducido. La comitiva pasó de largo ante unos guardias, muy equipados con cazadoras y botas altas, con grandes motos blancas, que pitaban con silbatos y agitaban unos pirulís relampagueantes en naranja para frenar el tráfico. Alguna gente se detenía en la acera para ver pasar la manifestación, ella miró hacia la acera, todavía no habían cerrado algunas tiendas, la gente entraba y salía de ellas con bolsas. Recordó la ropa que tenía que preparar para los días o semanas de clínica y postoperatorio; miró el reloj, se fue separando de la manifestación, se metió en unos grandes almacenes y se compró dos camisones y cinco bragas.