lunes, 1 de febrero de 2010

Relato 5 - El último día que Antonia estuvo andando por las calles - Luisa Moreno

Todas las noches le pedía a Dios que no le regalara uno de esos hombres que no son capaces ni siquiera de meter los cacharros en el lavaplatos. Y todas las mañanas le pedía a Dios que le regalara un hombre, el que fuera. En realidad no creía ni en Dios, ni en los hombres, pero todavía era capaz de ilusionarse.
Aquel día iba a volver a reunirse con Ramón, el profesor sustituto de lingüística. Habían quedado temprano, en la sala de profesores del instituto. Se miró largo rato en el espejo del baño, aún sin vestirse empezó a extenderse sombra marrón por los párpados, primero ligeramente y después con dedicación; sacó el lapicito perfilador de ojos, tenía la punta demasiado redonda, la afiló con el sacapuntas pequeño que le habían regalado en una perfumería por la compra de un tratamiento completo de cremas antiedad y limpieza de cutis. Trazó muy lentamente una finísma línea, negra como el carbón, a ras de sus debilitadas pestañas. Extendió la línea negra hacia fuera, más allá del ras de las pestañas, ligeramente hacia arriba, y, en este punto recordó a su madre, de joven, con largos rabillos en los ojos, el pelo cardado, un bebé grandote sobre las rodillas y una niña muy pequeña con trenzas en patinete junto a ellos, tal y como aparecían en la foto que durante décadas permaneció sobre el aparador del salón de su madre, ya muerta. Aquella foto había sido hecha por un hombre al que ella apenas conoció, su padre.
Puso la cafetera a calentar. Era el 8 de marzo, día de la Mujer Trabajadora, qué ironía, justo el día en que ella iba a dejar de trabajar, al menos durante una temporada. Eso de “mujer trabajadora” siempre le pareció una redundancia. Iría primero al instituto a explicarle cosas a Ramón acerca de la sustitución que él haría mientras ella permanecía en la clínica: los temarios de lingüística, las calificaciones y los exámenes que quedaban por hacer. Desde la primera vez que lo vió, Ramón le pareció un hombre guapo y agradable, se interesó por ella y su enfermedad, incluso le dijo que iría a visitarla al hospital tras la operación. Tal vez estaba solo. Se le escapó una sonrisa al pensar: “A quién se le ocurre pensar en ligar cuando está a punto de operarse de cáncer”. Le parecieron opciones poco compatibles, pero curiosas. “Al menos moriré enamorada”, se dijo con tragicómica emocionalidad. Se terminó el café, cogió el bolso y el abrigo y se fue al instituto.
El encuentro con Ramón fue agradable y correcto. Ella apareció perfectamente maquillada, con tacones, y él con una chaqueta de punto con cremallera. Era alto y atento. Estuvieron sentados en la mesa de la sala de profesores un buen rato y ella
le explicó todo lo concerniente a las clases de lingüística. Fueron clase por clase a que ella se despidiera de los alumnos y a presentarlo a él. Mientras ella hablaba a los alumnos, él la miraba en silencio y a veces dirigía la vista al suelo, sobre todo cuando hablaba de él; parpadeó mucho cuando ella comentó su enfermedad. Al despedirse de ella Ramón le deseó suerte y le dio un apretón de manos fortísimo.
Aquella tarde había quedado con una amiga muy feminista para ir a la manifestación del 8 de marzo. Llegó puntual al lugar de concentración, la plaza de la Universidad. Había relativamente poca gente, sobre todo mujeres, muchas de ellas jóvenes con rastas, otras mayores, rechonchas y con aspecto masculino o de una modernidad trasnochada. Algún hombre grandote y barbudo paseaba por allí con foulard lila y bebé en mochila portabebés. También había otros hombres de mediana edad, vistiendo cazadoras y repartiendo pegatinas y globos. Sintió que ella, con sus rabillos y sus tacones, no encajaba mucho allí, era una mujer normal y corriente, de apariencia conservadora; no era lesbiana, tampoco rasta, ni siquiera un poco hippy, pero se sentía feminista tanto como ecologista o antiracista, lo sentía en su alma y en su dignidad, en su mirada sobre el mundo, como algo intrínseco a un talante y a una forma de ver la vida. Le extrañó la cantidad de panfletos de corte sindical, comunista, anarquista y le pareció triste que abanderaran una ideología que para ella debía ser pura, no politizada, universal. Nunca había ido a una manifestación, esta vez fue más que nada por su amiga. Además, participar en una causa justa le ayudaba a no mirarse tanto el ombligo y evadirse de sus asuntos médicos. Al día siguiente se ingresaba para las pruebas médicas y la operación. Mientras esperaba a su amiga charló con un par de mujeres normales y corrientes como ella, que repartían pegatinas e información por los derechos femeninos. Estaba leyendo uno de los panfletos cuando le sonó el móvil:
–¿Antonia?
–Dime, Isabel. Estoy esperándote en la plaza ¿dónde andas?
–Antonia, mira, no voy a poder ir a la manifestación. Tengo a mi hija con fiebre.
–Pero, bueno, ¿no está Juan en tu casa?
–Es que Juan está trabajando.
–Bueno, pues que deje el trabajo y vaya a cuidar a su hija. Isabel, llámalo y dile que la niña está mala.
–No puede ser, Antonia, Juan está de viaje. Qué mala pata; pero, lo primero es lo primero. Ya hablamos– Y colgó.
La manifestación arrancó a andar lentamente por el centro de la calle Pelayo, se sintió algo ridícula, caminando con sus taconcitos, su bolso y su abrigo por mitad de una avenida que solía tener sus cuatro carriles atestados de coches pitando. Mientras avanzaban, una señora se le acercó y empezó a hablarle del feminismo troskista y le dio alguna información sobre el tema. Una chica joven que repartía pegatinas y folletos le entregó unas fotocopias con contenido anarcofeminista. Se guardó todo en el bolso y siguió caminando tras el grupo. Al fondo, veía luces de policías y motoristas que relampagueaban en amarillo y naranja, pasaron por debajo del semáforo, que estaba intermitente. Le apenó que no hubiese en la manifestación gente corriente, familias enteras, parejas, abuelos, y que la comitiva estuviera compuesta por un grupo relativamente reducido. La comitiva pasó de largo ante unos guardias, muy equipados con cazadoras y botas altas, con grandes motos blancas, que pitaban con silbatos y agitaban unos pirulís relampagueantes en naranja para frenar el tráfico. Alguna gente se detenía en la acera para ver pasar la manifestación, ella miró hacia la acera, todavía no habían cerrado algunas tiendas, la gente entraba y salía de ellas con bolsas. Recordó la ropa que tenía que preparar para los días o semanas de clínica y postoperatorio; miró el reloj, se fue separando de la manifestación, se metió en unos grandes almacenes y se compró dos camisones y cinco bragas.

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