martes, 22 de diciembre de 2009

-INFORME 10/2009 por Daniel López Mendoza (Relato 3)

INFORME 10/2009

“Cómo va ese informe Jaime” eran las palabras de Arturo Cuesta todos los finales de mes. Golpeaba un par de veces el hombro de Jaime y esperaba que este se girase y le sonriera para entrar en su despacho. Una vez cerrada la puerta Jaime borraba la sonrisa de su rostro y centraba la mirada en la mesa. Solía reordenar los folios del informe mensual cuadrándolos dando golpecitos con el canto del documento. Contaba los puntos del informe que tenía contestados con los dedos de la mano.
—Cinco —dijo entre dientes. Apuntando con el tapón del bolígrafo hizo recuento de los puntos sin contestar del informe 10/2009— Cuarenta y cuatro, cuarenta y cinco.
Tras recuentos de este tipo, lo normal es que Jaime mirara el reloj, sacara un paquete de tabaco del bolsillo y tirara el plástico a la papelera, para enfilar a continuación el pasillo que conduce a la salida con el cigarro sin encender en la boca y agarrar el pomo de la puerta mientras sonríe a Encarnita.
—Se me ha olvidado decírtelo Jaime, ayer vi a tu hermano.
—Ah ¿sí? —Soltó el pomo.
—Sí, iba con la niña al oculista. Qué lastima tan pequeña y con gafas.
—¿Le han puesto gafas?
—Sí, pero está muy linda.
—Ya —Jaime se rascó la cabeza con la mano derecha— A ver si lo llamo.


Aquella mañana eran las 11:30 y Jaime había terminado el tercer recuento del día: 15 apartados hechos y 35 sin contestar. Sonó el móvil, pero el número no estaba registrado.
—¿Sí? —Jaime tomó el móvil con la mano izquierda y pasó el primer folio del informe con la mano derecha— Ah hombre ¿Cómo estás?... Yo bien, con mucho curro, por cierto no tengo este móvil ¿es nuevo? —Hizo unas anotaciones en el informe— Vale, vale. Cuéntame —Levantó el bolígrafo del papel— No, no me enterado, hace una semana que no hablo con Jorge ¿qué ha pasado? —Soltó el bolígrafo sobre la mesa, mordiéndose el labio inferior. Se cambió el móvil a la mano derecha, tapándose la boca con la mano izquierda. Miró hacia la ventana. En el exterior los vencejos realizaban acrobacias en el aire, cada uno por su cuenta, sin colisionar entre ellos— ¿Qué dices? ¡Dios! Pero, ¿pero cuándo fue?… Joder —Su mano izquierda le tapó los ojos, después pasó a la frente y terminó echándole el pelo hacia tras— Ya, a las cinco entonces. Allí en Retama de la Sierra supongo… ¿Tú vas? —Cogió el bolígrafo y dió golpecitos continuos sobre la mesa— Es verdad, para ti es una paliza y no llegarías —Agitó el brazo izquierdo para que el reloj apareciera bajo la manga. Acercó el brazo y miró la hora— Yo sí, yo sí iré… Bueno Guille gracias, ya hablamos. Adios.
Jaime dejó el móvil en la mesa y volvió a mirar el reloj. Retrepándose en la silla con las manos en la nuca, cerró los ojos y resopló con fuerza.
—¿Pasa algo Jaime? —comentó un compañero que se dirigía a la salida.
—No nada.
La mesa de Jaime era un jaleo de papeles, ya se lo habían dicho en más de una ocasión “Vaya jungla chico”. Seleccionó diversos documentos, los fotocopió varias veces pulsando distintos botones de la impresora pero desechó todos los resultados en la papelera. Golpeó y pateó la máquina y se marchó con los papeles a la mesa de Encarnita.
—Encarnita por favor fotocópiame esto a doble cara.
—Sí claro.
—Gracias
Ella observó como Jaime tocó en la puerta del despacho de Arturo Cuesta y entró. Encarnita echó un vistazo por encima a los folios, dejándolos en la impresora. Un ruido sordo llegó desde fuera. En la calle un grupo pequeño de manifestantes se agolpaba en la acera frente a la fachada de la Consejería de Empleo. Las peticiones a través del megáfono y los pitidos de protesta llegaban mitigados a la oficina.
Encarnita se dio la vuelta al abrirse la puerta del despacho de Arturo Cuesta.
—Bueno Jaime, lo dicho. —Arturo Cuesta posó su mano en el hombro de Jaime— Siento mucho lo de tu amigo.
—Gracias.
—Y por el informe no te preocupes, ya verás como te da tiempo a terminarlo para que esté a primera hora en mi mesa.
—Ya.
—Bueno, vete pronto que Retama está bastante lejos. —Quitó la mano del hombro de Jaime y agarró el pomo de la puerta— Por cierto, allí hacen unos dulces buenísimos que no me acuerdo como se llaman… ¡Manolitos! Eso, si te acuerdas tráete. Hasta mañana.
—Hasta mañana.
La puerta quedó cerrada y Jaime siguió mirando hacia el despacho. Encarnita recogió todo los papeles de la impresora.
—Toma, aquí tienes las fotocopias.
—Gracias Encarnita.


La carretera estaba desierta. A la derecha un manto de castaños cubría un cerro que descendía hasta el borde de un riachuelo. Al otro lado del cauce la mezcla de la encina y el moral coloreaban unas tierras grises. En la izquierda de la carretera una cortina de agua descendía por tajos casi verticales con musgo en las paredes. El agua quedaba recogida en una acequia y circulaba paralela a la carretera, vertiendo su contenido en un barranco. El barranco cruzaba la carretera bajo un puente de piedra estrecho por el que sólo podía pasar un vehículo. Jaime detuvo el coche para cederle el paso a un ciclomotor negro que circulaba por el puente a poca velocidad. Miró el reloj del coche, las 17:15. Un anciano de pelo canoso saludó a Jaime. El anciano llevaba un perro detrás en una caja de plástico atada a la moto con una cuerda. El perro también lo saludó con un ladrido. Jaime atravesó el puente y pasó junto a un cartel "Bienvenido a Retama de la Sierra".
Un perro estaba tendido en el asfalto a la entrada de Retama. Lo despertó el pito del coche y se apartó para que Jaime aparcara. Cogió del asiento del copiloto el informe 10/2009 realizando un último balance antes del entierro. Había alcanzado el equilibro, 25 puntos contestados y 25 sin contestar. Bajó del coche y el perro restregó la cabeza contra su pantalón. Jaime le acarició.
Llevaba muchos años sin pisar Retama. Comenzó a subir la cuesta que desembocaba en la plaza de la Iglesia, deteniéndose continuamente en cada rincón. El olor de una panadería le llegó, la puerta estaba cerrada y pegó la nariz al cristal aspirando todo el olor posible. La sonrisa que se formó en su rostro le acompañó en el ascenso, también tenía la compañía del perro negro, escoltándole a medio metro. En una fuente, a mitad de la cuesta, colocó las manos en forma de cuenco para beber agua. Repitió la operación para lavarse la cara cuando sonaron las campanas de la iglesia y aceleró la marcha hacia la plaza.
El ataúd entró en la pequeña iglesia seguido de un río de gente. La iglesia quedó colapsada y parte de los familiares y amigos de Jorge vieron la misa desde la entrada. Jaime se quedó al margen acomodando la espalda en la baranda que delimitaba la plaza. El perro se tumbó junto a él, apoyaba la cabeza en los zapatos negros. Jaime respiraba profundo y analizaba el vaho que desprendía su boca. Cada vez dilataba las respiraciones más tiempo, el vapor soltado era más denso y él intentaba cogerlo con ambas manos, pero lo deshacía. El móvil de Jaime sonó y despertó al perro. Era Arturo Cuesta. El perro empezó a ladrar dificultando la conversación de Jaime. Cansado de ladrar pasó a estirarse y después se rascó la oreja con la pata, pero no podía mantener el equilibrio y continuó rascándose tumbado. Jaime terminó la conversación y encendió un cigarrillo al instante. Vio en su reloj las 17:45 y resopló. El silencio que reinaba en la plaza era quebrantado en ocasiones por el murmullo de la gente rezando. Jaime dio la última calada tirando la colilla al suelo. El perro la atrapó para escupirla a continuación. Encendió otro cigarro.
La ceremonia concluyó con el último cigarro del paquete. Jaime lo apuró dejando que saliera todo el mundo y así poder situarse al final a varios metros de la marcha hacia el cementerio. El perro le siguió durante el trayecto y se quedó a las puertas del cementerio.
Era un cementerio estrecho y alargado. A la izquierda un muro blanqueado con yeso recorría el cementerio hasta el final, separándolo de un bosque de encinas poco frondoso. Enfrentados al muro se alineaban los nichos, sellados unos con placas de mármol, vacíos otros. Jorge descansaba ya en un nicho situado al fondo. El olor a cemento fresco rodeaba a sus padres mientras recibían las condolocencias por la muerte de su único hijo. El cementerio estaba atestado de gente y Jaime se hacía paso con dificultad entre personas de distintas edades que lloraban al unísono. Algunos reconocían a Jaime y le paraban “Te has hecho un hombretón”, le abrazaban “¿Sigues trabajando en el mismo sitio? Mi niño ha empezado la Universidad allí este curso. Dame tu teléfono por si necesita ayuda” y le besaban “¿Te has casado ya?”. Carmina, la madre de Jorge, recibió a Jaime con el rostro colorado y bañado en lágrimas.
—Jaime, hijo mío —Cogió la cabeza de Jaime para bajarla y besarle la frente. Ella hundió la cara en el pecho de Jaime. Él la rodeó con los brazos. Carmina se separó para mirarle a los ojos— Estamos muertos, todos muertos.
—Lo siento.
Era el turno de Jacinto, el padre de Jorge. Estaba pálido como el muro blanqueado con yeso. De unos ojos entrecerrados caían, espaciadas en el tiempo, unas lágrimas que se secaban con rapidez. Abrió la boca para decir algo, sólo salió un gemido entrecortado. Cerró la boca y abrazó a Jaime clavándole los dedos en la espalda. Carmina tuvo que agarrar el brazo de su marido para separarlo de Jaime. El matrimonio se quedó mirando a Jaime, cogidos de la mano. La cara de Jaime se encendió. Sacó un pañuelo, lo pasó por sus ojos secos y después se sonó una nariz ya limpia. Agachó la cabeza y abandonó el cementerio sin levantarla. La gente seguía llorando al unísono.
A la salida del cementerio el perro esperaba a Jaime tendido en el suelo. Le acompañó hasta la entrada del pueblo donde había dejado el coche. Antes de marcharse Jaime entró en un bar para comprar un paquete de tabaco. Vio en la barra varias cajas de Manolitos amontonadas una sobre la otra y se llevó una. Arrancó el motor del coche abandonando Retama. El perro negro volvió a tumbarse en el asfalto del aparcamiento, otra vez libre.


El leve zumbido del motor del frigorífico llenó el salón del apartamento sumido en la oscuridad. La luz del flexo iluminaba la mitad de la mesa. En la otra mitad en penumbra descansaba una cafetera con café frío. Eran las 2:00 de la madrugada, Jaime se echó el tercer café de la noche. Apagó un cigarro consumido en el cenicero atestado de colillas y pasó las páginas del informe 10/2009. Cuarenta puntos rellenos y diez sin contestar. Se tapó los ojos con ambas manos, inspiró, se echó el pelo hacia tras peinándose varias veces, resopló y agarró con la mano izquierda el pelo que tapaba su nuca, dando un par de manotazos en la mesa con la mano derecha. En la parte de la mesa donde no llegaba la influencia del flexo también reposaba la caja de Manolitos y Jaime la trajo a la claridad. Rompió el plástico que envolvía la caja en varios trozos, hizo una bola de plástico y la tiró lejos. Abriendo la boca de par en par se metió un manolito entero, con parte del envoltorio de papel, sin masticar, empujándolo dentro con la mano. Gracias a la ayuda del café frío bajó el dulce al estómago. Miró un costado de la caja donde indicaba "C/Canteras. Retama de la Sierra". Tomó de la caja otro Manolito quitándole el envoltorio de papel. En el otro costado de la caja se expandía un dibujo del pueblo de Retama. Jaime mordió la parte de arriba del dulce. En colores muy vivos aparecía un cielo azul que envolvía la loma sobre la que asentaba el pueblo. En el segundo mordisco quedó al descubierto la crema del interior, era una crema muy líquida y parte cayó en la mesa. El azul del cielo se confundía con el agua del barranco que pasaba bajo el puente de piedra a la entrada del pueblo. Con el siguiente bocado se tomó toda la crema. El pueblo estaba representado mediante unas casas blancas repartidas arbitrariamente en la loma. En medio del pueblo se alzaba, con una escala desproporcionada, la torre de la iglesia con las campanas en movimiento. Liquidó el resto del Manolito. Dejó la mesa de trabajo y pasó al sofá. Con los pies sobre la mesita de las revistas y la espalda hundida entre los cojines, Jaime colocó la caja encima de sus muslos. Seleccionó un Manolito con muchos trozos de castaña en la superficie. Cogía con dos dedos cada trozo de castaña, lo separaba del dulce y lo masticaba lentamente. La superficie quedó desierta de castañas, la quitó con cuidado como si fuera la tapa de un yogur y se la comió. Las lágrimas brotaron de sus ojos. Vio el pozo de crema que se acumulaba en el interior del Manolito. Acercó los labios y empezó a succionar la crema Las lágrimas caían con fluidez y entraban en su boca.


Daniel López Mendoza
(Diciembre 2009)

sábado, 19 de diciembre de 2009

- CUSTODIA -por Carmen Romero

– Antoñito, mamá y yo iremos a pasar la Navidad a Roma.

– Sí hijo, como te dice papá, nos vamos de viaje. Mientras tanto pasarás unos días con el tío Javier.

– ¿Los Reyes Magos vendrás allí? ¿Me dejarán los regalos en casa del tito Javi?

– No. Papá y yo estaremos de vuelta el día tres de enero. Los Reyes Magos dejarán tus regalos en casa, como cada año.




En el salón están las maletas de los padres de Antonio.


– Despídete de tu abuela, Antoñito.

– Adiós abuelita, vendré para Reyes.

– Sí cariño, veremos la cabalgata juntos. Este año la tía Vicenta está en casa y desde su balcón se ven las carrozas estupendamente. Hasta pronto precioso.

Antonio mueve la mano derecha acercándola al cristal de la ventanilla trasera del coche diciendo adiós a su abuela que hace lo mismo que su nieto con la mano izquierda desde el umbral de la puerta de la casa.





Javier abre la puerta porque ha recibido la llamada de su hermano diciendo que le mandaba al niño. Lo normal hubiera sido que Dionisio abriera la puerta.

– ¡Hola titoooo!

– Buenas muchacho. ¡Creces por meses! Pasa y deja tus cosas. Dionisio te llevará hasta el cuarto de invitados.






Mientras transcurre la cena de Nochebuena en casa de Javier con su sobrino y su pareja, Víctor, suena el teléfono fijo; Dionisio lo atiende.
El mayordomo, con prudencia, espera a que termine la cena y cuando Javier se aproxima al cuarto de baño Dionisio lo interrumpe justo cuando Javier va a girar el pomo de la puerta del baño:

– Señor, disculpe, la llamada…

– Dígame, ¿quién llamó?

– Llamaban de la embajada española en Italia.

– Sí, mi hermano. ¿Qué quería Toni?

– No hablé con el señor Antonio, sino con un funcionario de la embajada.






Después que Antoñito se quedó dormido, en la amplía habitación de Javier la pareja habla…

– Es horrible, Víctor. Espantoso.

– ¿El qué?

– Dionisio… la llamada… me ha dicho…

– Tranquilízate cari que te sube la tensión, ¿qué pasa?

– Mi hermano y mi cuñada.

– ¿Han llamado? ¿Qué tal les va por Roma?

– No, no han llamado. Nunca más volverán a llamar. De hecho, nunca más volverán…






– Entonces Antoñito se queda conmigo. Usted sabe que mi casa es grande y tengo servicio. Al niño no le faltará de nada y usted podrá verlo cuando quiera.

– Hombre, la verdad, es que yo ya estoy mayor para atenderlo en todas sus necesidades. Demasiado ajetreo. Pero quiero a mi nieto y quizás ahora no es consciente pero es una pérdida muy grande. ¡Ay!, quedarse huérfano tan chiquitín.

– No se preocupe señora Julia, aquí va a estar bien atendido y siempre tendrá a su abuela materna y a su tío para que no le falte de nada.






Es día seis de enero. Antonio abre los regalos en el salón de la casa de su tío Javier. Su abuela materna y Víctor acompañan también al niño. Julia siempre creyó que Víctor era un vecino del bloque de Javier pero cambió de parecer cuando observó que ambos unían sus labios en un beso de despedida cuando Víctor se marchaba a trabajar. Julia fue discreta y siguió jugando con su nieto.




– Ese es el veredicto, podemos apelar, pero no hay muchas esperanzas de que vayamos a conseguir mucho más –dijo el abogado de Javier a la pareja de chicos.



– Pero yo quiero quedarme con mi tito. Su casa está muy bien y tengo mi propio cuarto de juegos y una profesora particular.

– Antoñito, cielo, tu tío no te va a dar la mejor educación y hasta tus dieciocho años yo soy tu responsable.

– Pues cuando sea mayor pienso irme con él.


– Bueno, chiquitín mío, algún día lo entenderás. Mañana empiezas las clases en tu colegio nuevo, allí comerás y dormirás también. Yo iré a verte cada domingo; la abuelita está algo mayor, lo entiendes, ¿verdad?








En la habitación de Javier se respira la tristeza. Víctor intenta consolar a su novio.


– Ni si quiera sé si volveré a verlo.

– Cuando pueda decir por sí mismo seguro que prefiere estar aquí.

– Para entonces igual es demasiado tarde, aún no sabemos si soportaré la quimioterapia.

– No seas pesimista mi amor. Tú eres fuerte. Aguantarás eso y mucho más. Ya verás como sí.

– Es mucho tiempo, mucho tiempo… quién sabe…






Carmen Romero - Relato 3

viernes, 18 de diciembre de 2009

MI PADRE ESCOCÉS. J.V. Dorado

"MI PADRE ESCOCÉS". RELATO/PRÁCTICA3
JOSÉ VICENTE DORADO COLMENAR



Seguramente, mi padre escocés no fue un tipo con suerte. Cuando una pasión se desvanece, te vacías como un colchón de aire al que están pisando para acelerar la operación y entonces emigran las sonrisas. Estás abonando el camino a una procesión de botellas de bourbon alineadas en parejas de dos. No me consta que amara a mi madre pero él moría por el fútbol, le abrasaba esa pasión. No le bastó con ser un hincha como los demás niños de su edad, quedarse en la colección de cromos y en las discusiones de patio de colegio. Tenía una pasión y quería vivirla, apurarla, llenarse de ella. Él quería ser jugador, hacer del fútbol su vida. Creo. Recuerdo que guardaba en el baño, bajo el armarito de las toallas, una caja con unos guantes, unas medias, calzones y una camiseta, todo de color negro, y las últimas botas que usó, muy gastadas, agrietadas, como la tierra con sed, descoloridas, como la ropa olvidada al sol. En la salita, al lado de la pequeña estufa de leña, la vitrina que compró para poder colocar aquellos trofeos que pensaba ganar había terminado siendo peana de una pareja de muñecos besucones de porcelana y caritas de familiares muertos encerrados en óvalos dorados. En la pared de su dormitorio enfrentada a la ventana, a su lado de la cama, había pinchado una colección de pequeñas fotos vestidas de sepia, sin marco, en las que se le veía estirándose en una parada, haciendo un saque, posando en esas ridículas fotos de grupo que se hacen los equipos antes de jugar, alineación de esfinges sonrientes ignorante de su destino de 90 minutos. En una se le veía recogiendo una copa que elevaba al cielo con una expresión de triunfo desencajada. Entonces no entendí esa alegría. Me contó que la copa estaba vacía, que no había nada que beber dentro, que tuvo que devolvérsela al capitán del equipo para que se la llevara a casa. En mi memoria de librería de salón sólo le veo alegre en esos momentos en los que repetía, una vez más, cómo había conseguido bloquear aquel balón envenenado que le lanzó el delantero contrario buscando la escuadra izquierda durante la final del campeonato regional, y que valió para ganar el partido y la copa. Esa misma que se llevó el capitán a su casa. A él no le importó. Su existencia se había congelado en aquel preciso instante, como si le sobrara la palabra mañana. Con cada trago elevaba la voz un poco más y subía la intensidad de la narración de ese momento en el que habitó un sueño, aunque fuese tan pequeño como jugar en Los enterradores, aquel humilde Port Glasgow Athletic Football Club que vestía completamente de negro, como su futuro, y tener que despertar bruscamente, sin querer encajar el gol más duro: aprender a vivir sin el equipo, tener que hacerlo sin ilusión, sacar adelante a los tuyos obligado a aceptar lo que otros rechazan. Renunciar y reconvertirse... sí, tuvo que ser duro, como si perdieras la memoria.
–¿Lo ha anotado todo? –pregunta sin dejar de mirar por el gran ventanal de su despacho.
–Todo –responde su secretaria colocando un punto después de la palabra despacho–. Sólo una cosa –levanta la mirada del portátil de tapas blancas–, ¿ha dicho enterradores?
–Si Nancy, mi padre jugó en Los Enterradores, un humilde equipo de Port Glasgow, en el estuario del río Clyde. Los enterradores, un apodo, quizás un vaticinio. Se disolvieron por problemas económicos en 1912. Entonces comenzaron los nuestros.
Los dos permanecen en su cápsula, ajenos al ruido que hacen los recuerdos cuando se activan, un ruido que sólo pueden soportar los que están dispuestos a sentarse al lado de la vía y ver pasar dos veces el mismo tren. Ella hace su trabajo, como todos los días, cobra su salario. Él dicta, teje una red de emociones y creencias que ayudan a seguir, vomita un pasado que nunca ha compartido.
–Señora, debe firmar aquí su consentimiento.
–No sé escribir señor.
–Pero es necesario su consentimiento, lo especifica claramente el procedimiento.
–¿Puede usted hacerlo por mí señor?
–¿Bromea? eso es ilegal. Necesitamos su aprobación para poder incluir al niño en el programa.
–Pero es mi niño y nunca nos hemos separado. ¿No puede contarme más sobre el lugar al que irá?
–No señora, pero quédese tranquila. Una buena familia británica, con hogar agradable y acogedor, se harán cargo de él. No le faltarán atenciones. Debe usted pensar en él, en ofrecerle lo mejor.
–¿Podré visitarle alguna vez?¿estará cerca de Kilmacolm?
–Ni se imagina lo cerca que estará. Lo mismo es en Greenock que en Glasgow...o en Edimburgo. Todo está planificado pero... yo no puedo darle mas información. Señora Scott, usted es una mujer sola que vive de la caridad de los feligreses de su parroquia. El padre Mackay lo ha dispuesto todo para que Iain esté bien. Confíe en el Gobierno, nosotros somos su garantía. Está usted haciendo lo correcto.
–Pero es mi Iain, mi querido Iain...
–Además, usted siempre podrá solicitar el retorno. Vamos, vamos, menos drama… ponga un equis aquí y estará haciendo la mejor acción de su vida.
–La mejor acción será conseguir abrazarle, el día que vuelva para quedarse.
—Sigamos Nancy. —Bebe un sorbo corto de güisqui, se quita la chaqueta y la abandona sobre el respaldo del sillón, se remanga las mangas de la camisa y afloja un poco más el nudo de la corbata. Sonríe a su secretaria antes de girarse hacia la gran ventana desde la que disfruta de unas vistas sobre la bahía, con su famoso puente y el curioso edificio de la ópera— El viaje en autobús duró poco... en 12 años de vida yo sólo conocía las sucias calles de las afueras de Kilmacolm, donde vivíamos, y el edificio de estilo victoriano del ayuntamiento al que me llevó mi madre de la mano aquella mañana en que la vi por última vez. Mi padre nunca me llevó al fútbol con él. Yo era muy pequeño y Port Glasgow, una ciudad portuaria, lugar poco recomendable para un crío. Luego, también él dejó de viajar. —La secretaria cambia el cruce de sus piernas y pasa la página del cuaderno– El barco me pareció enorme. El pantalán estaba lleno de niños y niñas con caras apagadas. No pude ver ningún padre por allí, ninguna mamá. Había gente de uniforme azul y gente con bata blanca. Nos pasaron a una sala donde había que quitarse la ropa y colocarse en una esquina donde unos hombres nos rociaban de agua fría con sus mangueras y otros nos restregaban con jabón y un líquido que olía muy mal. Luego, en otra sala, puestos en una fila, de pie, nos cortaron el pelo. Lo que mas me gustó fue el traje que nos regalaron a todos, ¡era muy chulo!, nunca había tenido un traje. Nos dieron un sándwich y una manzana y nos hicieron pasar por un puentecito de madera que llevaba al barco. Muchos niños lloraban. Por lo visto sus padres acababan de morir
–sus palabras detienen el dictado. Da otro trago, cortito. Los 3 hielos hacen ruido al moverse. Se sienta. Coloca los dos pulgares bajo la barbilla y las manos cerradas como en una plegaria frente a la nariz. Sube los dedos, se restrega los ojos–. ¿Sabe Nancy?... he pensado mucho en tres momentos de mi vida. El día que mamá me contó que papá ya no estaba, después de muchas peleas y gritos, incapaces de encontrar un poco de armonía en sus tristes vidas golpeadas por el alcohol; el día que me llevó al ayuntamiento, y el día que llegué aquí, al otro lado del mundo, en aquel barco gigante cargado de niños y niñas trasladados como el que mueve toneladas de carne humana barata y tierna. Tres momentos... una pregunta: ¿porqué yo?
Tras varias semanas de travesía, el HMS Somersetshire se aproxima cadencioso al desembarcadero. Es una nave muy moderna construido para transporte de tropas, capaz de embarcar 1.300 personas y que en pocos años será convertido en buque hospital y vivirá una guerra. Su entrada en el puerto de Sidney tiene lugar una mañana de cielos despejados y luz clara. Sus cerca de 7.500 toneladas de acero parecen plumas de ganso sobre la lámina de agua. Una pareja de gaviotas sobrevuelan su única chimenea y se alejan luego hacia el mar por el que acaba de llegar, siguen el rastro de su estela y el eco. La melodía ruidosa del quehacer de los estibadores y operarios de la consignataria se va mezclando sobre el muelle con un sonido que termina imponiéndose, que perturba por irreconocible en un lugar así. Algo extraño llena el aire, como la pieza de ese puzzle que no termina de encontrar su posición sobre el tablero y nos rompe la cabeza. Se acercan unos camiones. Se detienen cerca del agua.
–Mr. Arthur, el barco estará atracado en el muelle 13 dentro de 20 minutos –dice el asistente tras asomar su cabeza por la puerta.
–Por favor, Helen ¿me ayuda con el abrigo? –dice el hombre recogiéndolo del brazo del sofá donde lo había depositado–, no me gustaría que se agravara mi resfriado.
–Por supuesto, señor. Aquí lo tiene. ¿Le apetece también la bufanda?
Mr. Arthur está inquieto. Lleva dos años esperando vivir el momento que va tomando forma. Se asoma a la ventana. Su reflejo aparece sin nitidez mezclando en planos superpuestos sobre la cara interior del cristal la imagen del barco creciendo y la de su silueta gris. Se levanta las solapas del abrigo y busca en sus bolsillos las cuartillas del discurso que le han preparado en su gabinete. Recuerda que de nuevo salió de casa sin besar a su mujer. No le importa. Con la punta de la lengua busca entre sus dientes un trocito de corteza de pan de la tostada que tomó temprano. No se lo piensa y mete un dedo en su boca para ayudarse con la uña.
–La prensa espera fuera, señor –dice su asistente entreabriendo de nuevo la puerta. La cierra al termina la frase. Sus pasos suenan alejándose.
–Vamos allá. Tenemos una cita con el futuro de este país. –Se vuelve hacia Helen– ¿Como me queda el abrigo, Helen? Lo compré ayer. Me hicieron un buen precio.
–Hizo una buena compra, señor. Usted siempre sabe elegir lo mejor.
–Me gusta tener siempre lo mejor que se encuentre a mi alcance. –Habla sin volverse, no puede ver que ella ha iniciado una leve sonrisa.
Mr. Arthur sale sin esperar que le abran la puerta. Avanza por el pasillo por el que acaba de alejarse su asistente. No tarde en acceder a una sala donde le esperan una docena de periodistas. Iguala los dos extremos de su bufanda y entra con seguridad hasta detenerse al lado de un micrófono ocupado por su colaborador que le está presentando:
–... persona empeñada en encontrar soluciones eficaces y originales por el bien de nuestro país. Señores, con ustedes Mr. Arthur Calwell, Ministro de Inmigración –se aparta.
–Gracias Tom. Buenos días a todos. En ese barco que está atracando viaja el futuro de Australia. Se trata del primero de una larga lista de envíos de sangre nueva y blanca. Hoy comienza una nueva era para nuestro país. La blanca estirpe británica saldrá reforzada con cada desembarco. Éste es el primer barco de criaturas que recibimos desde Gran Bretaña. Pero vendrán muchos más, incluso de otras colonias. Serán repartidos por toda la isla, acogidos por familias en hogares urbanos, granjas y en centros de acogida y orfanatos, donde colaborarán con su trabajo a cambio de manutención y educación. No lo duden señores, el niño es el mejor inmigrante –a través de la ventana llega el sonido de risas y llantos infantiles que llenan el dique al mismo tiempo, apagando las voces de los operarios y el ruido de los mástiles de los barcos fondeados. Comienzan a descender en una ciudad desconocida. Parecen desorientados.
–Nadie les quería, todos abusaron. ¿Sabe Nancy?, así empezaba la noticia de mi vida. La leí ayer en el periódico. Hablaba de mí. De muchos como yo. Australia pide perdón por los malos tratos recibidos por los menores acogidos. Decenas de miles de niños sin recursos fueron deportados a las colonias por el Reino Unido hasta 1967... Yo lo sé. Yo lo viví. Por eso la he llamado. Necesito su ayuda. Ha llegado la hora de contarlo todo. Iain Scott, presidente del Sydney Cricket Ground Trust tiene un pasado al otro lado del mar –no ha dejado de mirar a través del ventanal ubicado en la parte noble del Sydney Football Stadium, en el Moore Park–, la noticia me ha dado fuerzas para rellenar tantos huecos vacíos por miedo y renovar con fe la búsqueda de mis padres biológicos. Mi padre de Escocia lo hubiera pasado bien sobre este césped. Incluso con el traje negro...
–Señor Scott ¿es todo? –pregunta la secretaria.
–Nunca es todo, siempre es una parte. Soy el que le habla, el que sube a aquel enorme barco, el que ha llorado mil veces de espaldas a la vida y el que miraba las viejas fotos en el dormitorio de papá. Yo soy Iain Scott, escocés de Australia.
El ventanal se ilumina en mil colores, es la fiesta de Año Nuevo y acaba de comenzar un castillo de fuegos artificiales que cerca de un millón de personas observan desde distintos puntos de la orilla de la gran Bahía de Sidney. Ven los mismos fogonazos. Perciben diferentes sensaciones. Viven sus propias vidas. Un solo espacio y un millón de tiempos. La vida es caprichosa. Una pareja con un bebé se protege de la humedad de la hierba sentada sobre las páginas del mismo periódico que ha leído Iain. Él sujeta en brazos al bebé y le señala los colores de las estrellas creadas por el hombre. Ella se fija en el titular y olvida los fuegos, se aleja sin mover los pies. De repente, hace frío, lee: “Nadie les quería, todos abusaron...”

jueves, 17 de diciembre de 2009

- LA COSECHA –por Carmen Romero

– Joaquín Muñoz, consulta cinco –se oyó en la sala de urgencias a través de la megafonía.

– Pase –dijo el doctor.

– Verá, –Joaquín, comienza a explicar lo que le ocurre sin que el doctor le haya preguntado –estaba dando un paseo por el campo y se me ha introducido un cuerpo extraño. Vamos, que tengo un cuerpo extraño.

– De acuerdo –el doctor habla mientras ordena unos papeles –siéntese en la sala de espera y le avisan por megafonía cuando llegue el especialista. Buenas tardes.

Joaquín sale de la consulta y permanece de pie en la sala de espera un cuarto de hora aproximadamente hasta que pasa a la consulta del especialista. Joaquín no acaba de entender porqué le han hecho pasar a una consulta cuyo rótulo dice ‘oftalmología’.


– Siéntese aquí, voy a buscar el colirio –la oculista se dirige a Joaquín.

– ¡¿Colirio?!







A las puertas del quirófano esperaba su mujer.

– No te da vergüenza, Joaquín. Por favor, que voy a ser la comidilla de todo el pueblo. ¿Y tus hijos? Van a ser motivo de risas de todo el colegio. Cómo se te ocurre…

– Ha sido un accidente Amalia. Iba por el campo y me caí…

– ¿Pero eso quién se lo cree? Piensas, en serio, ¿qué me voy a tragar eso?








Joaquín miraba la cosecha, las vistas que estaba contemplando eran preciosas. Nadie a un lado, nadie al otro. El sol de las cuatro de la tarde de febrero era muy agradable, empezaba a hacer buen tiempo en el pueblo, ya mismo llegaría la primavera. Contemplaba los tomates, las patatas, las cebollas, los pepinos… Coge un pepino y lo desliza sobre sus dos manos. Ya no tiene tierra. Sigue frotándolo…



Seguía paseando y el sol iba cayendo. La chapa de la puerta verde de la casetilla del campo estaba fría, la sentía en la espalda. Sin que hubieran pasado más de quince segundos, Joaquín se encontró disfrutando y gimiendo lo más bajo que podía dentro de aquella casetilla…





Le entró el pánico, un sudor frío corría ya por sus mejillas. No podía, no salía, estaba atascado. Tiraba y sentía mucho dolor, no podía sacarlo. Intentó montarse en el coche y conducir hasta un pueblo lejano para acudir a urgencias pero, no podía sentarse, veía las estrellas cada vez que intentaba sentarse en el cuero del sillón de su BMW E250. No tenía más remedio, caminaría hasta la casa de socorro del pueblo…







– Amalia, por favor...

– No sé si voy a poder perdornarte esto, Joaquín.










Carmen Romero – Relato 2

PROFUNDAMENTE GRIS por Braulio Moreno Muñiz braulio_moreno@ya.com

PROFUNDAMENTE GRIS

Pablo no podía imaginar que tras la noche de risa de luna y guiños de astros refulgentes y alegres, y tras un sueño espantado a golpes de repetirse que ya era hora de acudir al tajo, iba a encontrar, donde él solía trabajar a diario, un conflicto provocado por la negativa (otra vez) del patrón a suscribir todas las demandas que habían expuesto la mayoría de los jornaleros que, al igual que Pablo, trabajaban en la finca. Los compañeros del Comité de representantes, que en la tarde anterior habían estado negociando con el dueño de la heredad, estaban ahora, en esta mañana que aún no lo era, en la puerta de entrada esperando a que los compañeros llegaran para informarlos de las nuevas que traían para aquellos que en este, que parecía iba a ser alegre día, vinieran con la curiosidad de saber qué había pasado la tarde anterior en la decisiva reunión que mantuvieron con el patrón. Todos los que iban llegando miraban al cielo extrañados, porque el astro sol no acababa de salir por el horizonte tiñendo de violeta-rojizo el cielo, al que se solía mirar implorando a veces esa lluvia fría que ayuda a fecundar la tierra parda, convirtiendo la débil espiga verde en amarilla vara torcida y preñada del rico grano con que agradece la eterna madre el trabajo que cuesta mimarla. Y Pablo no se podía imaginar el conflicto que le esperaba porque, apoyado en su positivismo y en su candidez, se había dado a pensar, durante la alegre noche de luna arqueada hacia arriba, que era tan poco y tan justo aquello que pretendían los jornaleros que el patrón no se negaría a acceder a sus pretensiones, pero cuando estuvo ante la puerta de la finca con los demás, que habían ido llegando poco a poco, y el comité los informó de la sinrazón de aquel al que le costaría tan poco hacerlos sentirse más felices, volvió a la realidad del pesimismo de una mañana que, aún sin nubes, se había tornado, cuando el sol salía ya por el lejano horizonte, más fría y gris que las que solían reinar en pleno mes de Diciembre. Ante la noticia de que seguramente se iban a quedar sin las añoradas mejoras, el descontento se extendió por entre todos los asistentes, y ya se oían voces que pedían tomar alguna medida para hacer cambiar de opinión al maldecido dueño de la explotación, porque no era justo que aquel que menos trabajaba, o que no trabajaba nada, pues sus labores las había dejado en manos de manijeros y encargados, se llevara el fruto íntegro de una buena cosecha que había sido tal gracias al esfuerzo y al sudor de todos los que estaban allí reunidos, y aún de algunos más que no se encontraban allí porque habían cambiado de trabajo. Según parece, la promesa de una buena cosecha había animado a pensar al patrón que el beneficio este año iba a ser mayor que en años anteriores, y hecho ya a la idea del buen negocio, las demandas de los jornaleros lo estaban haciendo sentirse decepcionado con lo que parecía para él, hasta el momento, un golpe de buena suerte.
Espoleados por la fuerza que da la unidad del grupo, y animados por la justeza de sus reivindicaciones, los obreros agrícolas tomaron la decisión de ir a la huelga, pero antes, los compañeros del comité tenían que ir a exponer su resolución ante el patrón explotador que no quería compartir la bonanza de la cosecha con aquellos que se habían esforzado tanto para conseguirla. Así que sus representantes tomaron el camino de la casa grande para, en un último esfuerzo, y ante la presión, intentar hacer que el empresario aceptase sus demandas.
Mientras tanto, los decepcionados trabajadores del campo esperaban, haciendo corros donde se hablaba de todo, a que el comité les trajera alguna noticia, pero sin esperanzas ya de que las contradicciones ante las que se encontraban obreros y empresario se arreglaran sin tener que hacer un esfuerzo en la pugna para conseguir lo que se pedía.
Pablo estaba apartado; ya no miraba al cielo porque el sol estaba alto y molestaba en la retina, su cabeza se inclinaba sobre sus pies que estaban sobre la tierra blanda. Intentaba calcular cuánto le descontarían por cada día de huelga, y se encomendaba a todos los dioses para que el conflicto no se alargara en el tiempo. Pensaba que después del periodo en que estuvo cobrando el mísero subsidio, había tenido la suerte de que lo llamaran para ganarse unos jornales que levantarían la maltrecha economía de su casa. Sentía una mezcla de alegría, tristeza, desazón, desamparo e incertidumbre. Alegría porque la noche anterior había estado con su compañera tendido tranquilamente en la terraza de su casa, bajo el cielo estrellado, mirando el firmamento, maravillándose de que hubiera tantos astros esparcidos por aquello que parecía el reflejo de lo que había aquí abajo, pues los cuerpos brillantes semejaban ciudades vistas a lo lejos en una noche oscura. Los puntos luminosos eran las farolas, que en la distancia sólo dejan ver el brillo de su luz. Y las nebulosas se habían convertido, por arte de la imaginación, en caminos perfectamente iluminados. Luces arriba, luces abajo, todo porque el ser humano trata por todos los medios de huir de la eterna oscuridad en la que nace, porque si cierra los párpados y se mira por dentro no ve nada, sino que lo invade la tremenda sensación de encontrarse en un negro abismo del que es imposible salir si no se abren los ojos y se mira para afuera, donde hay luz de sol, luz de luna, luz de estrellas lejanas que, aún después de extinguidas, acuden a dar consuelo, desde su lejanía, a todos aquellos que por no abrir los ojos se sienten en la terca oscuridad profundamente gris de la soledad. Y sentía tristeza, desamparo e incertidumbre, porque desde su soledad, no podía dar solución a los problemas que se le planteaban en estos momentos de contrariedades cotidianas.
Pero fueron las voces de los demás las que lo sacaron de sus pensamientos, y éstas, eran el reflejo exterior de lo que a él le estaba pasando por la cabeza, ya que aquellos que estaban en un grupo cercano a donde se hallaba Pablo, maldecían la actitud del patrón por forzarlos a tener que tomar la decisión de hacer la huelga, sobre todo en un momento en que las economías de cada uno andaban excesivamente raquíticas; sin embargo, llegaron a la lúcida conclusión de que siempre sería mejor luchar que rendirse sin hacer nada, además ya estaban seguros de que ganarían en esta pelea, era cuestión de tiempo. Entonces, se reconoció en sus compañeros, y, mirando directamente a los ojos de todos, vio en sus pupilas esa luz familiar que, viniendo de la lejanía, nos acerca a los demás. Y pensó que la luminiscencia del universo acude a cada uno de los seres humanos por igual, y se refleja en todas las miradas para reconocernos en nuestro prójimo. Repentinamente, la tristeza, la incertidumbre y el desamparo desaparecieron de su interior porque se dio cuenta de que no estaba solo.

Braulio Moreno Muñiz

miércoles, 16 de diciembre de 2009

Enhorabuena a los compañeros

Enhorabuena para Cristina, Sandra y José por el lanzamiento de sus respectivos libros. ¡Felicidades!
Edwin

- 1001/ por Miguel Ruiz

Las siete de la mañana. Conocía muy bien esa hora, en su despertador cada mañana durante treinta años era la primera visión que tenía, antes de ver a su mujer entre las sábanas, de ver las pequeñas luces que bajaban de las persianas domóticas que día y noche hacían su calculado baile.

Esta mañana tampoco estaba Fabiola, parecía un mal sueño despertar y sentir su vacío, despertar y ver su viejo cuerpo solo en la cama, golpeado por el abandono. Desde que Fabiola decidió dejar de fingir, se levantaba con un sabor agrio en la boca, casi una carraspera que no quitaba su cepillo eléctrico, ni su crema Colgate, ni su vaso de Oraldine.

Seguía luchando con ese sabor agrio -ahora le tocaba al hilo dental- mientras buscaba en la habitación placard el traje Armani verde. El placard había sido barrido por Fabiola el día que fue a por sus cosas “es como si hubiese pasado un huracán, un huracán que parte un país en dos”- pensaba al alcanzar el traje verde Armani, el único que aún estaba limpio.

Luchaba con la corbata de seda y sus mechones blancos a la vez. Había mejorado mucho sí, esta vez a la tercera, a la tercera pudo hacer el nudo. Después de treinta años de casados sólo pensaba en ella al hacerse el nudo de la corbata y quizás alguna vez al despertar.

¿Por qué se había torcido todo, que carajo, por qué se había ido todo tan a la mierda? Nunca una queja, nunca una pelea en esos treinta años y un día “no soy feliz” y otro día “es mejor que me vaya” y otro día “soy Alberto Rossetti represento a su mujer Fabiola….”

-Fuf –sentado en el sillón de cuero de su Nissan Murano 4x4 el indicador marcaba un cuarto de tanque, “¿tendría suerte, le alcanzaría para llegar al congreso, llegaría el primero al Congreso? siempre llegaba el primero”.

Dejó su Murano en reserva frente al hotel “cárgate a la habitación una buena propina muchacho” –comentó al aparca coches mientras se deslizaba hacía el lobby del hotel.

-Una moneda hombre –le sorprendió un mendigo desarrapado a la entrada del hotel.

-Lo siento hijo esta la cosa mala.

-Pues si, siempre ha estado la cosa mala, para dar.-creyó escuchar mientras entraba en la puerta corredera.

-Señor Villafrán, cuanto gusto tenerle de nuevo con nosotros –comentó el hombre tras el mostrador.

-El placer realmente es mío, tienen las mejores almohadas de toda la ciudad –sonrió de placer, siempre lo hacía cuando lo llamaban Sr. Villafrán.

-Tome, su habitación de siempre, esta todo preparado –extendió una tarjeta electrónica.

-Perfecto, de veras te lo agradezco, cargue entonces una buena propina a la 1001, voy al Congreso, no pueden empezar sin mí.

-Tenemos aquí un grave problema, un grave problema entre manos –dirigía a su antojo el auditorio, esa facilidad de palabra, el carisma, era el que le había llevado a la cima.

-Otra vez son los bancos los que amenazan con acabar con nosotros, son y perdónenme la expresión: unos hijos de putas –el auditorio, unas sesenta personas rugía después de cada frase.

-Y no hablemos de los grandes empresarios, los conglomerados, son ellos los dueños de este contubernio, un contubernio contra nosotros los pequeños, el motor de la economía carajo –toma un vaso de agua, ordena sus blancos mechones y continua con su discurso.

-Hemos visto como este contubernio afecta nuestra vida, a nuestra familia ¿y que hacemos? ¿Nos vamos a quedar cruzados de brazos? –su semblante, el semblante jocoso y amistoso al inicio de la reunión, se enciende con fuegos revolucionarios.

-Solo queremos que se pague por nuestro trabajo, solo eso, parece que estamos mendigando, se van con nuestro dinero no hay derecho, pero ¿Cómo hemos llegado a esto? –aclamaciones generales, murmullos, manos levantadas, el hombre de mechones canos levanta la mano.

-Tranquilos, tranquilos, ya tendremos tiempo de debatir casos concretos. Ahora lo más importante es tener en cuenta la solidaridad. Debemos ser más solidarios que nunca, no importa si somos pequeños o grandes, aquí todos somos iguales. Siempre lo he dicho, es tan importante el tiempo de un mendigo como el de un gran empresario, porque el mendigo también necesita tiempo para mendigar, y eso es mío no lo leí en ningún sitio.

-¿Son de cuero esos guantes? –susurra alguien al fondo de la sala, después de una hora de discurso la atención empieza a menguar.

-No pero parecen, tócalos –comenta su compañero animado.

-No lo habrás comprado en los chinos –ambos sonríen antes de ser reprendidos por el conferenciante.

-Señores por favor estamos a punto de hacer un descanso para el café, acabemos con este bloque y luego charlamos. Siguiendo a la cuestión de la mano de obra barata y la inmigración……

-Lo siento –mugió uno de ellos mientras pensaba “estas acabado cabrón”

No estaban en la reunión de ninguna ONG, ni la reunión periódica de la Conferencia Episcopal, ni en un Congreso Provincial del Partido Comunista, ni siquiera en una reunión informal del Partido Socialista Obrero. Era la reunión de la Comisión de Crisis Regional de la Confederación de Pequeñas y Medianas Empresas del sector del Metal.

Eran digamos, el último eslabón en la escala de explotadores, muchas veces explotados sin más, las plantas de la selva económica mundial, o como esos pececitos que acompañan al tiburón y fervientemente limpian su mierda, hasta que un día el tiburón huye satisfecho, o los devora hambriento.

En una sala en la penumbra, Vicente Villafrán dominaba los tiempos de la reunión e intentaba convencer a sus renuentes colegionarios de que debían endurecer sus acciones “no preocupamos a nadie, porque no jodemos a nadie”, proponía iniciativas “yo ya he hecho una campaña, el euro solidario, a toda la familia de la profesión a todos mis amigos, les propongo que me ayuden con un euro solidario para hacer frente a todos aquellos que nos están desangrando, para pagarle a mis empleados” -iniciativa, eso era lo que faltaba en el mundo iniciativa, pensaba.

Vicente Villafrán era imponente, se sabía imponente, siempre le escuchaban: en sus empresas, en su casa, en la Confederación era la voz cantante, y no sólo porque hablaba más fuerte que nadie o porque cantaba saetas en las numerosas cenas de navidad.

Se miraba a los espejos que habían a ambos lados del salón, casi había conseguido unos ojos que no pestañean, esos ojos translúcidos y acechantes, esos ojos de tiburón. De tanto tratar con tiburones se creyó uno de ellos, pero entonces las cosas se torcieron.

Se sorprendió un día pidiendo dinero prestado para llenar el depósito de su Murano 4x4, y pidiéndole a los periodistas que iban a las ruedas de prensa de la Confederación “¿tienes un cigarro?, como están las cosas con los fumadores ya no hay ninguna máquina en todo el hotel”

“Un hombre hecho a sí mismo” tantas veces se lo habían dicho, pero ¿qué carajo significaba eso? Ahora que tenía más tiempo para pensar, analizaba esa frase, un hombre que se hace a sí mismo, un hombre que se hace a sí mismo…. Un escultor, un artesano de máscaras, una gilipollez de frase, ¿por qué habría sonreído tantas veces al escucharla?

-Gracias a Vicente Villafrán, nuestro compañero, un hombre hecho a sí mismo -y él sonriendo y la gente aplaudiendo, y sonrisas e hipocresía, y admiración y temor, todo en aquel auditorio, y él hablando esa mañana y nadie que escucha.

El día había transcurrido ajeno a las Conferencias, a las corbatas, a los canapés y al abrir la cortina de su habitación Villafrán se sorprendió de estar ya en noche cerrada. Abrió un poco la ventana y encendió el último cigarrillo.

Ya conocía la 1001, y desde las alturas la ciudad parecía bella, parecía otra. ¿Estaría Fabiola dormida? Podría llamarla, podría llamarla y convencerla de que hiciese sus nudos de corbata hasta la muerte, y decirle que le pasase a su hijo Andrés y prometerle ir al futbol cuando todo estuviese más claro.

¿Estaría despierto el gerente de la sucursal?, podría llamarlo, podría llamarlo y decirle que por favor, que solo una vez más, que tenía que pagar las nóminas, que las familias, que sus empleados, que el pagaría, si que pagaría.

Empezaría desde abajo, sí desde abajo como al principio, desde abajo y la ventana cada vez más abierta, y los mechones blancos que se sacuden y brillan en la oscuridad, y la corbata que aletea buscando las estrellas y un bulto y las luces y las bocinas de los coches que lo devoran todo en la noche.

-Una moneda hombre –le sorprendió un mendigo desarrapado a la entrada del hotel.

-Lo siento –balbuceó sin mirarle mientras repeinaba su melena rubia y se escabullía al lobby.

-Señor Michelena, cuanto gusto tenerle de nuevo con nosotros –comentó el hombre tras el mostrador.

-El placer realmente es mío, tienen las mejores almohadas de toda la ciudad –sonrió de placer, siempre lo hacía cuando lo llamaban Sr. Michelena.

-¿Desea usted la 1001? Aunque en un principio estaba ocupada he podido reorganizar las reservas para que disfrutase de su habitación de siempre.

-Perfecto, de veras te lo agradezco, cargue entonces una buena propina a la 1001, voy a desayunar que suban mis cosas “¿podría ser el mundo más perfecto?”-se preguntaba al mirarse al espejo del ascensor, vio sus ojos que no pestañeaban, translúcidos y acechantes, esos ojos de tiburón.

domingo, 13 de diciembre de 2009

la magdalena de Proust

hola soy sandra. os cuelgo esto. mirad qué maravilla
Fragmento de
En busca del tiempo perdido
(conocido como "la magdalena de Proust")

Y muy pronto, abrumado por el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro triste día tan melancólico por venir, me llevé a los labios una cucharada de té en la que había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las migas del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que causaba. Y él me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismo. Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal. ¿De dónde podría venirme esa alegría tan fuerte? Me daba cuenta de que iba unida al sabor del té y del bollo, pero le excedía en mucho, y no debía ser de la misma naturaleza. ¿De dónde venía y qué significaba? ¿Cómo llegar a aprehenderlo? Bebo un segundo trago, que no me dice más que el primero; luego un tercero, que ya me dice un poco menos.

[...]
Vuelvo con el pensamiento al instante en que tomé la primera cucharada de té, y me encuentro con el mismo estado, sin ninguna claridad nueva. Pido a mi alma un esfuerzo más que me traiga otra vez esa sensación fugitiva.
[...]
Y luego, por segunda vez, hago el vacío frente a ella, vuelvo a ponerla cara a cara con el sabor aún reciente del primer trago de té y siento estremecerse en mí algo que se agita, que quiere elevarse, algo que acaba de perder ancla a una gran profundidad, no sé el qué, pero va ascendiendo lentamente; percibo la resistencia y oigo el rumor de las distancias que va atravesando.
[...]
Y de pronto el recuerdo surge. Ese sabor es el que tenía el pedazo de magdalena que mi tía Leoncia me ofrecía, después de mojado en su infusión de té o de tila, los domingos por la mañana en Combray.
[...]
Y como ese entretenimiento de los japoneses que meten en un cacharro de porcelana pedacitos de papel, al parecer, informes, que en cuanto se mojan comienzan a estirarse, a tomar forma, a colorearse y a distinguirse convirtiéndose en flores, en casas, en personajes consistentes y cognoscibles, así ahora todas las flores de nuestro jardín y las del parque del señor Swann y las ninfeas del Vivonne y las buenas gentes del pueblo y sus viviendas chiquitas y la iglesia y el Combray entero y sus alrededores, todo eso, pueblo y jardines, que va tomando forma y consistencia, sale de mi taza de té.


(Marcel Proust; 1919, 60)

miércoles, 9 de diciembre de 2009

UNA MÁS Montserrat Zamora G.

Nunca me ha gustado el dicho ese que dice: “Ten cuidado con lo que deseas que puede convertirse en realidad”.

TIP! TIP! TIP! TIP! TIP! TIP!
Suena el despertador. Silvia, aún con los ojos cerrados, lo busca torpemente con la mano. -Joder ¿dónde está?
Mario se lleva la almohada a la cabeza y gruñe. –Cariño, botón rojo
-¡Ya! Ya lo sé ¡Es que ésta mierda!

Perfectamente vestida Silvia sale corriendo de casa, baja las escaleras, cruza el portal y hecha una carrera a la parada de autobús que está a “tan sólo” 3 bloques. A pocos pasos empieza a notar que uno de los tacones le molesta, a cada paso molesta más, pero tiene prisa: quiere seguir pero ya no puede más, se detiene y observa el daño, el talón está bastante rojo y empieza a pelarse, arde. -¿Por qué no puedo tener un coche como la gente normal?
Sabe que tiene que seguir y lo hace, cada paso es insoportable y a cada paso la vida le parece más injusta, estúpida, mierda, etc. Cuando llega a la parada del autobús no sabe si quiere matar a alguien o ponerse a llorar. Pero ni mata a la pobre anciana que espera sentada, ni se pone a llorar, ambas opciones son inviables, sobre todo porque matar a alguien le supondría ir a la cárcel y, aunque llorar es más sencillo, por desgracia el día que Silvia fue a surtirse de sus múltiples cremas y potingues, decidió que, recientemente cumplidos los 25, necesitaba la nueva crema LÓREAL anti-edad, y como salía a mayor precio que la que solía comprar, no le alcanzó para el rímel waterproof.

Silvia se pone justo enfrente de la puerta automática. Por una extraña razón el sensor de la entrada de su trabajo no nota su presencia, es injusto, ella ha visto como se abre en cuanto pasa una mosca o hay mucho viento. Alza el brazo y abre.

-Hola María
-Hola –Contesta su compañera. Silvia, comparte con ella el escritorio de lunes a viernes durante ocho horas, pero es obvio que no tienen nada en común, ella ya está casada y todo se lo toma demasiado en serio, por eso es que tienen una relación meramente profesional.
-¿Qué hora es?
-Sabes perfectamente que llegas tarde, yo ya llevo cuatro llamadas y ya ha llegado el jefe.
-¿Se dio cuenta qué no habías llegado?
-No pregunto, pero supongo que si tus cosas no están, puede deducir que no habías llegado
-Mierda –Susurró Silvia pensando en que si la echaban podría ser una oportunidad de cambiar de vida. -En verdad deseaba tener otra diferente.

Silvia se aburre. En el trabajo de recepcionista hay momento en que hay millones de cosas que hacer, las cuales siempre son de extrema urgencia y necesitan ser resueltas en ese mismo segundo. –¡Son para ayer! -Siempre grita Manuel, su jefe, cuando necesita algo con urgencia. Pero hay otras ocasiones en las que no pasa absolutamente nada.
Silvia decide terminar con este aburrido momento yendo al servicio. Pero justo en el momento que va a coger su bolso. María le dice: -Voy al servicio que no puedo más.
-Que mala suerte, bueno ya iré cuando regrese María -pensó.
Sin salida, Silvia empezó a mirar su cuaderno de notas:
Miércoles: Cita en “Persan”, llevar nuevo presupuesto de lanzamiento de campaña
Jueves: Reunión con Lilia de “Viajando”
De pronto, suena el teléfono –Universal Creativo ¿En qué podemos servirle? Justo antes de que la persona al otro lado del teléfono pueda contestar, suena la otra línea. Silvia voltea a ver si viene María a su rescate. Pero no es así, por lo que, sin escuchar lo que dice la persona al otro lado del teléfono, ella rápidamente contesta: -Un momento por favor. Deja ese teléfono y tomo el otro que la atosiga con su timbre. –Universal Creativo, un momento por favor manténgase en la línea. Regresa al primero:
-¿Si? Dígame
-Hola, dígale a Manuel que el presupuesto está aprobado y que esperamos los primeros bocetos para el martes.
Suena una tercera línea
-Muy bien, yo paso el recado. Espere un momento, que tengo otra llamada.
Coge la tercera línea –Universal Creativo, un momento por favor.
Coge la segunda línea –Gracias por esperar, dígame.
-Llamo porque necesito cambiar mi cita del jueves.
–¿Es usted la señora Liliana?
-Si, por favor avisa al señor Joaquín que me viene mejor el viernes a la misma hora, que si tiene algún inconveniente que me llame.
-Muy bien yo le digo, que tenga un buen día.
-Toma la tercera línea -Gracias por esperar, dígame
-Hola, necesito que me des tono de fax
-Vale en seguida. –Cuelga el teléfono y le da a la tecla de ON al fax. Y susurra: -Me podrían dejar en paz.
Mira el conmutador aun tiene la primera línea abierta, se le había olvidado, aprieta el botón para coger la línea. PIT! PIT! PIT! PIT! Han colgado.
Silvia mira su libreta, tacha la cita de la señora Liliana y la coloca en el viernes, después mira: Miércoles: Cita en “Persan”, llevar presupuesto de lanzamiento de campaña. Y le pone una palomita al final. Toma el teléfono y llama a la línea de Manuel.
-¿Si? ¿Qué pasa Silvia?
-Llamo la señora Liliana y dijo que quería cambiar su cita para el vienes a la misma hora.
-No, ese es asunto de Joaquín. ¿Algo más?
-Sí, los de “Persan” llamaron diciendo que el presupuesto estaba aprobado.
-Perfecto. Muchas gracias. ¿Algo más?
-No eso es todo

Son las ocho menos cinco de la mañana, Silvia está levantando el brazo para que la puerta de cristal abra. Entra contenta porque hoy ha llegado a tiempo. Deja sus cosas, y justo antes de sentarse, escucha que abre la puerta de su jefe. -Silvia puedes venir un momento.

Son las nueve menos cuarto, Silvia sale de la oficina de su jefe con la cara pintada de negro a causa del rímel no waterproof. María al verla, le pregunta -¿Qué ha pasado?
-Me han echado, la he cagado muy gorda al parecer
-¿Cómo?
-Por favor María déjalo, necesito salir de aquí

Se escucha como entra la llave en el cerrojo, es Mario que vuelve del trabajo. Silvia está sentada en el salón esperándolo. Sabe que esto será un problema gordo.

-Hola cielo
-Hola ¿Cómo es que has llegado antes que yo?
-Es que… es que me han echado del trabajo
-¿Qué paso? ¡Aunque ya se habían tardado, como siempre llegas tarde!
-No fue eso, es que perdieron una cuenta grande por mi culpa, pero fue un estúpido error, fue un día con mucho trabajo y María me dejo con toda la responsabilidad, así que…
-Así que nada, tan estúpido fue el error que te echaron ¿Y ahora qué? ¿Cómo piensas pagar el alquiler? ¿La comida? ¿Y todo lo demás? Porque te apuesto lo que sea a que no tienes un céntimo ahorrado. ¿Y yo? Te has dado cuenta de que comparto el alquiler y los gastos contigo. Yo no puedo solo, el dinero que tengo ahorrado es para las mensualidades del coche, vamos que es para mí porque yo lo trabajé.
-Lo siento
-Y yo, porque sinceramente no sé cómo le voy a hacer
-¿Cómo? Pues…Pues hemos terminado, pensaba que iba a tener más apoyo de tu parte pero por lo visto lo único que te importa eres tú y tus cosas. Así que me voy con mi abuela, estamos a mitad de mes, tal vez puedas encontrar un compañero o buscarte otro sitio. ¡Y tranquilo que no te pienso pedir el dinero de los quince días que ya pague!

Mario sale del piso azotando la puerta, Silvia echa a llorar, entra en la habitación y comienza a hacer sus maletas. Esta triste por lo de Mario, pero también está asustada, no sabe qué le va decir su abuela.
En la maleta grande negra echa la ropa interior y las pijamas hechas un lio. Después están la mayoría de sus camisas, pero bien dobladas y procurando hacer espacio para todo lo demás, intentará llevarse todo lo que pueda en este viaje. Introduce los pantalones, los zapatos, los bolsos, el secador de pelo, la plancha y por último el chaquetón de invierno para amortiguar.
En el neceser rojo introduce el maquillaje, las cremas y demás. Al ver la cantidad de frascos de las distintas y carísimas marcas, desea poder venderlos. Ella sabe que gasta demasiado en este tipo de cosas y que en su mayoría no dan los resultados prometidos. Y aunque en estos momentos desea no haberlos comprado por otro lado sabe que le encantan, ama cuando va a la tienda y las vendedoras le tratan como una persona con dinero, las glamurosas tapitas doradas y los perfumes que emanan.

DING, DONG
Se escucha movimiento, en particular las ruedas de la silla de su abuela.
-¿Quién es a estas horas?
-Yo abuela, Silvia.
El pomo de la puerta gira y se entre abre la puerta. Se escucha el movimiento de la silla que se aleja.-¡Ahora, abre!
Silvia abre del todo la puerta y da un paso atrás para tomar sus maletas.
-¿Y tú? ¿De dónde vienes o a dónde vas?
-Vengo a quedarme contigo abuela porque me he quedado sin trabajo y sin dinero para el alquiler. –Pone cara de niña regañada.
-Venga, pasa. Deja tus cosas en la habitación de invitados.

Sentadas en la cocina de la vieja casa y con una taza de té de canela con leche entre las manos, Silvia le cuenta con lujo de detalle lo sucedido. La abuela la escucha sin interrumpir, con expresión de estar tramando algo.
La nieta conoce bien a la abuela y sabe que maquila algo, tiene miedo porque sabe que esa mujer es de carácter fuerte. Recuerda que cuando era niña solía reprender a su madre por consentirla tanto, además de nunca haber sido cariñosa. Nunca le ha caído del todo bien, pero es la única familia que le queda. Silvia no conoció a su padre porque este huyo al enterarse de que su madre estaba preñada. Además su madre hace cuatro años se caso con un mormón insoportable que de cada cinco palabras que dice, una es Dios, así que es como si tampoco la conociera.

-Pues la vida es así hija y hay que sacarle el lado bueno a las cosas. Yo creo que todo tiene una razón de ser y sinceramente, me viene perfecto que tú estés aquí porque yo cada día estoy más vieja y más cansada, y tú bien podrías ayudarme.
-Claro abuela
-Pues muy bien, primero quiero que me des mi medicina a mis horas, a mí siempre se me olvidan. Ah, y telefonearé a la vecina para decirle que no hace falta de que venga todas las noches a ayudarme a acostarme y que no volveré a molestar a su marido para que me lleve a la consulta, porque por fin mi familia ha venido a ayudarme. Aunque les voy a echar de menos, son tan buenas personas.
-Supongo que tendrán tiempo de sobra, si vienen todas las noches y por el día te llevan a la consulta…
-Que va, María y Esteban son un matrimonio joven y ambos tienen su trabajo, ella trabaja todo el día y él trabaja de tarde-noche y por eso es que puede llevarme a las consultas
-Pues bien abuela, llama a los vecinos más buenos del mundo y diles que por fin ha venido tu nieta a ayudarte. Aunque deberías decirle al vecino que vamos a necesitar de su ayuda para llevarte a la consulta, porque yo no tengo coche.
-No hija, no te preocupes, que yo te regalo el coche de tu abuelo con la condición de que me lleves a la consulta.
-¿El sedan? ¿Pero eso aún existe? ¿Y sirve?
-Pues es el que utiliza el vecino para llevarme, anda perfectamente, así que más bien deberías darme las gracias por el regalo.
-Gracias

Y así esa misma noche empezó la rutina. A las once acostar a la abuela, a las dos de la mañana la pastilla naranja. A las siete la azul para la hipertensión, después del desayuno las dos pastillitas blancas, después de la comida la pastilla que hay que triturar, porque la abuela dice se le atora, y después de la cena las dos pastillitas blancas otra vez. Un viernes sí y otro no a ver al médico, además de ayudar en las labores de la casa y buscar trabajo después de las dos pastillas blancas del desayuno y la hora de preparar la comida.

TIP! TIP! TIP! TIP! TIP! TIP!
Silvia se sienta sobre la cama, apaga el despertador, se despierta del todo y se dirige al servicio, en eso escucha un grito – ¡Niña! Nos vamos en quince minutos
-¿Cómo? Si son las ocho y la cita la tienes a las nueve.
-La cita es a las nueve, pero tenemos que llegar con tiempo para registrar la ficha y…

Silvia cierra la puerta del baño, no quiere escuchar más, ahora tiene que darse prisa. Se lava la cara, los dientes, se recoge el pelo en un moño y sale corriendo a su habitación, se quita la pijama, se pone la misma camiseta de ayer y un chándal, se pone los botines del footing, toma su bolso y sale corriendo a la cocina. La abuela espera que le den su té de canela con leche y una madalena. Calienta el agua, saca las madalenas y la caja del té, las pone en la mesa. Dos minutos después cada una tiene su té y su madalena. Fin del desayuno, ahora tiene que sacar a la abuela y montarla en el coche, primero hay que cargarla para ponerla en el asiento del copiloto después hay que doblar la silla y meterla en el maletero.

-Vamos tarde
-Ya lo sé abuela
Silvia conduce pero al mismo tiempo está haciendo un recuento mental: Cerrar la puerta con dos vueltas, sí; Apagar el fuego, sí; Traer bolso marrón, joder.
En ese mismo momento voltea al asiento de atrás para mirar el color de su bolso, efectivamente es el bolso negro y su cartera con el carnet de conducir esta en el marrón. Estira el brazo, quiere ver si de casualidad en el ajetreo se acordó de cambiar la cartera, voltea un segundo y logra cogerlo.

Un ruido ensordecedor, un fuerte golpe, se escuchan vidrios, un segundo de exceso movimiento y al segundo después la calma total.
Silvia escucha una sirena, abre los ojos, delante de ella hay un bulto, no sabe lo que es, se incorpora en su asiento, le duele todo y está cubierta de vidrios, voltea asía el bulto, es su abuela que ha atravesado el parabrisas, tiene medio cuerpo fuera. Ha matado a la vieja.

martes, 8 de diciembre de 2009

domingo, 6 de diciembre de 2009

- TIOVIVO - por Álvaro Jiménez Angulo

tiovivo


A su hermano, el Jacinto, el del 13, rara es la vez que se le ve sin unas tenazas, alicates o martillo, en su mano izquierda (es zurdo), ya que es hombre flacucho, peinado al cepillo, brazos cortos y, siempre que se ríe, al tercer o cuarto niño llégate por una anca la Molina, deja ver ese diente guardado con tanto esmero para comer y, eso cuando come
la hija de la gran puta aunque zu madre era zanta

le dice siempre, a su hermana, cuando el Jacinto abre las aletas de su nariz cotorrona y, en dos tientos, se percata de que la Bola, su mujer, se ha llevado lo poco que había y, esto es un día, y el otro

a ve zi mañana tiene coño y coge algo maldita zean…

y, es que, hasta que al Jacinto no se le pasa y se pone de nuevo a arreglar cacharros en el corral, su hermana, paga

zi es que no te enteras, ostias y, tú, Manolo, zaca la moto a la calle o te juro por la madre que te parió que tú y tu tía mañana os veis en la calle, el día que la pesque aquí…

la Roble, tan acostumbrada está a la cantinela que , se queda así, al lado de la moto, arrimadita a la puerta de la calle, más por costumbre que por miedo, con su sonrisa bobalicona, algo como iluminada, mirando el relorcito colocado encima del televisor que le regaló la Charito y que le gusta tanto
do te do te do te
repite la Roble en su cabeza

pero, como ya se escucha el jaleo de sirenas, la Roble que, las distingue, sale con su paso bamboleante a la plazoleta
Roble, ¿la primera que suena cual es?
y, la Roble
ae, la de Colegio Público Miguel Hernández

y, a cada pregunta, la Roble acierta y, por cada acierto, una goma, una tiza, una hoja
Roble, ¿qué edad tienes?
y, la Roble
ae

y nada más, muda, con su sonrisa bobalicona, algo así como iluminada, mirando a los jóvenes con la cabecita apoyada en su hombro derecho, guardándose la goma, la tiza, la hoja, en el bolsillo de su bata
Roble, ¿y el novio, cuando saldrás con él y nos lo presentas?

y, la Roble, se sienta allí mismo, en la arena, dibujando con el lápiz a trazo decidido, porque la arena de la plazoleta se deja hacer, y nada más


Elena, la del 6, no se habla con la Bola, la del 5, fue algo de que tú has dicho y, la otra, to mentira, so mentirosa, mentirosa yo mentirosa tus muertos y, la gente, agolpándose para ver a la Elena, muleta en mano, buscando la cabeza de la Bola y, la Elena, la encasquetó por la cola y, el Jacinto, con unos alambres en la mano, por Dios Elena que la va usté a matá, pero no soltaba los alambres y, cada vez más gente en la plazoleta y, a eso, que el Iván, el de el Escobar, le dice, al Meco, el del 9, que aligérate y llama a los civiles y, éste, apoyado en la furgoneta, de allí no se movía, que no me gagasto un duro por esa guguarra y, es que, por lo visto, la bola y el meco, anduvieron de juicio, allá por el verano de la expo y, es que, la Bola escupió en la puerta, en la suya, la del Meco, como si la muy guguarra no tuviera, la muy pupuerca y, el Meco, que llegaba de darle una vuelta a los galgos, la vio desde lejos y, la Bola,
Señor juez, cómo que me ha podio ve sino ve na que te echaron patrá de la mili por atontao
y, el Meco
aatontao tu sosososo (el meco, con los nervios, se atranca más) so guarra, que mimira la barriga inflá que que tienes de la ininfección que ti ti ti tienes en el cocoño, so so hijalagranputa, aunque tu tu madre era zanzanta

y, a eso, que llegaron los civiles y, el Meco, apoyado en la furgoneta, la plazoleta embotada de gente, la Elena, con un manojo de pelos en la mano y, la Bola, gritando si tenía que gritá
mire usted, señor guardia, con alevosía, con alevosía
y, el guardia
está bien, Encarna, está bien, tranquila, ahora hablaremos con Elena, entre usted en su casa y le dice a su hijo, cuando llegue del taller, que queremos hablar con él


Carmen, la Ratona, la del 7, pasa las tardes de mesa camilla con Elena, llora que te llora, porque Carmen, si algo tiene dentro, son lágrimas, que no cesan, que toda la plazoleta reza los días de vendimia para que el cielo llore tanto como la Carmen, la Ratona y, la Carmen, cada tarde, cada mañana, mira al cielo y suplica que acabe su llanto
que mire usted lena, que este Antonio mío se me… y to por la tía esa … ¡ay padre mío Jesús! que me lo tiene del revés…
y, la Elena,
si es que te lo dije yo, coño, que a tu Antonio hay que atarlo corto, que tu Antonio pone un pie antes que el otro y sin sabé donde dejó el de atrás, coño, que las mujeres se abren hoy día en cuanto ven unos pantalones distintos del que vieron anteayer, que yo, a mi Rafae…
y, la Carmen
ya lo sé lena, ya lo sé, el padre se lo decía ¡ay padre mío Jesús! que Antonio esto, que Antonio lo otro, su hermana, que usted sabe que mi Charito…
y, la Elena
escúchame coño, que yo a mi Rafae… ¿tu sabes lo que me decía mi Rafae de mozita? pues yo te lo voy a decí , mi Rafae de mozita me decía que yo picoteo porque los hombres pa eso tenemos el pico, pa picoteá, pero delante del altar, con mi Elena, que e limpia


y, la Carmen, la Ratona, la del 7, con el rosario, en la derecha, el pañuelo, en la izquierda, mirando con su ojo derecho los golpes de porque yo me casé muy limpia que Elena se da en el pecho y, con el izquierdo, el retrato de Rafae, de poco antes de licenciarse y aquellos hoyuelos uno a cada lado de la boca y, en estas, la Roble, levanta la mirada del tapete, para mirar a la Carmen, la Ratona, la madre de la Charito, su amiga, y le sonríe, le sonríe a la Carmen, con esa sonrisa suya bobalicona, como iluminada, inclinando su cabecita en su hombro derecho, para ponerse después con su goma, su tiza, su hoja

y es que , la Charito, siempre andaba de pequeña con la Roble
ae, Carmen ¿está Chaito?
y la Carmen, desde la cocina
no Roble, está en el colegio, ¡ay…

y la Charito llegaba, comía, y se lanzaba a jugar a la calle y, siempre que veía a los del instituto hablando con la Roble
tú, Enrique, me cago en la madre que te parió, deja a la Roble Roble toma, que te he traído deberes que me ha mandao don Rogelio para mañana

Y, así, una tarde y otra y, de vez en cuando, se unía la Fali, la de la Bola, a estas clases tan particulares, con la arena como pizarra, el sol, como cronómetro y, la Roble, como alumna que no pierde detalle en primera fila

La Charito es delgada, alta, su rostro desprende adjetivos de una novela de Dumas padre, pero para que la conozcas bien te tengo que decir que la Charito se llama Consuelo, y eso es la imagen de esta muchacha a la vista, un consuelo entre tanto bosque, y nadie quiere ver el bosque ante tal figura
ae, princesa

yo tampoco sé donde escuchó la Roble tal palabra, pero, lo cierto es que, la Roble, siempre que la Charito le acariciaba el rostro, sosteniéndoselo con ambas manos, enderezando su cuello, para después colocarle en la mano una goma, una tiza, una hoja, dejaba relucir su tierna sonrisa, bobalicona, algo así como iluminada
anda vamos, nos llegamos por la Fali y terminamos los deberes, que después el mamoncete del enano me deja sin recreo

la Charito era aplicada, aunque, poco a poco, se estaba dejando ir y, por mucho que los profesores, tanto el de gimnasia, como Ana, la de religión, como don Rogelio, le mandaban cartas a la Carmen, la Ratona, la cabra, como todos saben, tira al monte, por muy avispada que sea y por muchas visitas que Ana hiciera al 7

— Buenas tardes doña Carmen.

— Pase, pase usted, —grita Carmen desde la cocina— qué la trae por aquí ¡ay padre mío Jesús bendito! —saliendo de la cocina limpiándose las manos en el delantal— ya lo sé, mi Antoñito, pero por Dios bendito, si yo lo dejé en la misma puerta del colegio.

— No doña Carmen, no vengo para hablar con usted de Antonio, sino de Consuelo.

— Mi Charito está en la calle, en casa de la Bola, si usted quiere…

— No, prefiero hablar mejor con usted a solas.

y Ana le expone a la Carmen, la Ratona, las preocupaciones de Alberto, de don Rogelio, y las suyas, que Consuelo anda cada día más despistada, que ayer en el recreo por poco no ocurre una desgracia en las escaleras, que hace meses que no participa en clase, que su vocabulario no es de lo más correcto y, que las cartas que se han mandado para poner al corriente a usted, su madre, no ha recibido respuesta

— Ay hija mía, yo de cartas qué le voy a decí, si no sé lee ni escribí, mi marío se encarga en casa de los papeles —le dice, mientras le ofrece un vaso de agua.

— Pero usted y su marido se habrán percatado de que su hija cada día va adquiriendo costumbres que no son las más correctas.

— Yo, no sé, mi marío anda todo el día allá, pero siéntese por Dios señorita, siéntese —Ana se sienta, no muy segura, pero se sienta— porque eso, que el apoderao llega nada más terminá de comé y ya no viene hasta lo menos las ocho y, la niña, todo el santo día en la plazoleta, y mira que se lo tengo dicho, pero ella como el que oye llové. Yo, bien lo sabe el que está arriba —cogiendo una estampita de Nuestra Señora de Fátima— a ella se lo pido todas las mañanas…

— Escúcheme Carmen —sujetando el vaso con las dos manos— ¿Han pensado ustedes que Consuelo estudie el Bachillerato en Sevilla? Me ha comentado en clase que le hace ilusión, y que su tía tiene dos hijas de su misma edad.

— Ay, hija mía —levantándose para ir a apagar el fuego de la hornilla—, mi Antonio a eso siempre dice lo que decía su cuñao, el extremeño, que los mandas al instituto y, después, no te sirven ni pa ricos, ni pa pobres.


y, Ana, dejó el vaso en la mesa, el Antoñito entró y se quedó petrificado al ver a la de religión en su casa y, tras él, los primeros ecos de una polvareda, una polvareda que crecía por momentos y, con ella, la agrietada voz del Jacinto gritando por Dios Elena que la va usté a matá, que la va usté a matá





Álvaro Jiménez Angulo
Diciembre 2009

LA SEÑORA por Joaquín Abad

¿Cómo iba a tirarse a su profesora de spinning? ¿Dejaría de una maldita vez de fumar? Pero, sobre todo, lo más importante, ¿cuándo iba a contarle lo otro a Cabrera?

Julio llevaba tres semanas con dolor de garganta, así que no pudo evitar sentir un pinchazo impertinente al sacar un cigarrillo de su paquete Bester. Los paquetes de Bester tenían ahora con un diseño nuevo: la cajetilla era como un pequeño trozo de muro completamente decorado con grafitti. Era el tabaco que fumarían los negros raperos del Bronx, no cabía duda.
Había quedado con Lucía a las cinco y media en el Horno Santa Rita para discutir si esa noche irían al teatro. «Horno es un nombre estúpido para una cafetería, incluso si cuecen el pan allí mismo», pensó Julio. La ciudad empezaba a oscurecer, pero el impresionante mural de luces de El Corte Británico, rompía la oscuridad, como una pista de aterrizaje para ángeles navideños.
Lucía, se retrasaba. «Tienes que relajarte, Julio, la gente espera al menos cinco minutos, por cortesía», le había dicho Lucía en un centenar de ocasiones.
—Cinco minutos son toda una vida, Luci. —La camarera sirvió la leche humeante sobre el café de la taza sucia de Lucía.
—No hay problema, se lo cambio en seguida.
—Da igual, déjelo así.
—Pero si no es molestia, se lo cambio…
—No, no, de verdad, si ya me he hecho a la idea.
—No. No. Se la cambio…
—¡Que no! ¡Que está bien así! ¡Me voy a tomar el café caliente, por favor! Por favor…
—¿Cómo va lo tuyo con James? —Si alguien no intervenía, Lucía o la camarera (tal vez ambas) podrían salir heridas. La camarera se giró en una dramática muestra de desprecio.
—Pues no va, simplemente —respondió Lucía—. No tengo ganas de hablar de eso. ¿Qué tal tú?
—Pues ahí voy, a ver cómo me consigo a mi profesora de spinning. Sin progresos visibles. Pero, ¿qué te pasa a ti con James, no me lo quieres contar?
Lucía refunfuñó como un búfalo recién despertado de la siesta. Era una chica complicada. Tenía cambios de humor repentinos, y terquedades que la llevaban a Julio a vivir situaciones complicadas —como la que acaba de tener con la camarera— que conseguían ponerlo nervioso. —A veces Julio se irritaba con facilidad—. En su adolescencia había sufrido un leve trastorno bipolar porque le faltaba algún tipo de metal en su cuerpo. «Litio, ¿no?», había preguntado Julio a Teresa, una amiga común que había sido compañera en el instituto de Lucía. «Creo. Pero no te puedes imaginar la que montaba en clase». Pero sí que podía imaginárselo con detalle. Sin embargo, se sentía a gusto con ella. Lucía vivía al día, cambiaba de trabajo casi tan rápido como de amante o sombra de ojos. Ahora había conseguido un puesto de dependienta en una tienda de tés. Por las tardes.
—Hablando de la tienda, el otro día entró tu amigo… ¿José Luis?
—José Enrique, José Enrique Cabrera —corrigió Julio, sintiendo la inquietante necesidad de salmodiar el nombre completo de su amigo: Profesor Doctor José Enrique Cabrera.
—Me puso de los nervios. Entró con una amiga suya, que debía de ser argentina, y él no paraba de hablar a pleno pulmón, con esa voz de ratilla que tiene, sobre su libro, que por lo visto está a punto de publicar. Tiene un ego que no te puedes imaginar. —Lucía olvidaba que Julio y Cabrera eran amigos desde hace años—. Por lo visto había querido incluir la tienda en la que trabajo en su libro, como un pequeño homenaje. Creo que su libro habla sobre el té o algo por el estilo. La editorial no le dejaba.
—Sí, al primero le puso el florido título de Sabor a cacao, algo, que, por supuesto, era exigencia de la editorial, no voluntad suya. Como se vendió bastante bien creo que en el segundo podrá algo de té —explicó Julio.
—En realidad es buen detalle el de incluir el nombre de la tienda en el libro. —Cambio repentino de humor—. Debe de ser una persona generosa, en el fondo.
—No puedes imaginarte cuánto. Me ha salvado el culo muchas veces. Es como un padre para mí. —Julio se llevó la mano al bolsillo de su chaqueta. Pasó ásperamente la yema de su pulgar por la cajetilla de Bester. Habían simulado también el tacto rugoso de aquellos muros neoyorkinos, en un estratégico intento para que la adolescencia se iniciara antes en el tabaco. Sintió que el dolor de garganta bajaba punzante hacia algún lugar indeterminado de su pecho.

La nube de humo de tabaco, aroma de café y vaho, se desbarató casi por completo al abrirse las puertas de madera barnizada de la cafetería. Unas botas de cuero repicaron sobre la solería ajedrezada. Lucía clavó sus ojos sin pudor en la rubia imponente que había entrado. Pensamientos imprecisos surcaron su mente.
—¿Te gusta, eh?
—¿Por qué? ¿La conoces? —Lucía miró intrigada a Julio.
—Es mi profesora de spinning.

—Para mí, la poesía es, Bécquer —sentenció ingenuamente Eva. Lucía no pudo evitar escupir una sonrisa burlona.
Eva, rubia teñida, profesora de spinnig de lunes a jueves de 20:45 a 21:30 y objeto de diversas fantasías y perversiones sexuales, se había quedado a tomar café con ellos.
Al comienzo de una clase de spinning, mientras preparaba las bicis, un par de adolescentes entraron y Eva les preguntó que qué tal le habían ido los exámenes —Eva se esforzaba por conocer a todos y cada uno de los alumnos de su clase, por aprehender algunos detalles y crear lazos—. El examen había sido de Filosofía, la pregunta, previsiblemente, sobre el mito de la Caverna. «Es super importante. Si os sabéis el mito de la Caverna os sabéis Platón, y Platón es la base de la filosofía occidental». «Una intelectual no, por favor, que no sea una intelectual, está demasiado buena para ser una intelectual», pensaba Julio. Quizá todavía había esperanzas.
—De Bécquer me gusta, sobre todo, ese poema… Ese que dice: Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla. Es imposible no sentirse identificado… —Se paró bruscamente, como si hubiera dicho algo inapropiado—. ¿Sois sevillanos, verdad?
Lucía y Julio inspiraron al unísono. Profundamente. Contuvieron el suspiro.
—Sí, ese es de mis favoritos. —«Hijo… de… puta…».
—¿En serio? —Eva abrió desmesuradamente su sonrisa. Julio apreció algunos dientes descolados—. Yo, en el fondo soy una romántica…
—Se te nota, se te nota… —interrumpió sutilmente Lucía. Leche caliente en el café. Muy caliente. Hirviendo.
—¿Soy clásico o romántico? —continuó Julio—. Yo, como Bécquer, también soy, en el fondo un romántico.
—¡Ay, te lo sabes! ¡Te lo sabes! ¡Es ideal!... ¡Otro! ¡Recítame otro de Bécquer!
—¿De Bécquer, eh? Déjame pensar…
Lucía se revolvía inquieta en su silla. Su humor estaba por cambiar de un momento a otro. A Julio le divertía todo aquello.
Repentinamente, Eva agarró con sus dos manos las de Julio, en un gesto conmovedor. De entre sus guantes cortados asomaban unos dedos delicados, con un barniz de uñas rosa pálido y motas de purpurina, como le que usaría una niña para maquillar a su muñeca un día de fiesta a la que asisten otras muñecas de la mano de sus niñas.
—Me gustas cuando callas porque estás como ausente, —«Hijo…».
—y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca.. —«… de…».
—Parece que los ojos se te hubieran volado —«… puta».
—y para que un beso te cerrara la boca. —Se interrumpió cuando Lucía le clavó las uñas negras en su muslo, a conciencia, por debajo de la mesa.
—Sí… ¡Me lo sé! ¡Me lo sé! Es precioso…, pero… —Eva dudó un momento, como si fuera a decir algo que pudiera comprometer a Julio—. ¿Es de Bécquer?
—De Bécquer o de Machado, para lo que va a servir… —Lucía miraba el reloj nerviosa.
Eva sacó un paquetillo de Oscar de su bolso.
—¿Fumáis?
—Por supuesto —dijo Julio.
—Yo no —aclaró Lucía.
—Oye, Julio, tenemos que quedar un día después de clase, para tomar una cerveza. —¿Había dicho algo que la comprometía?—. Bueno, nosotros no, toda la gente de la clase de spinning, me refiero. Vamos, que no me importaría tomar algo contigo a solas, pero…
—… más gente es mejor, claro —zanjó diplomáticamente Julio.
Cuando Eva se marchó, Julio se volvió hacia Lucía:
—Bueno, ¿qué?, ¿vamos al teatro?
—¿No hemos tenido ya bastante teatro por hoy?

—Yo también he hecho alguna vez, alguna cosa de la que no me siento especialmente orgulloso. —«Especialmente debería ir en cursiva», pensaba Julio—. Le debo mucho dinero a un amigo, y…
—No te preocupes, seguro que no es tan grave… —Hubo una pausa artística, casi tensa. Eva empezó a ponerse el sujetador, con un pudor inexplicable.— Yo no tengo mucho dinero, pero…
—No. ¡No! Además, no tienes ni idea de en qué me lo he gastado… Si se lo cuento me mata.
Eva había encendido la pequeña lámpara en forma de corazón de su mesilla de noche —vertía sobre la habitación una inocente luz encarnada— para poder encontrar el resto de su ropa. Se paseaba tranquila, como un gran danés, por su habitación, recogiendo cada prenda desparramada por el suelo. Terminó de vestirse en silencio. Julio le dio la espalda desde la cama.
—Seguro que es por una buena razón, tu amigo lo comprenderá.
Aquello no podía ser cierto. ¿Qué estaba tramando aquella rubia? Julio debía guardarse las espaldas.
—Julio, hay algo que no te he contado.
—¿Sí?
—Estoy casada…
Desde la cama, volvió a darse la vuelta hacia ella. Alguien, tal vez, debería terminar aquella frase. La luz empezaba a irritar los ojos de Julio. Algo estaba empezando a ir estúpidamente mal. Apagó la lámpara. Eva volvió a encenderla para mirarlo a la cara.
—Respecto a lo de tu amigo… Sea lo que sea, puedes contar conmigo. —Sonrió.

—¿Y sabes qué serie me tiene completamente, completamente enganchada?
La respuesta prometía.
—La señora.
—¿La señora? —No había ni un solo episodio de aquella telenovela, pero Julio no podía imaginarse un culebrón peor. Español, además.
A aquella cerveza de después la clase de spinning habían acudido, además de Julio y Eva: Miguel Ángel —que se había marchado porque al día siguiente tenía clase en la Facultad— y Mercedes —que se había marchado para que Julio y Eva pudiera acostarse juntos—.
—Es una serie en que el que todo el mundo sufre, pero al final todo el mundo encuentra sentido a su sufrimiento. El amor triunfa. En cierto modo.
»La vida debería ser como La señora. Quiero decir, que el sufrimiento debería tener algún sentido. Bueno, no sé si me sigues… Perdona, ya me estoy poniendo un poco tonta.
—No, no… Sigue, por favor. —«Se está poniendo tierna, ya es mía, ya es mía»—. Seguro que es una serie maravillosa. Tengo un amigo que me la ha recomendado especialmente. Me ha dicho que es una serie que está perfectamente construida, desde un punto de vista narrativo… —Se dio cuenta de que por ahí no iba a conseguir gran cosa, así que cambió de tercio rápidamente:
—Tú si que estás hecha una Señora —dijo mientras la enganchaba socarronamente de la cintura.

Otra noche le contó lo de su tío.
Eva estaba encima y lo agarraba del cuello, mientras le clavaba las caderas para sentirla lo más dentro posible. Al principio con suavidad, casi con ternura, luego con más fuerza, violentamente, atenazando con los pulgares su nuez para estrangularlo. Mientras más le costaba respirar, más fuerte aferraba Julio las sábanas en sus puños, hasta clavarse las uñas en las palmas de las manos, hasta querer sangre.
De repente ella lo soltaba, como si solo en ese momento fuera consciente de que estaba haciendo, contra su voluntad, algo terrible, y tenía que concentrarse al máximo y poner toda su voluntad para detener algún demonio atávico que la poseyera.
—Está bien, no te preocupes, no me haces daño… Si quiero parar, podré contigo —decía él irónicamente, pero sospecha que quizá no fuera cierto, que ella era la profesora que estaba más en forma que él.
—No, no…
Se detenía. Se tumbaba en la cama como una ninfa ebria. Le tocaba a Julio penetrarla.
Gritaba. Gritaba muy fuerte mientras la penetraba. De placer. De placer o de dolor. De dolor. Y mientras más fuerte gritaba más fuerte la penetraba Julio, queriendo acompasarse con ese dolor, buscar el acorde absoluto. Hasta que llegaba a asustarse. Pensaba en lo que dirían los vecinos, eran la excusa perfecta.
—No puedo, no puedo… —lloraba amargamente ella.
Julio no sabía bien qué hacer. Paraban algún tiempo en el que miraban al techo sin ninguna intención en particular.
—¿Me cuentas qué te pasa? —casi ordenó Julio.
—Es por mi tío.
—Por tu tío…
—Me violó.
—No… Pero… ¿Por qué no me lo dijiste antes?
—No lo sé Julio. No quiera agobiarte.
«No me agobias», pensó Julio.
—Bueno, cuéntame, ¿qué paso, fue hace mucho?
—Prefiero no hablar de ello.
Julio reanudó el ritmo. Ella, los gritos.

—¿Cuánto tiempo?
—No, no, no quiero…
—¿Cuánto tiempo?
—No…
—¿CUÁNTO TIEMPO?
«Estoy dándole sentido a su sufrimiento, solo eso», se justificaba Julio.
—¡Años!... Varios años…
—¿Varios años? ¿Cómo pudiste aguantarlo?
—No lo sé, no lo sé… Yo…
—Lo denunciarías. —Aquello no era una pregunta, era una orden.
—Mi familia no quería, hubiera sido un escándalo…
—¿No lo denunciaste? —con ira.
—¡Sí!, sí lo denuncié, ahora está en la cárcel.
—Ya, y me dirás que vas a visitarlo…
—Julio, no tiene otra persona…
Aquello era demasiado. ¿Por qué estaba tan irritado? ¿Por qué estaba enfadado con ella? Él no tenía derecho a estar enfado con ella —si acaso ella con él…—. ¿No tenía derecho a estar enfadado con ella?
Salió de ella y la dejó en la cama.
—¿Pedimos algo de cenar? —preguntó.
—¿Pizza? —preguntó ella.
Julio se acercó al teléfono. El bolso de Eva estaba allí mismo, sobre la encimera. Metió la mano en el bolso. Sacó el paquete de Oscar. Encendió un cigarrillo. Se llevó la mano mecánicamente a la garganta.

Pasaron los días, con sus noches.
Los lunes, martes y jueves, después de las clases, iban a tomar siempre la misma cerveza al mismo lugar, siempre solos. Luego, al apartamento de Eva. Los fines de semana al cine. Ella pedía palomitas con miel, con caramelo, Coca-cola Zero, cosas así. Él casi nunca compraba tabaco y metía la mano en el paquetillo de Oscar, con impertinente naturalidad. «¿Por qué fumas esa mierda que no sabe a nada», le decía, «Pásate al Bester. En esta maldita ciudad todo el mundo fuma Bester». Sonaba como un agente publicitario que acaba de perder su trabajo.
«Creo que me gusta como huele tu sudor. No es demasiado fuerte… ni desagradable», le decía ella mientras conducía hasta su apartamento. Julio se duchaba allí. Había dejado unos vaqueros y un par de sudaderas para tener, al menos, algo limpio. El dentífrico lo puso en la estantería de los esmaltes de uñas —rosas, pero también azules eléctricos, rojos pasión, púrpuras señoriales—, sin temor a que un día pudiera confundirse de bote.
Seguía, también, la sensación de que algo iba irremisiblemente mal.

Despertó con el rostro de Eva que lo miraba embelesado, como otra Eva mirando otro rostro, después de pasar la primera noche en el paraíso.
—Te quiero…
Julio estiró los brazos. Su mano se aferró al hueco tibio de la almohada sobre el que había anidado la cabeza de Eva. Estaba, inquietantemente, húmedo.
—Tengo que irme. Nos vemos la semana que viene en tu clase.
—Sí, yo también. —Julio podía sentir como Eva esforzaba la indeferencia en esa frase—. Los viernes son días de visita conyugal.
No pudo terminar de entender aquello. No quiso terminar de entender aquello. Se imaginó un cuarto estrecho pero sorprendentemente limpio, una sola cama en la que apenas cabrían los dos, un guardia que cerraba la puerta y clavaba con envidia sus ojos en aquel pobre tipo, que no tenía libertad, pero que tenía mucho más que él.
Sintió otra vez ese terco dolor indeterminado. Esta vez quizá fuera un vértigo. Aún desnudo, pero sintiendo ya sus vergüenzas, buscó desesperadamente en el bolsillo de su chaqueta. Adán y Eva no tuvieron tantos problemas en el paraíso. «Para empezar, no tenían padres. Así que tampoco podían tener tíos», pensó Julio. El bolsillo de la chaqueta estaba vacío. «Va-ci-o».
—¿Te queda tabaco?
—Claro.
Encendió el cigarro ella misma, le dio una calada concienzuda. Tragó el humo y lo introdujo en la boca de Julio mientras lo besaba. ¿Era eso ternura? Julio arrancó el cigarrillo de entre sus dedos y no pudo evitar fijarse en el esmalte rosa de sus uñas.
Salió a la calle. Sacó su móvil. Buscó la c en su agenda.
—Cabrera, tengo que contarte algo importante… —Estrelló la colilla con rencor contra el suelo y aplastó la pavesa con su bota, como un nazi aplastaría la cabeza de un judío con la suya contra la acera.
—Julio… ¿podrías dejar de llamarme por mi apellido, por favor?



Sevilla, 6 de diciembre de 2009