domingo, 31 de enero de 2010

-UN DÍA NORMAL (Relato 3), de Amelia Labrador Ávila

El automóvil ha parado. Eva y Marisa permanecen dentro, calladas. Marisa mira el semáforo que tiene delante. Está erguida en el asiento del conductor, con la boca cerrada y el hueso de la mandíbula marcado en la cara. Eva mira hacia la derecha, por su ventanilla. Apenas parpadea, tiene las cejas fruncidas y tampoco dice nada. La pierna derecha no cesa de temblar. Eva vuelve la cara hacia Marisa, la mira unos segundos y vuelve la vista hacia su ventanilla. Coge aire. Suspira. El coche arranca.
—Y ahora por qué te pones así, la que debía estar disgustada soy yo —dice Marisa.
Eva continua mirando por la ventanilla. Vuelve a tomar aire. Se moja los labios con la lengua. Abre la boca. La cierra de nuevo.
—Así que no vas a decir nada —dice Marisa.
—¿Para qué? —responde Eva.
—Hombre, te parecerá bonito lo que le has dicho a tu madre —responde Marisa.
—Déjame, mamá —dice Eva.
—Así que así tratas a tu madre —responde Marisa.
—¿Qué quieres, mamá? ¿Qué buscas? —pregunta Eva.
—¿Tú qué crees? —pregunta Marisa.
—¡Joder, qué pesada! —dice Eva.
—Eso, eso, tú sigue hablando bien a tu madre —dice Marisa.
—¡Pues déjame de una vez! —dice Eva.

El coche está aparcado en doble fila, justo detrás de un Renault 306 blanco. Marisa permanece en la cola de la oficina del INEM con la tarjeta del paro en la mano para sellarla. Eva está fuera, en la puerta, justo al lado del coche. Observa a una joven que pasa paseando con su perro. Después mira a una pareja, más o menos de su edad, que hablan sobre su piso nuevo. Los sigue con la mirada. Ellos se detienen dos portales más adelante. Eva se apoya en el coche. Los escucha durante un rato. Después mira al suelo y a la oficina en la que su madre hace cola. La mira a ella y niega con la cabeza. Se suena la nariz y sacude el flequillo que le cae sobre los ojos. Se cruza de brazos y vuelve a mirar a la pareja, que ahora se está alejando. Eva entra en la oficina. Empuja la puerta, esquiva a las personas que se amontonan al final de la cola rompiéndola y llega hasta Marisa. Le pide las llaves del coche y vuelve a salir.
Cuando sale de la oficina se cruza con un señor mayor. Va solo, arrastrando un viejo carrito de la compra. Sus pantalones están manchados, el abrigo muy arrugado y debajo de una de las axilas se dibuja un enorme agujero. El carro tiene una de las ruedas torcidas. Eva se para y espera a que pase él. Camina muy despacio y sonríe asintiendo con la cabeza. Cuando termina de pasar, Eva atraviesa la calle y vuelve al coche. Abre la puerta del asiento delantero derecho, entra, se sienta, echa el asiento para atrás, cierra la puerta y la bloquea. Mete la llave en el contacto, y enciende la radio. Están dando las noticias. Sintoniza otra cadena. Suena música. Eva cierra los ojos y se estira. Pone sus manos sobre su frente y las entierra en el pelo. Permanece así varios minutos. Vuelve a abrir los ojos, el dueño el Renault 306 está abriendo la puerta. Ella se incorpora, lo mira, mira hacia la oficina y ve que su madre ya sale.
—¡Casi!, te dije que no aparcaras en doble fila —dice Eva.
—¿Y qué iba a hacer, llevarme el coche a la oficina?—dice Marisa.
Eva la mira, arquea las cejas, resopla y niega con la cabeza. Se abrocha el cinturón, sube la música de la radio y vuelve a echarse en el asiento. Marisa baja el volumen, guarda la tarjeta del paro en el bolso y rebusca en él.
—¡Demonios! ¿Se puede saber dónde he metido las llaves? —se queja Marisa.
Eva mira las llaves puestas en el contacto, mira por la ventanilla, observa a su madre rebuscando en el bolso y sonríe. No dice nada.
—A ver si me las he dejado dentro de la oficina… —dice Marisa.


El coche está parado en medio de un atasco. Delante tienen un autobús de línea, a la derecha un coche negro, con los tapacubos y los retrovisores plateados y un chico con gafas de sol que reflejan los coches que tiene delante. A la izquierda un monovolumen conducido por una mujer al teléfono con dos niños detrás, uno de ellos viendo dibujos en un DVD portátil y el otro con una maquinita entre las manos. Suenan los cláxones de los coches. El semáforo se pone en verde pero la fila no avanza.
—Entonces estás deseando irte de casa, ¿verdad? —pregunta Marisa.
—Yo no he dicho eso —dice Eva.
—¿Cómo que no? —pregunta Marisa.
—No, mamá, yo no he dicho eso, he dicho que yo no veo mal irse de casa —responde Eva.
—Pues eso, que cuando puedas te vas —dice Marisa.
—Cuando pueda me voy no, porque si quisiera, ya podría irme —dice Eva.
—O sea, que mientras no tienes dinero que te mantenga mamá y ahora que ya lo tienes, mandas a tu madre a tomar viento, ¡Qué bonito! —insiste Marisa mientras se le escapan unas lágrimas de los ojos.
—¡Eso no es justo! ¡Las cosas no son así!, que quiera irme de casa no significa que no me importes. Y, de hecho, ni siquiera he dicho que vaya a irme de casa. He dicho que si me fuera no pasaría nada, que sería lo más normal del mundo —Eva sube la música otra vez.
—¡Baja la música! —ordena Marisa.
—¿Para qué? ¿Para escucharte? —pregunta Eva.
—Sí, para escucharme —responde Marisa.
—¡Estás loca! —grita Eva.
Marisa se pone a llorar. El semáforo vuelve a ponerse en verde pero los coches siguen sin moverse. Un hombre de unos coche más atrás ha salido a la carretera y le está chillando a los que están al comienzo de la cola. Pasa una moto por su lado y lo roza. El hombre se pone más violento. Marisa sigue llorando sin decir nada. Eva tiene los ojos humedecidos y mira por la ventanilla sin volver la cabeza hacia su madre. Cierra los ojos, se le cae una lágrima y se vuelve hacia ella:
—Sí, parece que estás loca, mira cómo te pones porque digo que no veo mal que la gente quiera irse de casa —dice Eva.
—Cállate, anda, cállate, ya has dicho demasiado por hoy —dice Marisa.
—Pues no, ahora no quiero callarme. Claro, tú con llorar lo arreglas todo, ahora te haces la víctima, como siempre, y los malos somos los demás —dice Eva.
—¿Vas a seguir? ¡Claro, tu madre es que no hace nada bien! —responde Marisa.
—¿Ves? Ya lo estás haciendo otra vez, yo no he dicho que no hagas nada bien —dice Eva.
—Si estás deseando irte de casa porque tu madre es muy mala..., como ya ha trabajado como una mula y ahora ya no te hace falta, adiós —dice Marisa.
—En serio, mamá, escúchate, es que parece que te gusta siempre hacer que la gente se enfade contigo, luego dices que no queremos hablarte, que siempre estás sola, que no te digo lo que pienso… ¿para qué quieres que te lo diga ? ¿para ponerte a llorar? ¿para hacerme sentir que soy cruel contigo?…—pregunta Eva.
—¡Ea!, venga, pues vete con tus amigos, tranquila que yo tengo para vivir muy bien, que yo no necesito a nadie —dice Marisa.
—¡Eso no te lo crees ni tú! Lo dices porque sabes que no voy a irme pero anda que no ibas a quedarte tú sola si nos fuésemos, anda que no nos ibas a echar de menos. Por eso no me voy, que lo sepas, porque la cruel de tu hija que pasa de ti, en el fondo…—dice Eva.
—Por mí no tienes que sentir pena, ¡haz lo que te dé la gana! —interrumpe Marisa.
—¡De verdad que me dan ganas de mandarte a la…! —Eva se calla y vuelve a subir la música.
Los coches arrancan. Marisa se seca las lágrimas con la manga de la camisa. Eva abre el cristal de la ventanilla. Saca su móvil del bolsillo del pantalón.

—¡A comer! —grita Marisa.
Eva abre el lavaplatos, saca cuatro platos limpios, cuatro tenedores, cuatro cuchillos, cuatro vasos y lo coloca todo en la mesa. Coge la silla de su sitio de la mesa y la coloca en el lugar de Marisa. Coge una banqueta y se sienta. Llena de refresco el vaso de Marisa y coloca junto a su plato una servilleta.

jueves, 28 de enero de 2010

Preciosa

PRECIOSA


sé que voy a quererte sin preguntas
sé que vas a quererme sin respuestas

MARIO BENEDETTI.


Para Jose y Alex,
algo inventado.



Por dejar la ventana abierta, entró algo de lluvia en la habitación. Alex encendió la lámpara mientras él dio media vuelta para descansar en el otro lado de la cama.

—¿Te ha gustado? —preguntó él.
—Sí —respondió ella.

Alex se levantó de la cama. Del primer cajón de la mesita de noche extrajo su agenda. Busco el día 28 del mes de Noviembre pasando las hojas rápidamente; al encontrarlo, anotó algo. Abrió el ropero. Cogió una toalla color azul eléctrico algo vieja. Se la enrolló en su cuerpo por debajo de los hombros. Antes de salir de la habitación sacó un paquete de clinex del cajón de la mesita de noche. Lo dejó en la cama al lado de él.

—¿Vas a darte una ducha? —preguntó él.
—Voy por un vaso de agua —respondió ella.
Cerró la ventana.

Alex salió de la habitación descalza recogiéndose el pelo con una gomilla. Antes de entrar en la cocina comenzó a sonar su móvil. Su móvil estaba en el salón. El salón está al otro lado del pasillo. Alex abrió el frigorífico. Del interior del frigorífico extrajo una botella de cristal. Al abrir la botella el móvil dejó de sonar. Alex, con la botella de cristal abierta en la mano derecha, descalza, con una toalla azul eléctrico enrollada en su cuerpo por debajo de los hombros, cogió con su mano izquierda un yogurt de limón. Miró los números que aparecían en la tapa: 25/11. El móvil, comenzó a sonar de nuevo.

—Diga.
—Hola, al habla Robert Redford desde…
— ¿Jose?
—Qué tal preciosa… llevo dándole la matraca al móvil media hora…

Alex se sentó. Nada mas sentarse cogió el mando de la tele y la encendió quitándole todo el volumen. Alex miraba la tele en la cual aparecían un hombre y una mujer con una gama de cuchillos colocados en una mesa.

—¿Alex?, ¿Alex? Estás… ¿me escuchas?
—Sí, sí —frotándose lo ojos con la mano izquierda—, Jose perdona…
—¿Estás bien?
—Sí, claro, estaba recogiendo un poco la mesa… llegaron unos amigos a cenar…
—OK. Pues nada, preciosa… me preguntaba si te apetecería una copa….
—No sé Jose, me parece un poco tarde… además mañana….
—¿Tarde? ¡Dios santo, vivir para escuchar esto!..... eres tú, Alex…
—…estoy un poco cansada…
—Pero si vives en el centro y todo está debajo de tu piso todo el día y
toda la noche.
—Además… mañana tenemos clase a primera y tengo que retocar el fondo…
—Alex
—…que aun no lo tengo terminado, me quedé sin…
—Alex
—Jose, te lo agradezco, pero si eso me…
—Alex
—Sí. Dime.
—Alex
—¿Qué?
—Mañana, es domingo.

Alex apagó el televisor. Se frotó la planta de los pies. Comenzó a pasear por el salón. Se soltó el pelo. Al pasar por delante del televisor vio su imagen reflejada en la pantalla. Se paró. Cambió el teléfono de mano.

—Entonces… te hace o no te hace una copita en plan tranqui…
—No sé, Jose…
—Te prometo que tú me invitas.
—Sólo una, Jose, por favor.
—OK, claro preciosa, sólo una. Una, para empezar y dos, para continuar.

Alex se dirigió hacia la puerta del salón y la cerró. Al cerrarla se dio la vuelta y apoyó su espalda en la puerta. Expulsaba el aire lo más lentamente que podía.

—Oye, ¿me escuchas?
—Sí, sí… aunque, bueno, ya sabes que en el piso… hablamos con el dueño y nos
dijo que cuando vivía aquí le pasaba lo mismo.
—OK… pues nada chica, ponte ropa de abrigo, el chaquetoncito ese de…
—¿Hace frío?
—Más todavía. El día que estuve grabando la comunión de Pingüe no pasé tanto
frío como hoy.

Alex se dejó caer en el suelo con la espalda apoyada en la puerta y las piernas encogidas.

—¿Te estás riendo?... Sí, no me lo niegues, lo sé. Sé que ha salido esa sonrisilla
que deja ver esos leves colmillitos de Draculina…
—Jose —mirándose su muñeca izquierda—.
—¿Qué?
—¿Por qué me has llamado?
—Ya te lo he dicho, preciosa… me pregun…
—Jose.
—Dime.
—Estás loco.
—Gracias. Te espero en tu puerta.

Alex miró hacia la ventana del salón. Con su mano izquierda, buscaba el interruptor de la luz.

—Pero ahí abajo te helarás… mejor te pego un toque al móvil cuando me cambie y me recoges en el coche.
—Alex, ya sabes que odio conducir…
—¿Cuánto tardarás en llegar?
—Poco. Muy poco. Vives en el centro, preciosa, y tienes la suerte de tenerlo todo debajo de tu piso, tanto de día, como de noche.




Álvaro Jiménez Angulo
Diciembre 2009

martes, 26 de enero de 2010

Resumen del libro El Viaje del Escritor

Hola a todos. Aquí Luis. Os dejo un enlace con un resumen del libro 'El viaje del escritor', de Christopher Vogler, por si os resulta útil.
En este caso, el autor utiliza el guión de la película El Mago de Oz para ilustrar sus reflexiones. Esa parte la he obviado porque si no, no sería un resumen ;)
Abrazo

http://www.divshare.com/download/launch/10289611-57e

jueves, 21 de enero de 2010

Resumen EL GUIÓN de Robert McKee

Hola a todos, aquí Luis. Después de darle un par de vueltas al tocho de McKee, me he hecho un resumen (bueno, por llamarlo de alguna manera porque es largo) del dichoso librito. Os lo podéis descargar del enlace, por si a alguien le resulta útil. Sólo una aclaración: en mi opinión, lo mejor de este libro llega cada vez que McKee ilustra una explicación con una escena de una película. Eso no está en el resumen.
Salud

http://www.divshare.com/download/10231424-af7

jueves, 14 de enero de 2010

CÍRCULO por Braulio Moreno Muñiz

CÍRCULO


El motor del viejo y destartalado autobús ruge al escalar cada pendiente. El calor, que a esas horas de la mañana puede considerarse soportable, empieza a apretar más de la cuenta. Algunos pasajeros conversan. Otros, miran fijamente por la ventanilla posando los ojos justo donde el cielo besa a la tierra, allá donde el azul se corta repentinamente, para convertirse en una masa verde y multiforme formada por las innumerables hojas de los castaños y debido a la distancia. Pero también los hay que miran con insistencia al arcén, y ven como los helechos invaden la carretera; pagando tal atrevimiento éstas plantas, con la poda recta, casi trazada a escuadra, de los más verdes brotes de sus curvadas ramas, provocada por el roce de las ruedas de los vehículos que transitan por el borde de esa carretera.
Manuel es uno de los que mira al arcén, pero ha de dejar de hacerlo cuando el viajero que ocupa el asiento que está a su izquierda le pregunta:
—Y usted, ¿a qué va a Villacastaño?
—Perdón, no le he oído bien—. Dice Manuel después de dirigir sus ojos hacia el lugar desde el que le hablaban.
—¿A qué va a Villacastaño?—. Vuelve a preguntar el otro con cierto acento de impaciencia.
—Voy a resolver unos asuntos de familia.
—¿Su familia es de allí?—. Pregunta el desconocido mirándolo a través de los cristales transparentes de unas gafas algo anticuadas.
—Sí.
—Mi familia también es de Villacastaño. Yo vivo allí desde que nací, y creo que es el sitio donde voy a morir. Aunque eso nunca se sabe...—. Dejó suspendida la frase, y terminó con un gesto que parecía una sonrisa.
Manuel respondió con una mueca ambigua y guardó silencio por unos instantes. Lo que el otro aprovechó para volver a la carga:
—Si me dice quién es usted le puedo decir si conozco a algún pariente suyo, porque por el parecido no saco de quién es usted.
—Soy Manuel Lozano, el heredero de Javier Lozano. Antiguo dueño de “Las Encinillas”, la finca que está más cercana al pueblo por el lado norte.
—La más cercana y la más grande...Y fértil, sus encinas siempre han dado mucha bellota para los cerdos, y su suelo, pasto para las reses de carne. Lo que es una pena que ahora con la sequía no haya para alimentar ni a las cuatro gallinas que surten de carne y huevos a la familia que vive allí.
—Entonces, es cierto que van mal las cosas por la finca.
—Por allí y por toda la comarca. ¿No sabe que sufrimos una sequía que dura ya varios años?
Lozano volvió la mirada hacia el arcén por un instante, los helechos seguían acariciando la parte exterior del autobús, acto seguido, se giró hacia su interlocutor y le dijo:
—Pues yo voy a Villacastaño para reclamar el diezmo que corresponde a mi familia por la explotación de la finca.
—No ha podido elegir peor momento para ello—.Dijo el desconocido alzando algo la voz.—Con la sequía el ganado muere de hambre, y las enfermedades se extienden. De forma que como hay menos carne que vender, también hay menos dinero; así que no se pueden tener los servicios del veterinario, ni hacer pozos para acceder al agua, y si se hacen, los pozos no sirven para nada porque se secan.
—Ya me extrañaba a mí que el aparcero no nos respondiera con el arrendamiento de la finca. Hasta ahora, no habíamos tenido problemas con él. Sin embargo, nunca nos ha dicho nada.
—Si a todo lo anteriormente contado por mí, le suma que a los habitantes de estas tierras nos aqueja un orgullo casi enfermizo, y una obstinación enorme, ya puede contestarse, si es que se lo preguntaba, porque no ha sido informado antes de la crítica situación en que se encuentra la finca.
Los dos hombres quedaron en silencio. Manuel fijó sus ojos en el respaldo del asiento delantero. Detuvo por un momento su mirada en el roñoso cenicero. Su cara era de preocupación. Los relojes marcaban casi el mediodía. El calor era asfixiante dentro del habitáculo del autobús, por lo que los rostros de los viajeros estaban perlados de sudor. Su vecino lo informó:
—¿Oye usted cómo ruge el motor del autobús?
—Si.
—Pues eso indica que esta es la última pendiente antes de llegar al pueblo. Ya falta poco.
—Recuerdo haber estado aquí antes. En mi memoria queda aún la presencia de esta impresionante subida, donde parece que los vehículos que ascienden por ella van a desarmarse debido al esfuerzo. Los recuerdos se agolpan en mi cerebro cuando llegamos a esta altura del viaje. Mi infancia transcurría entre la ciudad y el pueblo, en el que pasé muy buenos momentos, precisamente en esa finca a la que voy ahora. Pero luego, con el paso de los años, dejamos de venir, y los asuntos de la explotación los dejamos en manos de un administrador, que un día dijo que ya no podía seguir prestándonos sus servicios. De manera que nuestra relación con los que trabajan en la finca quedó reducida a recibir el pago anual del arrendamiento y poco más.
—Así que no sabían ustedes nada de las dificultades por las que están pasando los aparceros de su heredad—. Dijo su vecino a la vez que se secaba el sudor de la cara con un pañuelo.
—Algo sospechábamos...—.Dijo Manuel Lozano con aire distraído. Continuó.—Pero nunca pensamos que fuera para tanto lo de la sequía. Cuando se retrasaron en el pago del arrendamiento, creímos que lo hacían por dejadez, o por avaricia. Pero con lo que usted me cuenta, el problema es otro, y nadie es responsable de ello.
Volvieron al silencio. El mutismo era generalizado entre los pasajeros. En ese momento, el autobús había sido engullido por las dos hileras de casas de la calle por la que transcurría la carretera principal, que daba a la plaza donde tenía su fin de trayecto.
Había mucha luz porque el sol seguía disparando sus rayos con artillería pesada. Cuando bajaba del vehículo Manuel Lozano, se volvió hacia el conductor y le preguntó:
—¿Cuándo sale de vuelta el autobús?.
—Dentro de veinte minutos—. Le contestó el otro haciendo el gesto de levantarse de su asiento.
Nuestro viajero está ahora en medio de la plaza. Sus ojos están fijos en la fuente que marca su centro y que llama su atención porque de ninguno de sus tres caños mana agua. Mira a su alrededor, y como si se hubiera acordado de algo, encamina sus pasos hacia la taberna que parece ofrecerle una temperatura más agradable. Entra en el oscuro lugar, se acerca al mostrador, y pide una cerveza fría al tabernero. Mientras bebe, mira hacia la puerta, porque desde donde él está, y a través de ésta, puede verse la fuente seca, y, más allá, el autobús, que en ese preciso instante empieza a expulsar un humo denso y negro por su parte trasera. Han pasado ya los veinte minutos. Manuel apura el vaso, paga y sale del local.
En el viaje de regreso se echa de menos el rugido del motor, porque en la vuelta todo el camino es cuesta abajo. El autobús va ahora más ligero, más alegre, como si hubiera dejado un pesado fardo allá arriba.
Braulio Moreno Muñiz.

miércoles, 13 de enero de 2010

jueves, 7 de enero de 2010

-El viejo y el mar, por Luisa Moreno

El viejo y el mar
Era un día luminoso de verano. La espuma de las olas brillaban bajo el sol. Tres señoras maduras tocadas con idénticos gorritos conversaban sin tregua, apoltronadas sobre la arena en silloncitos plegables, el viento jugaba con sus coloridos pareos. Jacinto se decidió por fin, se quitó las gafas de leer, dejó el periódico a un lado, se incorporó y se encaminó con paso lento pero decidido hacia la orilla. Se bañaría y, esta vez, intentaría nadar al menos diez brazadas. La brisa marina le acariciaba sus escasos y blancos cabellos, a sus ochenta recién cumplidos, se sentía como un chaval. El veraneo le estaba sentando bien, los paseos, la dieta de pescado y verduras, y también la relativa proximidad de aquellas vecinas de sombrilla, alguna de ellas todavía de buen ver, cuyas conversaciones Jacinto escuchaba con disimulo mientras leía, y cuyos escotes Jacinto miraba sin disimulo tras sus gafas de sol. Alguna que otra mañana, cuando una de ellas le pedía el periódico prestado aprovechaba para entablar una breve conversación y practicar sus modales de galán años cuarenta. Al pasar por delante de ellas, metió barriga, estiró el torso, y con gesto cortés dijo:
–Buenos días, señoras.
Las tres pararon de hablar y le respondieron al unísono:
–Buenos días, señor.
Jacinto caminó erguido, sacando pecho, hacia la orilla, convencido de tener seis ojos clavados en su espalda, su mirada se dirigía al frente. Con paso decidido hacia el agua, le fue imposible ver y esquivar el teremendo socavón excavado en la arena por unos niños, dio un traspiés y se fue a dar de bruces contra la dura arena mojada. Se levantó rápido, haciendo como si nada, se limpió las doloridas rodillas embadurnadas de minúsculos y afilados fragmentos de conchas. El golpe lo trastocó y notó que su dentadura postiza se había movido, últimamente se le solía descolocar, tenía que ir al dentista a que se la fijara.
El agua estaba fresca y el sol picaba; el baño le resultaba estimulante. Inspiró hondo y se dispuso a hacer sus brazadas, estirando y sumergiendo alternativamente los brazos, pataleando con ganas y realizando con todo su cuerpo lentísimos y armónicos balanceos laterales sobre la superficie del mar. Aquella gran masa de agua sujetaba su peso, aligeraba sus movimientos y aliviaba sus dolores; y le permitía volver a ser joven. No le pesaban las piernas, ni notaba la artrosis, se sintió renacer. El océano lo llevaba en volandas, aquellos doloridos huesos que cada día le resultaban más pesados, aquellos que algún día, probablemente no lejano caerían sin dramatismo a una fosa polvorienta, metidos dentro de un féretro “al menos negro y elegante”, pensó. A la cuarta o quinta brazada sumergió la cabeza en el agua, notó que le faltaba la respiración, trató de dar una bocanada de aire, pero una ola traicionera le llenó la boca de sabor a sal y a algas, el agua le llegó hasta la campanilla y buscó salida por los orificios de su nariz. Los estertores de tos causados por el trago marina le impidieron notarlo al principio, preocupado sólo en respirar a toda costa. Mientras tanto, aquella preciada prótesis masticadora, su fiel compañera de sonrisas y duros turrones, había abandonado su cavidad bucal para emprender en solitario un naufragio en dirección a las profundas y oscuras aguas del traicionero Atlántico. “¡No, no puede ser! ¡La dentadura!”, pensó. El agua le llegaba por el pecho, fijó la vista en las verdosas y movidas aguas abriendo mucho los ojos, manoteó en vano intentando atrapar reflejos blancos en movimiento. Sus cansados ojos siguieron una sombra blanca que se hundía, creyó tantearla con el pié: “Ya está, la tengo. Menos mal.” Pensó aliviado. Intentó agarrarla con los dedos del pie, pero temió que al levantarlo, las aguas se la arrebataran para siempre. “La mantendré pisada, ya no se escapa”, pensó.
Miró a su alrededor. Unos niños gritaban y jugaban en una colchoneta, una madre chapoteaba con su bebé. Se quedó parado pensando qué hacer, cómo recuperar la dentadura. A quién pedir ayuda sin pasar demasiada vergüenza. Pasaron unos diez minutos, sintió frío y un dolor en el pecho y no se atrevió a sumergirse para coger la dentadura. Miró nuevamente a su alrededor. Nada. De pronto en la orilla aparecieron tres figuras que le resultaban familiares, una le hacía señas. Eran las señoras. La más joven se introdujo en el agua e iba hacia él. La bajita y la más anciana la seguían.
–¿Se encuentra bien, señor? –dijo la más joven.
Se avergonzó de su situación y no se atrevió a abrir su desdentada boca. Ella notó que el viejo estaba como paralizado y que no podía hablar.
–Esta usted tiritando. ¿Necesita ayuda? –prosiguió la joven.
–Verá, pues resulta, resulta que...–Balbuceó, intentando disimular, y añadió:– Resulta que, se me ha caído algo al mar. Bueno, en realidad, es mi dentadura. Se me cayó, pero la tengo sujeta bajo el pie derecho.
–¿Cómo? ¡Ay, vaya por Dios, caballero! A ver, no se preocupe, le ayudaremos –dijo mientras miraba hacia las amigas, que se aproximaban flotando con parsimonia hacia ellos–: ¡Enriqueta, Graciela, venid! –gritó haciendo un gesto con la mano–.
–¿Qué ocurre? ¿A qué vienen tantos aspavientos, Mercedes? –dijo Graciela, la mayor de las tres.
–La dentadura de este señor, que la ha perdido. Bueno, no la ha perdido, la tiene pisada con el pie. Habrá que bucear a cogerla –sentenció Mercedes.
Las dos señoras se miraron con cara de asombro y guasa. Reprimieron la risa por pena ante la visión del viejo caballero, tiritando y abochornado. Jacinto no se atrevía a abrir la boca. Siempre fue un tímido y en tal situación, con aquellas señoras y sin dentadura, se sentía como un niño perdido.
Mercedes se sumergió decidida, levantó el pie del anciano, la tanteó y la agarró. Salió del agua sonriendo.
–¡Ya está, la tengo!– dijo Mercedes triunfante, mostrando a los presentes una bonita concha marina.

domingo, 3 de enero de 2010

-Código Postal / Miguel Ruiz Poo / Tercer Relato

Estaban sentados en el largo banco de piedra que rodeaba la plaza. Una plaza en el sentido literal, un espacio urbano público, amplio y descubierto, descubierto. La roca del banco era fría en Enero, por eso los niños de cuando en cuando ponían sus manos entre la piedra y las nalgas o se balanceaban de un lado para otro. Hacían un corro sentados en torno a un roscón de reyes que minutos atrás la madre del Chino había traído. Consumían con fervor los trozos de bizcocho y nata.

-Chino ¿porqué te dicen Chino? Tú no eres Chino –preguntó Champi con la boca llena de nata.

-No sé, porque tengo los ojos como de Chino –en un gesto estiró sus ojos y toda su cara ayudado por las manos.

-Mira ahí viene la cabalgata –Champi y el Chino voltearon enseguida, el descampado que seguía a la plaza estaba vacío, Alejo reía.

-Jejejejejeje os lo habéis tragado que pánfilos, ¿cómo van a pasar por aquí los reyes?, por aquí nunca pasa nadie –dijo Alejo.

-¿Y por qué no pueden venir un año? –dijo el Chino.

-Jeejejejeje –Alejo casi se atraganta con la nata- ni perdidos.

-Bueno un día podrían venir –dijo Champi.

-Desde que yo tengo memoria, nunca he visto a ningún rey mago por mi casa. Tampoco sé de nadie del barrio que haya recibido ningún regalo nunca. Este mañana escondí la cafetera con el café que le sobró a mi madre en el desayuno para tomármelo en sorbos pequeños durante toda la noche. Así podré aguantar despierto hasta que lleguen. Mi madre dice que me porto mal, pero si sólo pinté con carbón el quiosco de Emiliano, la seño me dice siempre que me porto muy bien. Champi ¿en tu casa se han parado alguna vez? -Alejo era el mayor de los chicos, tenía ocho años.

-A mi siempre me dejan algo, una chuche o algo, mi padre dice que son tantos los niños que seguro se les olvidan los regalos grandes, el año pasado pedí un bici, pero bueno se les habrá olvidado –Champi pedaleaba en el banco.

-Yo ya sé que a mi casa no vienen, ellos no me conocen porque tenemos poco tiempo aquí, bueno eso dice mi padre, y yo creo que tiene razón, pueden ser muy mágicos pero si no saben que vivo aquí como le hacemos. Seguro Santa Claus no se sabe mi código postal de acá. Allá en Tulcán cuando era chico estaba Santa Claus y el niño Jesús y bueno entre los dos se repartían el trabajo, yo creo también que por eso me llegaban los regalos –Chino hablaba con lentitud, como balanceando cada palabra.

-Y como es eso del código postal. A lo mejor es que este barrio no tiene código postal y por eso no vienen –dijo Champi.

-Claro que tienen bobo, si no, no llegarían las cartas a tu casa. Las facturas como dice mi madre. ¿Porqué a todas las cartas les llamará facturas?-contestó Alejo.

-Yo no tengo buzón, será por eso –dijo el Chino.

- Emiliano, me dijo que los reyes no pasan por aquí porque tienen que guardar toda su magia para la noche y así poder atender a todos los niños del mundo –dijo Champi.

-Aaah por eso en la cabalgata de reyes sus carros no se levantan casi del suelo. Mi padre me llevó una vez al centro, estaba todo el suelo lleno de caramelos Champi, imagínate la plaza pero toda llena de caramelos, una tierra de caramelos -dijo el Chino.

-No me lo creo –dijo Champi.

-Yo tampoco -dijo Alejo mirando de reojo a Champi.

-Que si, que era un suelo de caramelos joooo –el Chino esparcía la nata por el suelo de la plaza- todo todo el suelo como de nata pero de caramelo y así calles y calles del centro.

-Nunca he ido al centro –dijo Champi.

El roscón tenía forma de medialuna, los niños habían acabado con casi toda la circunferencia. Los niños comían ya lentamente, atrás había quedado la euforia de los primeros trozos. Estudiaban cada pedazo antes de cogerlo, cada pequeña protuberancia, cada imperfección de ese medio cilindro, podría revelar cuál de los trozos contenía el premio escondido.

Justo con el último cacho en la boca, Alejo gritó -¡lo tengo, lo tengo!!-. Tenía entre sus dedos un muñequito con la figura de Baltasar. –Tengo al negro, tengo al negro- gritaba Alejo.

-Bueno vamos a jugar canicas antes que se vaya la luz, que le quiero quitar al Chino la canica esa rara –dijo Champi.

-No sueñe mijo –contestó el Chino.

Puso el muñeco en alto, tan alto que la pequeña figura casi besaba al atardecer, y bajito muy bajito Alejo susurro “mira negro que este sea el último año que nos dejan sin regalos por favor”, acto seguido Alejo corrió al descampado donde los niños jugaron canicas hasta bien entrada la noche.

Llegó a su casa, la escalera era toda oscuridad, calculaba que eran las diez, quizás las once, hacía mucho ruido al andar, tenía los bolsillos del abrigo repletos de canicas. Sonrió, había tenido suerte en la partida, se llevó casi todas las canicas del Chino, de Champi y de todo el que pasó por allí.

Empujó la cancela y corrió escaleras arriba, no quería encontrarse con nadie. Llegó jadeante al tercer piso y tocó la puerta. Después de varios segundos tocó de nuevo y así unas cuantas hasta hacerse daño en la mano.

-Hola Ma –dijo Alejo al abrirse lentamente la puerta.

-¿Qué hora es? –dijo la madre.

-No sé las diez –dijo Alejo.

-Es tardísimo debí quedarme dormida….. la próxima vez bajo a buscarte a la plaza…. no encuentro la cafetera…. no hay café… es muy tarde Alejo…. es tarde estoy cansada.

-Ma ¿hay algo de comer? –preguntó el niño.

-Hay tortilla, un poco tortilla en el horno y hay pan, cógela nene, me voy a recostar en el sofá que no me estoy bien.

Alejo caminó a la cocina y tropezó con una botella de Cutty Sark, cuando regresó al salón su madre roncaba en posición fetal. Casi se le escapa el bocadillo de tortilla que ahora tenía entre sus dientes al tropezar de nuevo con otra botella que tenía pintado un mono.

Mientras su madre roncaba sacó la cafetera grande de debajo de su cama y la sirvió en una jarra, se sentó junto a ella escuchando sus ronquidos. Ella llevaba puesta una camiseta rosada algo sucia y bragas, estaba completamente rendida en el frío salón. Alejo dejó el café sobre la mesa y buscó dos mantas en la habitación. La primera la colocó cuidadosamente sobre su madre, envolviéndola completamente de un naranja quemado. La segunda se la echó encima y junto con el café se sentó al lado de la ventana.

La plaza estaba desierta, serían las doce quizás la una y miraba fijamente el descampado, las calles, los otros bloques de más allá, el quiosco de Emilio pintado de tiza negra encima de los graffitis que hacían los mayores, las puertas sin puertas, las ventanas sin ventanas y su cara que se reflejaba en el cristal.

Continuó esperando, daba pequeños sorbos al café frío y esperaba envuelto en su manta verde y cada vez que se movía para buscar la jarra de café allí estaban las canicas y esbozaba una sonrisa y esperaba.

A las dos de la mañana, quizás las tres, le pareció ver una figura a lo lejos entrando por el descampado y enfilando la plaza. Se puso en pie “vamos negro, vamos” susurraba.

La figura seguía avanzando, hasta donde le alcanzaba a ver entre la niebla, por el descampado venía un carruaje arrastrado por un hombre “mamá es el negro mamá” y la madre seguía enroscada en su naranjada quemado y Alejo alcanzó a ver un cohete “mamá el negro me trae un cohete, no…una nave mamá” pero ella seguía roncando.

Sus ojos se reflejaban en la ventana, se confundían resplandecientes con el reflejo de la luna cuando el hombre y su carruaje enfilaron la plaza. El hombre salió de la niebla y Alejo vio un carrito de supermercado, una lavadora y varios hierros y amasijos que sobresalían.

-No era el negro mamá –y la madre dormía.

Alejo se quedó inmóvil en la ventana, con la jarra de café vacía a un lado, la cabeza apoyada en el cristal frío. El reflejo de sus ojos fue apagándose en el cristal de la ventana y sólo quedó el de la luna. Su cuerpo empezó a ladearse lentamente, su cuello contorsionado en el cristal, las canicas se deslizaron de sus bolsillos y cayeron al suelo. Un estruendo de metralla que se escuchó hasta en el lejano oriente.