lunes, 30 de noviembre de 2009

QUÉ MÁS PUEDE PASAR por Braulio Moreno Muñiz braulio_moreno@ya.com

QUÉ MÁS PUEDE PASAR

No es que sea demasiado tarde, es que el decorado que rodea a Jorge es sumamente triste, bonito, pero triste. Son las nueve de la noche, y han terminado las clases por hoy. El edificio de la universidad es oscuro, por eso va pensando que es triste, aunque cuando ha venido a clase siendo aún temprano como para que el sol esté bajo el horizonte, no lo han contagiado de tristeza las piedras grises de los añejos muros que lo rodean y lo acompañan hasta la puerta. Ahora lo invitan a caminar cada vez más deprisa, porque a estas horas de la noche, el edificio está desierto, y aunque él no quiera, la excesiva soledad lo hace recordar películas como "Tuno Negro" o "Los crímenes de Oxford". Intenta quitarse de la cabeza la idea de que puede ocurrirle algo, pero como no es capaz de dominar su incipiente miedo, todo lo que hace para entretener su imaginación, queda frustrado ante ese conglomerado de circunstancias que lo llevan indefectiblemente hacia terrenos cuyo dominio pertenece a ese pequeño pánico que le provoca la falta de luz.
Trata de recordar algo agradable, pero no lo consigue, en vez de eso, en sus oídos resuenan, viniendo desde su espalda, unos pasos. Por la gravedad y pesadez del sonido de los talones contra el suelo, y por la cadencia del ritmo, parece que es un hombre. Esto no significa nada, pero es el caso que la mayoría de los asesinos en serie de las películas que Jorge ha visto, son hombres, lo que lo deja con un más alto porcentaje de posibilidades de que la persona que va tras él sea alguien cuyas intenciones son las de hacerle daño. Está tentado por volver la cabeza y ver quien es, pero no le parece digno porque ese gesto lo haría demostrar que tiene miedo, y lo haría caer en el más espantoso de los ridículos, cosa a la que teme más que a perder su propia vida. Así, que se decide a apretar el paso para enfilar el último tramo del pasillo que lo va a conducir hasta la calle.
Una vez fuera del edificio, pero aún dentro del recinto de la universidad y después de haber superado el miedo que lo atenazaba, agradece el gesto de aquellos que en su día sembraron generosamente las aceras de farolas. Ya está más alegre, incluso se sonríe ante el cercano recuerdo de haberse dejado llevar por el pánico en una situación que ahora se le antoja como de lo más trivial. Cuando va a traspasar la verja de salida del campus, y va a incorporarse a la calle para girar a su izquierda y dirigirse a la parada más cercana del autobús de la línea uno, se encuentra, de pronto, conque desde su derecha viene un grupo de... ¿De qué? No es capaz de asimilar lo que sus ojos ven. Hacia donde él se encuentra, viene un enorme grupo de personajes que, al principio, no es capaz de reconocer, pero después llega a apreciar que los que encabezan la marcha son tres o cuatro naipes del tamaño de personas de mediana estatura, y del borde superior les nace algo así como unas cabezas, mientras que de los costados y del borde inferior, les sale como unos brazos y unas piernas. A estos naipes humanos les siguen, en lo que pretende ser un desfile ordenado, una serie de cafeteras, tazas, y lo que parecen ser piezas de ajedrez de tamaño excesivo, todos con sus respectivas cabezas, brazos y piernas.
Jorge no acaba de salir de su asombro cuando, al acercarse el pintoresco grupo, alcanza a oír que entre risas y cantos, algunos de ellos llevan una conversación animada; e incluso, uno de los naipes que encabeza el grupo, alza la voz y, en dirección a donde él se encuentra, lanza un grito y pregunta: <<¿Hace mucho que habéis llegado?>>. Como Jorge no cree que se estén dirigiendo a él, entre otras cuestiones, porque no los conoce de nada, gira la cabeza en sentido inverso al que trae el grupo, y ve que los esperan, cerca del semáforo hacia el que ha de marchar, una jovencita rubia y vestida con ropa nueva pero de una época ya pasada, y un conejo blanco y gordo, del tamaño de un hombre adulto, que no hace más que mirar un reloj de bolsillo que cuelga de una cadena dorada, éste levanta la cabeza otra vez y exclama: "Si no os dáis prisa, no llegamos". Ante esto, Jorge no sabe si reír o llorar, no sabe si sentirse bien por vivir un sueño, o, si por el contrario, ha de preocuparse porque esté padeciendo un brote psicótico que debería de ser tratado por un especialista. El caso es que, en menos de quince minutos, ha pasado de vivir unas escenas de los "Crímenes de Oxford" a ser testigo de la materialización de algunos personajes del famoso cuento de Lewis Carroll.
Algo preocupado por su estado psicológico, y presa de una excitación provocada por los acontecimientos que a esas horas de la noche, se desarrollan ante un hombre poco acostumbrado a vivir aventuras, sobre todo sin él ir a buscarlas, Jorge se arma de valor y se introduce en la corriente de personajes que, justo en esos momentos, pasan por delante de él. De forma decidida, y más por demostrarse a sí mismo que es capaz de sobreponerse a cualquier amago de alteración de la realidad, que por animadversión hacia aquellos que ahora lo rodean, camina calle abajo a un paso que hace que no avance más deprisa que el grupo de raros personajes, pero tampoco más lento, o al menos no tanto como para quedarse a la zaga y deshacerse de su más que extraña compañía. Intenta aminorar su marcha, y cuando parece que va a desprenderse de los que lo llevan casi en volandas, una mano le toca la espalda, él se vuelve, y ve que quien lo ha llamado no es otro que el alfil negro, que con una sonrisa pintada en su oscuro rostro, le pregunta:
- ¿Tú de que vas disfrazado?
A lo que Jorge, mitad sorpresa, mitad indignación, contesta:
- No voy disfrazado.
- Pues vas a tener que salirte del grupo, porque así estás estropeando el efecto que queremos provocar a los que nos esperan en el Casino de la Exposición.
Como si eso le importara, asiente con la cabeza en silencio, y a fuerza de tropiezos y de algún que otro empujón, consigue alcanzar la cola del extraño desfile. Se para en medio de la acera, y deja pasar unos segundos antes de reemprender su marcha a la zaga de los personajes extraídos de "Alicia en el País de las Maravillas".
Ahora empieza a encontrarse aturdido, y sufre como una especie de vértigo, pero no se preocupa demasiado porque piensa que es debido a todo aquello que le ha ocurrido desde que minutos antes saliera de clase, y es demasiado esfuerzo el tratar de cribar con el sentido común lo que le está ocurriendo para separar la realidad de la ficción, sobre todo cuando ésta se disfraza tan bien de aquella, cuando toma cuerpo y modales de hechos sumamente creíbles; o cuando la realidad se disfraza de ficción para gastarnos la terrible broma de esconderse detrás del brillo de sueños ajenos.
Braulio Moreno Muñiz

-Libros mudos por Miguel Ruiz Poo/ Relato 1 miguelpoo@gmail.com

Se sienta. Mira rápido alrededor con un gesto nervioso batiendo su melena, todo está en su sitio en la biblioteca. Olga la estudiante rusa ojea tímidamente los manuales de español, Alfredo continúa su arduo trabajo almacenando en sus blancas sienes, palabra a palabra, la enciclopedia Espasa, ahora lee entre dientes el volumen F-GEO masticando cada palabra, cada definición casi en voz alta como hacen las personas mayores.

Abre su portátil y se conecta a Internet, siguen apareciendo caras conocidas, el joven de la libreta, la mujer madura y apetecible con un portátil igual al suyo, el hombre que solo lee revistas, el hombre que solo lee prensa, todos ocupan exactamente el mismo sitio, desde el primer día, como cada palabra en la enciclopedia que lee Alfredo, ordenadas exactamente.

Somos animales de costumbres, también en la biblioteca –piensa--. Mira sus manos tecleando en el ordenador, están mejor, la biblioteca es el único lugar en el que puede pasar horas sentado sin morderse las uñas, le parece que éste es el único lugar en el mundo en el que todo esta donde debería estar. Le tranquiliza la luz y el silencio, y los libros casi latiendo en un sonido acompasado, toda la biblioteca latiendo esperando ser liberada. Además, después de mucho buscar, ha encontrado la esquina de menos trasiego de la biblioteca, la sala de poesía contemporánea Andaluza.

En esta esquina monta guardia todas las mañanas. Allí esta su primer y único libro “Tornasol” una antología con sus poemas de la adolescencia que alguien creyó conveniente publicar. Al principio no le gustaba espiar a sus lectores, se sentía sucio. Luego, con el tiempo se dio cuenta que no tenía lectores, que era el más inservible de todos los espías, un completo despilfarro para el servicio de inteligencia.

Comienza con su trabajo, decía siempre a sus amigos “no hay trabajo más duro que buscar trabajo, mira su correo, ninguna alegría electrónica, ninguna oferta laboral, ninguna carta de un amigo de la infancia requiriendo sus servicios, ninguna novia antigua enviando un beso virtual. Ojea la bolsa de trabajo del desempleo, infojob, cibercontrata, laboralia, conoce las ofertas casi de memoria las mismas desde hace meses, las mismas en las que dice:

- Jóvenes menores de veintiuno.

- Sólo con contrato de formante.

Escucha ruidos, cuchicheos, el mugir de una manada de sillas arrastrándose sigilosamente. Han llegado los estudiantes por detrás, en el apartado de libros de texto, allí se arremolinan todos, allí rugen las miradas que disimuladamente se apartan de los libros para llamar la atención de otros ojos. El lo sabe, también fue estudiante.

Ahora la intensidad del ruido es mayor. A los gritos hormonales de los estudiantes se unen las búsquedas de los amantes de narrativa, que pasan por la esquina de la poesía con indiferencia. La multitud coge y deposita, coge y deposita, deposita y coge, tejiendo el ritmo al que baila la biblioteca.

Sigue con su rutina, la misma desde hace meses. Ya son casi doce, desde que dejó de cobrar el desempleo, casi veinticuatro los meses sin trabajar. En el ciberespacio va al apartado ayudas y prestaciones.

—Prestación para desempleados que hayan acabado el paro en el último mes.

—Matrícula gratuita para personas en situación de desempleo que aún estén cobrando alguna prestación.

—Carajo —murmura. Mira alredor con el mismo gesto nervioso, no lo han escuchado, la esquina de los poetas contemporáneos andaluces sigue inmutable.

Ahora Olga se acerca a la estantería callada, se acerca cada vez más a su libro, no puede ser, no puede ser —piensa—, Olga va a coger su libro, pero no, solo estaba curioseando.

—Carajo—piensa. Le parece que nunca esta en el lugar correcto, le parece que hay una edad en la que no se puede estar en el lugar correcto.


Pasea en su bici, hoy ha terminado temprano su circuito en el que entrega todos los curriculum que pueda en las tiendas que quiere. Le vibra la pierna, al principio cree que es un calambre, ya no es un chavalito —piensa—. Luego se da cuenta que es el teléfono. Estaciona como puede.

—Hola Joaco como vas. —dice su padre al otro lado de la línea.

—Mmm... Bien. —tose un poco, muy poca gente sabe lo que se siente al estar días, semanas en silencio.

—¿Has encontrado algo? Que tal la entrevista.

—Mmm... No se me llamaran creo. —Tose de nuevo, las palabras aún salen forzadas raspando la garganta.

Sabe que no lo llamarán, la última entrevista fue hace semanas y no lo llamarán. Recuerda aún el gesto en los ojos del entrevistador sus “¿dónde te ves dentro de cinco años?” sus “¿eres extrovertido o introvertido?”.

Yo que carajo sé, —le hubiese gustado responderle—, ¿y se te digo que dentro de cinco años tu vas a estar en el paro y yo voy a tener tu puesto?, ¿y si te digo que soy una fiesta, extrovertido, responsable, ah y que tengo un defecto soy muy perfeccionista claro?, ¿y si te digo que toda esta entrevista es una puta gilipolles y tu lo sabes?

—Bueno Joaquín esta semana te llamaremos con lo que haya.

—Habrás ido pelado. —continua el padre sin dejarlo terminar.

—Me gusta mi pelo así. No estamos en los cincuenta papá.

—Coño Joaquín tienes que parecer serio.

—Soy serio. —las palabras se calientan y ahora pasan fluidas, solo que no quiere hablar.

—Tienes una carrera, eso debe servir de algo ¿no?

—Lo mismo me pregunto yo.

—Bueno mantenme al tanto, aquí en el pueblo no hay muchas noticias.

—Si bueno, como esta mamá. ¿Ya recupera su tono habitual?

—Por eso te llamo, esta bien y es que —se detiene, se detiene en seco, como su bici hace un momento— el otro día la vecina nos comentó que alguien estaba interesado en el piso, probablemente vayan mañana a mediodía para que se lo enseñes.

—Mmm..., no sé si pueda. -tose esta vez detiene las palabras en la garganta miles de palabras que regresan y estallan en su estómago-.

—Joder Joaquín esta vez no la jodas vale. Esa fue la condición desde el principio. Necesitamos vender el piso, podías vivir allí vale, pero tienes que enseñarle el piso a todo el que lo quiera ver.

—Ummm... umm, esta desordenado.

—Pues ordénalo carajo o estas muy ocupado en la oficina.

—Vale. —No lo aguantaba, no aguantaba no poder tirarle el teléfono, como se tira una puerta, no aguantaba las torpes ironías de su padre.

Se muerde las uñas, sabe que todo esta en juego, ahora muerde sin piedad los padrastros y se siente un ave de rapiña, un buitre aprovechándose de sus manos, un buitre adentrándose en las entrañas de un buey. Se muerde las uñas y odia a su padre.

Da vueltas por su piso sin cesar, suena la cafetera, aún no se ha tomado el primer café de la mañana, mira la cafetera y sabe que reventará su estómago y que será una escalada de ansiedad hasta bien entrada la noche.

Si no esta ocupado la casa le inquieta. Si ha de esperar, prefiere esperar en la cola del paro, en la parada del autobús, en el mostrador de la biblioteca.

—Si es abominable —piensa mientras mira su salón vacío, con tan solo el pequeño sofá de la abuela y una lavadora que también hace las veces de mesa.

Sigue dando vueltas, ahora ve las dos habitaciones al fondo del pasillo, habitaciones que compartía con sus tres hermanos, pasillo que era al tiempo campo de futbol, la pista de los 100 metros lisos durante las olimpiadas del noventa y dos, pasillo que ahora recorre y se imagina a Carl Lewis que le pide su melena prestada, y corre, levanta los brazos al llegar a las habitaciones pero están vacías, no hay pantalones tirados, ni libros, ni peonzas, ni balones, ni discos, se estremece al pensar que corre cada vez más rápido hacia la nada.

Va a su cuarto, se acuesta sobre el colchón que está a ras de suelo. Abre lentamente “la elegancia de los esclavos” lo ojea, ¿y si muere ahora? —Piensa—, ¿y si muere y nadie enseña el piso?, ¿qué inquilino querrá cargar con este muerto?, ¿y si muere y empiezan a leerle en la biblioteca? Suena el timbre.

Camino a la puerta sabe lo que pasará. La casa tendrá vida de nuevo, alguien, quizás el tipo que espera tras la puerta follará en la habitación de sus padres, quizás traiga algún niño que ahora hará carreras no por el pasillo, sino en alguna consola. Sabe que regresará al pueblo con una maleta y las uñas carcomidas. Sabe que regresará al pueblo donde todos sus amigos tendrán un coche y estarán casados. Sabe que en la biblioteca Alfredo seguirá leyendo una a una las definiciones de la enciclopedia Espasa y que Olga seguirá memorizando esas definiciones mientra estudia los manuales de español. Sabe que su libro seguirá mudo por días, semanas, meses, años.

domingo, 29 de noviembre de 2009

'Filosofía de la composición'. Edgar A. Poe

Hola a todos. Os dejo un enlace para los que estén interesados en leer el texto de Poe que se ha citado en varias ocasiones durante las diferentes sesiones del máster.
Un saludo

http://www.pinturayartistas.com/metodo-de-composicion-de-edgar-allan-poe

GALGOS, por Luis Álvarez

Eau Claire, WI. 06:15 p.m.
St. Paul, MN. 07:35 p.m.
Minneapolis, MN. 08:00 p.m.
(cambio de autobús a a las 08:45 p.m.)
St. Cloud, MN. 10:00 p.m.
Alexandria, MN. 11:25 p.m.


El señor diecisiete entrega a pie de la escalera la ficha con el número que le identifica. Sube de nuevo. Son sólo tres escalones, pero el pulso le tamborilea en las sienes como un martillo percutor por culpa de su compañera de viaje habitual en época otoñal, la meteopatía. Casi no hay rastro de Dolores. Aún percibe su intenso olor a sudor. En el que hasta hace un rato era el asiento de Dolores, el señor diecisiete ve una bolsa de plástico con el logo de Safeway que tiene por fuera restos de una crema de color rosa. En el interior ve un envase de yogur Lucerne sabor fresa. Él supone que ella ha decidido probar suerte en este pueblo. Si es cierto que sabe preparar ensaladas Waldorff, como mínimo tiene un par de meses asegurados en el self-service de la gasolinera. Al menos hasta que las tormentas den paso al aislamiento por nevadas.
Pasados un par de minutos, llega el conductor ajustándose la gorra. Está a punto de anochecer. El señor diecisiete ha visto a este chófer al menos tres veces en los últimos seis meses. Veterano de Corea, indispensable en el currículo para acceder a ese trabajo. O veterano de Vietnam. Al señor diecisiete le gustan más las gorras de los que estuvieron en Vietnam. Recuerda cuando el conductor se merendó a un redneck blanco de casi dos metros y botas militares después de colarse borracho en su autobús. Para el agente de policía fue fácil esposarlo y meterlo en el coche patrulla en aquel grado de semiinconsciencia en el que quedó tras vérsela con el señor gorras.


El señor diecisiete nunca ha disfrutado de un trabajo estable. Lo último serio que ha tenido entre manos fue como profesor. Reflexiona sobre lo difícil que resulta dar clases de guitarra electroacústica si se vende la guitarra. En realidad no era suya del todo. La compró a medias por sesenta dólares. La vendió por ciento veinte. El billete entre Pittsburgh y Spokane cuesta ciento noventa y dos dólares con veinticinco centavos. En total, dos mil trescientas noventa y cinco millas. Dos días, seis horas y quince minutos.
Le gusta sentarse en la fila de asientos que queda a la derecha del conductor, junto al pasillo, así puede estirar las piernas. Cree que los números pares dan mala suerte. Se acomoda lo mejor que puede y mira a su lado. Su nuevo compañero tiene ojos pequeños y hundidos, de los que no dan demasiada información. Su ropa está muy arrugada. Tiene el pelo cortado al cepillo, estilo militar. Al señor diecisiete le gusta la manera que tiene de apretar el puño mientras juega con su teléfono móvil. Alternando, también juega con una gran pulsera dorada que tiene en su muñeca izquierda en la que parece que está escrita la palabra gangsta. El señor diecisiete le cuenta al señor dieciocho que se está divorciando.
–El típico divorcio a la americana –le explica–, con abogado orondo incluido.
Silencio.
–En realidad es un matrimonio de conveniencia –le aclara.
El tipo se limita a mirarle. Masculla algo ininteligible. Sube el volumen de su iPod. Se oye como un ruido de fondo, una especie de zumbido. Se frota la frente con cierta rudeza. Al cabo de un momento, se revuelve en el asiento. Ambos intentan conciliar el sueño, con éxito dispar.


El señor diecisiete prefiere el trayecto con la luz del día. El bus de la compañía Greyhound atraviesa campos de maíz y patata aunque lo más colorido son las orquídeas en Brandon. Se levanta. Mira a un niño y al que parece su padre. Cruza todo el pasillo hasta el WC. Cierra la puerta al salir. Observa las Nike blancas con luces del chico que se sienta en el último asiento. Si hubiera dejado embarazada a Anne, las cosas serían diferentes –piensa. Se queda sentado en la misma posición largo rato. Ya no tiene hambre pero se le viene a la mente el sabor de la porción de pizza que tomó como almuerzo. La cabeza le da vueltas y siente ganas de vomitar. Traga saliva varias veces, seis concretamente. El otoño es un mal momento para los meteópatas, al menos en las llanuras del Upperwest. Como no lograr conciliar el sueño ni aislarse de ese fastidioso dolor de cabeza, el señor diecisiete busca algo que hacer y se decanta por un clásico de estos momentos, oír atentamente una conversación, en este caso la del señor diez con la señora catorce. Él tiene un acento sureño. Imagina que es un blanco de New Orleans. Alopécico, gafas de hipermétrope, parece saber de casi todo. Debe ser la clásica persona que dice cosas como: “Cuando estuve en el ejército…”
–Llevo al chico de vuelta –explica.
Tras atiborrarse de varias onzas de Toblerone que parecían la pirámide de Gizeh, el chico duerme con la capucha de la sudadera Everlast puesta. Ella asiente con la cabeza mientras juega con un cigarrillo.
–Su madre no le deja comer chucherías –aclara–. Tiene problemas de diabetes con sólo doce años ­–continúa, mientras le acaricia la parte baja de la espalda. Ella vuelve a asentir. Resulta que sólo puede ver al crío un par de veces al mes desde la separación. Cargado de deudas, se fue a vivir al Distrito de Columbia y acumula horas de descanso para ir hasta Montana y pasar unas horas con el muchacho.
–Es la primera vez que ha estado en Columbia –dice. Ella sonríe sin demasiado entusiasmo aunque llega a fruncir ligeramente sus gruesos labios. Luego deja de sonreír pero continúa mirándole.
–Hace dos días empezó a aprender a disparar mi revólver –comenta. Ella niega con la cabeza, algo violenta. Durante unos segundos el señor diecisiete se imagina a la señora catorce haciéndole una felación en POV. Ella no es demasiado atractiva. Cuando vuelve a conectar con la conversación, él le está explicando a ella que fueron de luna de miel a Lake Tahoe. El señor diecisiete vuelve a pensar en esa idea que le acompaña desde hace tiempo: “Si hubiera dejado embarazada a Anne, las cosas serían diferentes”. Y desconecta de la conversación con la intención de echar una cabezada para superar esas ligeras ganas de vomitar que se han unido a la sintomatología estacional.


El señor diecisiete tiene treinta y cinco años. Se pone las manos en la cabeza, dándose un ligero masaje. Se acaricia el pelo. No recuerda cuándo fue la última vez que se lo cortó. El trayecto entre Seattle y Fort Lauderdale dura tres días, doce horas y diez minutos. Por su experiencia sabe que por doscientos quince dólares no tienes que preocuparte de buscar cama durante una semana. Puedes estirarlo a dos o tres semanas si lo alternas con cabezadas en alguna estación de autobús de medio pelo en medio de la nada con la esperanza de encontrar un trabajo de mala muerte a la mañana siguiente. Si hay suerte, parada más larga. Si no, vuelta a la ruta. Para él, es cuestión de planificación. Desde Fort Lauderdale se puede ir a Miami y luego a Key West para ver la casa que está más al sur de los EE.UU. Es el tipo de cosas que gusta hacer por aquí. Tan excéntrico como ir al Hearst Castle en San Simeon.
El señor diecisiete se percata de que algo incomoda al señor dieciocho:
–Bueno, aquí estamos –le dice.
Gruñido.
El señor diecisiete echa hacia atrás el respaldo del asiento e insiste:
–Estos cambios de tiempo me sientan fatal -comenta. Pero el señor dieciocho sólo vuelve al estado de consciencia el tiempo necesario para apretarse los cordones de las botas militares. Vuelve a mascullar algo ininteligible. Vuelve a subir el volumen del iPod. Vuelve a oírse como un ruido de fondo, una especie de zumbido que ahora el señor diecisiete sí identifica. “I be a gangsta nigga till I die for sure whether I’m poor or I’m filthy rich”. 50 Cent.
Al poco, el señor diecisiete se gira y observa a un chico negro con peinado a lo afro al fondo del todo. Se entretiene en el pasillo iluminando la cara de los viajeros con la luz de la pantalla de su teléfono móvil. Como tantas otras veces, el número de viajeros desciende al oscurecer, sobre todo entre blancos, y se exhiben comportamientos más extraños. Al chico negro no debe serle familiar la cara del conductor del autobús. El señor diecisiete no tiene móvil. Detesta ese momento en el que el individuo se aísla de la realidad y se deja llevar por un ir y venir sin sentido, teléfono en la mano, mientras participa en una conversación innecesaria que cara a cara nunca se produciría. Alguien se encara con el chico negro y su juego de luces. La cosa no parece ir a mayores.


Cada vez que hace un trayecto en autobús, el señor diecisiete se pregunta ciertas cosas. Una de ellas es si el resto de viajeros piensa en su familia. En su caso, su madre nunca superó la muerte de su padre. Él era alcohólico y sólo le interesaba el béisbol. No puede recordar ni una sola ocasión en la que no tuviese los ojos inyectados en sangre. A veces más, a veces menos, pero en constante estado de embriaguez. Su madre decía que eso le superaba, pero se le vio más triste desde aquel martes por la tarde en la que el vecino, el señor Thomas, se lo encontró en la cama, boca arriba, rígido, la cara ennegrecida y unos cercos verdosos rodeando sus ojos. Su padre y el señor Thomas hacía años que no se hablaban. Pero seguían jugando al póker cada martes por la tarde. A la misma hora. Sin hablarse. La botella de Jack Daniel’s estaba recién empezada. ¡Vaya desperdicio! –apuesta el señor diecisiete que hubiera dicho A. C. Era el nombre de su padre. A. C. Green. Se llamaba igual que un conocido ala pívot de Los Angeles Lakers en los 80, la época en la que siendo bastante joven, el señor diecisiete se aficionó a las apuestas. A eso y a leer relatos pornográficos, en los que siempre se utiliza el alcohol como rito iniciático para acabar en la cama. No imagina a su padre regando a su madre en whisky antes de hacerle el amor. Ella era de familia pobre. La criaron sus abuelos. Su madre nunca supo quién fue su padre. Si hubo alguien en la familia que sabía quién era, desde luego supo guardar muy bien el secreto. Su madre se conformaba con cualquier cosa. Una vez le confesó algo:
–Siempre he sabido que no estaba destinada a ser algo especial.
Lo único con lo que nunca se conformó fue con la forma de peinarse de su hijo:
–No tienes estilo para llevar el pelo así –decía. –Y haz el favor de quitarte esa barba –solía concluir.
A él le gustaba preguntarle:
–¿Qué quieres que sea de mayor?
Ella se lo pensaba.
–No lo sé –contestaba. Con sólo veinticuatro años, su madre ya había dado a luz tres veces y bregaba todo el tiempo con la casa y con cada uno de sus hijos.
–¿Qué quieres que haga cuando sea mayor? –le preguntaba de nuevo.
–Tienes que intentar hacer todo aquello que te haga feliz –sentenciaba.
El señor diecisiete cree que todas las personas se equivocan alguna vez. Hace demasiado tiempo que no sabe nada de sus hermanos. Cree que no es casualidad que uno viva en Vancouver y el otro en Sacramento. Y se autoconvence: “Sí, cuanto más lejos, mejor.”


El señor diez se llama Charlie. La señora catorce Sarah. Ni siquiera la cápsula contra el síndrome psicosomático que el señor diecisiete se agenció en su visita a Walgreens en Fort Lauderdale y que finalmente ha encontrado en su diminuta bolsa de viaje le mitiga esa molesta y reiterativa sensación de vértigo. Y ya han pasado los veinte minutos de rigor para que empiece a hacer efecto.


Llegan a St. Cloud. Se reduce la velocidad y con la presteza habitual en el señor gorras, el autobús se dirige a la estación hasta el andén apropiado. Número cinco. Para el motor. Ya hay viajeros agolpados en la puerta de salida.
­­ –¿Tienes coche? –le pregunta repentinamente el señor dieciocho a su sorprendido compañero de ruta.
–No, no tengo –contesta– y se miran el uno al otro.
–Vale.
Y se baja del autobús.
El señor diecisiete le observa a través de la ventanilla. Mira a su alrededor tratando de decidir qué dirección tomar. Y enciende un cigarrillo.


Es noche cerrada. La visión a lo lejos de la tormenta es de ésas que desvela incluso a los que mejor se adaptan a ese atentado a lo ergonómico llamado Greyhound. El señor diecisiete intenta recordar lo que Anne le dijo cuando decidió que lo que había entre ellos se había acabado. Le parece increíble poder olvidar esas palabras. Sin estímulo aparente, siente un intenso deseo de verla. No hay nada en el mundo que le hubiera gustado más que sentirla en el fondo del corazón. Suena la melodía en sonido real de lo que parece un móvil. Una vez: “I be a gangsta nigga till I die for sure whether I’m poor or I’m filthy rich”. Dos: “I be a gangsta nigga till I die for sure whether I’m poor or I’m filthy rich”. El señor diecisiete lo localiza en el suelo, justo debajo del asiento dieciocho. Y tres: “I be a gangsta nigg…”
–¿Sí? –contesta.
–¿Eddie? ¿Eres Eddie? –se oye al otro lado del auricular.
–Claro, soy yo –contesta intuitivamente el señor diecisiete mientras su pulso se acelera ligeramente–. ¿Quién eres?
–Skinny quiere que apuestes lo convenido a Racoon en la tercera carrera de la matinée. Entrará en la tercera posición. ¿Lo captas? Tercera carrera, tercera posición. Confírmame que lo harás. Está todo apalabrado.
El señor diecisiete no acierta a articular palabra.
–Imbécil, ¿estás ahí?... ¿Eddie?
–Sí, sí. Lo pillo. ¿Canodrómo de…?
–Spokane, idiota. Spokane. En efectivo, nada de apuestas por Internet.
–Vale, vale, todo controlado –responde el viajero ahora también conocido como Eddie, y se corta la comunicación. Decide desconectar el teléfono.
Para el señor diecisiete, el dolor de cabeza es historia. Saca la billetera y cuenta su dinero. Sólo treinta y cuatro dólares y piensa que va a necesitar más. El trayecto hasta Spokane le llevará día y medio más. Las carreras serán el viernes. Vuelta a planificar.

-NACE UNA AMISTAD, por Antonia Jiménez

NACE UNA AMISTAD

Antonia Jiménez Rodríguez

Poco a poco, Shami, abre los ojos. No reconoce la habitación. Esta mañana entran unos hilitos de luz distintos. Se queda un rato mirando a su alrededor. Mira las paredes, pintadas de un color parecido al de las papayas. Mira los cuadros con flores que cuelgan de una de las paredes. Mira la puerta, blanca como la nata. Siente el tacto extraño de las sábanas y las huele. No reconoce el olor y por un momento piensa que está soñando, aunque ese pensamiento desaparece de su mente en el momento en que se abre la puerta y ve la silueta de su madre. Se abraza a ella muy, muy fuerte. Sí, su olor, sus besos, sus caricias son las de siempre.
Se sienta en una silla extraña a desayunar, dentro de una casa totalmente desconocida. Todo es distinto, la leche tiene un sabor raro, el pan, incluso las tortitas de harina que su madre le hace cada mañana, han cambiado de sabor.
Cuando termina, mamá le da la mano, la lleva junto a una gran cortina azul que hay en el salón y le pide que cierre los ojos. Obedece mientras su madre abre de par en par el balcón. Shami nota la claridad y el calor del sol a través de sus párpados cerrados. Siente el aire fresco acariciarle la cara.
–Ya puedes abrirlos –le dice su madre al oído.
–Casi no veo con tanta luz –contesta la niña haciendo una mueca y agarrándose a los barrotes de hierro negro. Pegó la cara a ellos y se puso a mirar. Mira las casas, todas pintadas de blanco y con plantas colgando de las ventanas; los arbolitos de la plaza, llenos de frutas color naranja; la fuente, de la que brotan cuatro chorros de agua. Lo mira todo tratando de recordar cada lugar, cada color, cada olor, todo lo que es nuevo para ella.
–Mañana irás al colegio –Anuncia esa misma noche su madre.
Shami no puede dormir. Da vueltas durante toda la noche. Piensa en los niños y niñas del pueblo, en cómo será la maestra o el maestro, incluso en cómo será su mesa. Da tantas vueltas en la cama que por la mañana tiene las sábanas enredadas en las piernas. Se prepara temprano y sale a la calle cogida de la mano de su madre. Por el camino encuentran otros niños que también se dirigen al colegio. Empieza a ponerse nerviosa porque todos vuelven la cabeza para mirarla, así es que a medida que se acerca al colegio, el corazón comienza a latirle cada vez con más fuerza.
Bien agarrada a la mano entran en el edificio y buscan la clase. Su madre habla con la maestra unos minutos, la despide con un beso y se marcha. Shami se queda helada, hay más de veinte niños y niñas con los ojos clavados en ella. No puede moverse, por un momento le parece que no puede ni siquiera respirar, incluso se le ocurre salir corriendo. Entonces oyó una voz agradable.
–Niños, esta es Shami, vuestra nueva compañera de clase –dice la maestra sujetándola con cariño por los hombros. Y explica a toda la clase cómo la familia de Shami había tenido que salir de Cuba. Se armó mucho revuelo porque los niños de esta escuela no tienen ni idea de dónde está Cuba, así que la Señorita Maite, que así se llama la maestra, saca un mapa del mundo y con el dedo indica a todos el lugar exacto.
–Mirad, esta isla es Cuba, se encuentra en el continente Americano. ¿Tenéis alguna otra duda? –Nada más hacer la pregunta se levantan al menos quince manos. Los niños preguntan qué comen en su país, cómo son los colegios, por qué ha venido a este pueblo y no a otro, cómo es el viaje en avión. Preguntan, preguntan y ella responde todo lo que sabe responder. Hasta que una niña levanta la mano y pregunta.
–Shami. ¿Por qué eres negra?
–No sé, siempre he sido así –contesta sin entender bien la pregunta.
Entonces levanta la vista y mira a toda la clase buscando la respuesta. No entiende bien por qué, pero se da cuenta de que todos son blancos.
La Seño, que así la llaman los niños, explica que en el mundo hay personas con la piel distinta, pero que todos somos iguales. Dice que en el país de Shami, Cuba, la gente tiene muchos problemas y por ese motivo las familias se marchan, para buscar un futuro mejor.
Suena un timbre y Shami sigue a todos los niños hasta un gran patio. No sabe dónde ponerse, no sabe si comerse el bocadillo, no sabe si conseguirá amigos, no sabe muchas cosas y esa sensación le da miedo. Se sienta en un escalón de cemento a esperar que suene el timbre anunciando la vuelta a clase. Mientras espera, descubre que un niño de su clase se ha sentado cerca de ella, en el mismo escalón. Decide que ya es hora de perder de vista ese miedo que la ha acompañado durante toda la mañana y con un hilito de voz dice: – ¡Hola! – Ese hola es como un interruptor porque Rafalito, que así dice el niño que se llama, comienza a hablar y no para. Le cuenta cosas del pueblo, cosas del colegio, le cuenta la vida de su familia, le cuenta, incluso, que su tortuga, porque Rafalito tiene una tortuga, está enferma y que el veterinario del pueblo no entiende mucho de tortugas ya que asegura que Matilde, la tortuga, moriría pronto.
–Aunque yo dudo mucho de ese diagnostico y por ese motivo la estoy cuidando yo mismo –dijo y acto seguido suena el timbre y sale corriendo, pero en mitad de su carrera se gira y grita: –Nos vemos a la salida.
–Vale –contesta ella poco convencida.
De vuelta a casa, Rafalito acompaña a Shami y a su madre. Durante el camino les explica muchas cosas del pueblo, de los vecinos, costumbres, fiestas, juegos.
–¿Puedo recoger a Shami esta tarde para jugar un rato en la plaza?
–No sé... –contesta la madre.
Rafalito asegura que jugar es lo más importante para el desarrollo de los niños. Esto hace mucha gracia a la madre de Shami, así es que está de acuerdo.
–Eres un buen chico, Rafalito, puedes pasar por casa a las cinco.
El niño sonríe, da las gracias, atraviesa la plaza y desaparece tras una gran puerta pintada de azul sobre la que cuelga un cartel en el que se lee “Frutería Lola”.
–Es un muchacho muy curioso, habla y habla sin parar –dice la madre.
–Me gusta, es mi mejor amigo. Tengo hambre, mamá.

A las cinco menos cuarto, Shami está pegada a los barrotes del balcón con los ojos fijos en la puerta de la frutería. El tiempo no pasa.
–Mamá, no viene.
–Son las cinco en punto, dale tiempo, llegará – responde su madre.
A las cinco y cinco aparece Rafalito, atraviesa la plaza y saluda con la mano.
–Baja, aquí te espero –le grita desde la calle.
Shami respira hondo, da un beso a su madre y baja a la calle a sentarse junto a su amigo. Rafalito no habla, permanece callado, piensa la niña preocupada.
–Matilde está peor –susurra el niño muy bajito.
–¡¡Rafalitooooo!! –grita la frutera Lola desde la puerta azul de la frutería.
–¡Voy, mama! –contesta a la vez que corre hacia su casa.
Habla un momento con su madre y hace gestos a Shami para que se acerque. La niña decide acercarse y mientras anda mira a la señora frutera Lola, le parece extraña, aunque siempre ha pensado que el resto de las madres del mundo son raras, todas menos la suya, que es una madre normal.
–Hola Shami, me alegro de conocerte –dice la señora acariciándole el pelo.
–Hola –contesta la niña con timidez.
La madre de Rafalito sonríe, le pellizca la mejilla y entra en la tienda. Shami nota en sus manos olor a fruta y a campo, aquello le gusta y piensa que Lola es una buena madre, no tanto como la suya, pero buena.
–Ven conmigo, tengo que cuidar a Matilde –pidió Rafa.
–¿Ahora? –pregunta, no muy segura de querer entrar en casa de su amigo.
–Matilde ha dejado de comer sola. Mi madre dice que no ha probado bocado en todo el día. Tengo que alimentarla yo mismo, si no, puede morir de hambre. Vamos, puedes ayudarme.
–¿Por qué no lo hace tu madre? – volvió a preguntar Shami.
–Soy el dueño de Matilde y por tanto el encargado de alimentarla –argumenta Rafa, muy seguro de lo que dice.

La oscura escalera por la que suben da un poco de miedo a Shami. Cuando acaba el empinado camino llegan a una habitación grande, con los techos inclinados. Rafalito explica a Shami que es un desván y que allí es donde se guardan los trastos. La niña no entiende por qué está allí la tortuga, como si fuese un trasto viejo.
–Mi madre ha mandado aquí a la tortuga porque está enferma y no quiere que ande por la casa porque puede transportar virus o bacterias contagiosas para los humanos.
Shami cogió a Matilde, nunca hasta hoy había cogido una tortuga y le dio un poco de miedo. Mientras Shami observa al animal, Rafalito pica hojitas de lechuga sobre la tapadera de un tarro de cristal. Dice que hay que picar las hojas más tiernas y blanditas. Coge a la tortuga e intente darle su comida con mucha paciencia, animándola a comer con palabras agradables.
–¡Ven Matilde! ¡Toma, come! Vamos guapa, tienes que comer.
–No abre la boca –dice Shami al ver que la tortuga no hace ni caso a las tiritas de lechuga.
–¿Qué voy a hacer? Tienes que ayudarme, Shami, puede morir.
–Nunca he cuidado de una tortuga; pero te ayudaré. Lo prometo –afirmó la niña, levantando la mano.

Pascual el veterinario se colocó unas gafitas pequeñas y redondas. Sacó con mucho cuidado a Matilde de la caja, la miró detenidamente y le tocó las patas para ver si las escondía.
–No reacciona –dice el veterinario negando con la cabeza–. Mal asunto, ha perdido los reflejos. Esperad aquí. Llamaré por teléfono a un amigo mío que vive en la ciudad. Quizás pueda ayudarnos, es experto en reptiles.
A Shami le parece muy buena idea y consuela a Rafalito que ha empezado a llorar.

Cada día, a la hora del recreo, Rafa y Shami juegan juntos, se comen el bocadillo, hablan de la asombrosa recuperación de Matilde, y de los buenos consejos que les dio el experto en reptiles. Sentados en su escalón de cemento preferido, deciden que Shami pediría a los Reyes Magos, que son los que traen los regalos por Navidad en España, una tortuga macho.
–Haremos un estanque para Matilde en el patio de la frutería.
–¿Y si estropeamos el patio? –se preocupa la niña.
–Mi madre me ha dado permiso para hacerlo junto a los rosales, en la tierra. Aunque me ha advertido que como estropee algún rosal, me va a meter de cabeza en el estanque, para que me quede allí con la dichosa tortuga. Y además dice que lo hagamos en las vacaciones de Navidad.
–¡Qué buena idea, Rafa!
En mitad de la conversación se acerca Miguel López, el cabecilla de los recreos., y ordena a Rafa que vaya a jugar con ellos al fútbol.
–No quiero.
–Eres un idiota, que sólo juega con idiotas niñas negras –grita Miguel López acompañado por las risas de sus amigos.
Shami agacha la cabeza y se queda mirando los agujeritos que el tiempo han hecho en el cemento. Miguel López se marcha seguido por el resto de niños que juegan con él al fútbol.
–Te han humillado por mi culpa –se atreve a decir Shami en voz baja.
–Miguel López, me ha humillado desde que entramos a primero y, además, tampoco es tan grave que te humillen, mucho peor es que te atropelle un camión –afirma Rafa muy convencido.
–Estoy de acuerdo.
–¿Con qué?
–Con lo del camión.

Shami corre a través de la plaza. Cruza la frutería por detrás del mostrador como una bala y llega hasta el patio. Rafalito había acabado de cavar el agujero y tiene preparadas unas plantas que su abuela le ha regalado para rodear el estanque de Matilde.
–Vamos a llenarlo de agua y a meter a Matilde para que lo pruebe –propone Rafa entusiasmado.
Cogen la cubeta de la fregona y comienzan a transportar agua. Una cubeta, otra, otra... Pero el agua no se queda, se la chupa la tierra.
–¡Sois tontos! –dice Juan, el hermano de Rafa, desde la ventana de su dormitorio.
Juan les explica que la tierra siempre se chupa el agua y que si quieren hacer un estanque tienen que impermeabilizar el terreno.
–¿Que tenemos qué? –preguntan los dos desconcertados.
–Impermeabilizar.
–¿Eso qué es? – pregunta Rafa.
–Hay sistemas que tapan la tierra para que no se chupe el agua. Si no ¿cómo crees que hacen las piscinas? Los albañiles usan cemento o alquitrán o azulejos. Hay varios métodos –explica Juan, dándose mucha importancia.
Rafa y Shami corren hacia la frutería.
–¡Mamá! Necesitamos un albañil.
–¿Qué habéis roto? –interroga la madre.
–Nada mamá. Es que el estanque tiene que imperme... algo. Bueno que tiene que hacerle una cosa un albañil para que no se le vaya el agua. Me lo ha dicho Juan –se apresura a explicar Rafa.
–Sí, hombre. Si te parece me pongo yo a gastar dinero en tonterías de niños. Lo que necesitéis lo averiguáis vosotros. Bastante tengo yo con tener el patio lleno de tierra y de trastos –responde la frutera Lola, decidida a no gastar ni un céntimo.

Al salir de la frutería, Rafa le dice a Shami que van al almacén de Frasquito el albañil, que es precisamente el padre de Paco, el repetidor de la clase. A la niña no le gusta Paco, siempre está serio y la mira muy raro.
Mientras traviesan el almacén entre bloques enormes de cajas llenas de azulejos, sacos de cemento y ladrillos, la niña sigue pensando en Paco.
–¡Hola! ¡Frasquito! –dice Rafa llamando con los nudillos en una puerta donde hay un cartelito que pone "oficina".
–¡Hombre, Rafa! ¿Qué te trae por aquí? –pregunta Frasquito sacudiéndose la ropa con las manos.
–Vengo a pedirle un favor –contesta Rafa.
–¡Caramba! Has traído una amiga. Esta niña no es de por aquí ¿verdad?
–Es de Cuba, que es una isla grande que hay en América. Se llama Shami y ahora vive aquí, en el pueblo, justo frente a la frutería.
–Me alegro de conocerte. Perdona que no te de la mano, pero las tengo llenas de polvo –comenta Frasquito mostrando las palmas de las manos.
Los niños se sientan en la oficina y Frasquito les pide disculpas por el desorden y por la cantidad de polvo que hay por todas partes. Les explica que desde que su mujer murió todo anda patas arriba. Entonces Rafa le cuenta toda la historia de la tortuga y el problema con el estanque. Además le pidió, por supuesto gratis porque su madre no iba a gastar ni un céntimo, que hiciese el arreglo del estanque.
–Tengo mucho trabajo. Hay gente esperándome para que les arregle sus casas. ¿Cómo voy a perder un día en tonterías de niños?
–¿Puedo hacerlo yo? –pregunta la voz Paco, el repetidor, desde la puerta de la oficina.

Ninguno de los dos salía de su asombro y, sin embargo, van camino de casa acompañados por Paco y cargados con los materiales necesarios para construir el estanque. Cada vez que puede, Shami lo mira de reojo y piensa que no sabe mucho sobre Paco, no tenía ni idea de que fuese capaz de hacer un estanque y tampoco sabía que no tenía mamá.

Paco sabe lo que se hace, piensa Shami. Prepara el cemento con habilidad, corta los azulejos minuciosamente y los coloca en su sitio con mucho cuidado, dándoles golpecitos hasta que encajan totalmente. Habla poco, pero Shami sabe que está contento. Lo nota porque le brillan los ojos de un modo muy especial; lo nota porque lo ve todo el rato sonriendo; lo nota porque hoy, el tercer día de trabajo, Paco les ha contado cosas de su madre.
El estanque casi está acabado. Los niños lo miran mientras comen mandarinas que Lola les ha llevado y hacen planes cuando de pronto, Paco se levanta en silencio y se acerca a los rosales. Shami y Rafa se miran, saben que algo pasa, así es que, deciden acercarse.
–No me gusta hacer planes. Mi madre y yo hicimos muchos planes juntos –susurra Paco casi sin voz.
–Es bonito hacer planes –contesta la niña.
–Pero ahora no puedo realizar ninguno. Ella no está. Y no va a volver...
–¡No digas eso! –interrumpe Shami–. Tu madre está contigo Paco, te lo aseguro. Te acompañará en todo lo que hagas.
–¡Qué sabrás tú! ¡No tienes ni idea! Tu madre está ahí, justo ahí, cruzando la plaza. No puedes ni imaginarte lo que siento. ¡No puedes! –grita Paco a la vez que se seca las lágrimas con la mano.
–Mi abuela murió justo dos meses antes de venirnos a España. –Dice Shami–. Iba a venir con nosotros, era su ilusión, pero no pudo. El día antes de morir, mi madre le pidió que se pusiera buena, que si ella no venía, nosotros tampoco. ¿Sabes lo que contestó mi abuela? Pues la mandó callar y le dijo que donde mi madre fuera, ella la acompañaría, y que sería feliz cada vez que ella lo fuera. También aseguró que el corazón de una madre siempre acompaña a sus hijos, y que sólo necesita que le dediquen un pensamiento agradable todos los días.
Ante la insistencia de Shami, Paco se gira hacía el estanque, respira hondo y dedica un pensamiento a su madre.
–De esto, ni una palabra en el colegio –dijo volviendo al trabajo.
Shami sabe que Paco es un niño triste porque aun no sabe vivir sin su madre.

Por fin ha llegado el gran día, hoy llenarán el estanque. Paco y Rafa limpian el fondo del estanque y la niña coloca alrededor las macetas que la abuela de su amigo les ha regalado. Después de casi veinte viajes a por agua, por fin, está lleno. Sólo falta esperar a ver si en agua se escapa por alguna grieta. Tras unos minutos comprueban que todo está perfecto. Así es que se arma un revuelo impresionante. Los tres saltan y gritan de alegría. Shami vio a Lola, la frutera entrar asustada por los gritos y seguida de cerca por algunas clientas, y vio Juan sonriendo desde la ventana de su cuarto. Se acercó al estanque y comprobó que estaba precioso. Los tonos azules de los azulejos se mezclaban bajo la transparencia del agua. Las piedrecillas blancas formaban una playita que relucía bajo el Sol. Las plantas, perfectamente organizadas, lo rodeaban casi todo.
–Juntos podemos hacer lo que queramos –dijo Shami dando la mano a sus amigos.
–Somos un buen equipo –afirma Rafa.
–Es verdad, somos los mejores –asegura Paco apretando las manos.
Matilde, que hasta entonces paseaba lentamente por el patio, pareció presentir algo porque sin ayuda de nadie se acercó. Caminando pesadamente hasta alcanzar el borde del estanque. Estiró el cuello, levantó la cabeza mirando al cielo y después de unos segundos, sin ninguna prisa, se metió en el agua a nadar.
–Siempre levanta la cabeza y mira al cielo. No sé porqué hacen eso las tortugas –comentó Rafa encogiéndose de hombros.
–¡Yo lo sé! Lo hacen para dedicar un pensamiento a su madre –respondió Paco y le dio un beso en la mejilla a Shami.

sábado, 28 de noviembre de 2009

-ELLOS- por Carmen Romero

No sabe si contarle a su mujer lo que le ha sucedido en la mañana de hoy. Entra en casa y Virginia sale a su encuentro.

- Cuanto has tardado.
- Es demasiado estrés al que estoy sometido.
- ¿Estrés? Pero si sólo has ido a lavar el coche… ¡ni que fuera un camión!

Segundo cree que a ella no se le puede pasar por la cabeza la peripecia que ha tenido con el coche. Además, no sabe ni si quiera si lo entendería.

- Ummm, ya sabes que no me gustan nada los lavaderos de coches.
- Y dónde quieres lavarlo, ¿en la puerta de casa? Está prohibido.
- Siempre los mismos dictan las prohibiciones, siempre los mismos se ríen de los demás. Siempre los mismos… ¡ellos! Ellos son los que siempre tienen el poder y hacen y deshacen a su antojo.





Enciende un cigarrillo negro, el tabaco rubio ha empezado a saberle a poco. Mientras fuma sentado en la azotea piensa en su vecino de al lado. Ese arquitecto que trabaja en el ayuntamiento y que le denunció por haber hecho una escalera en su propio patio. Es que no puede uno ni poner unos cuantos peldaños para poder subir del patio a la azotea en su propia casa. No lo entiende. Segundo se enfurece aun más. No puede aguantar mucho más tiempo esta situación. Demasiado estrés, se lo están comiendo poco a poco. Sus ganas de vivir, sus ansias de luchar y sus deseos de cambio social se están apagando a un ritmo vertiginoso. Coge del bolsillo de la camisa un nuevo cigarrillo y lo enciende con la colilla del anterior aun incandescente. Sigue nervioso, muy nervioso, más que nada furioso. Piensa en la mañana tan aterradora que ha tenido. Porqué a él, porqué si tampoco participó tanto en aquellas manifestaciones, si a penas había conseguido ningún logro, si ni si quiera pudo terminar la mayoría de las impresiones de propaganda electoral… porqué a él.
Virginia hace la cena mientras Segundo no deja de darle vueltas a lo ocurrido. Sigue fumando. Fuma y piensa, Piensa fumando. Virginia sirve la sopa y Segundo se quema la lengua en la primera cucharada.

- ¡Ostias! ¡Lo que me faltaba ya hoy! ¡Me cago en dios!
- Tranquilo Segun, es que no puedes hacer las cosas tan acelerado. Espera, espera.




No deja de darle vueltas. Segundo se levanta de la cama y sale al balcón a fumar. Son las tres. Las tres y aún no había conseguido pegar ojo. No sabe si contarle a Virginia que ha tenido que llamar a la grúa por culpa de los del taller. También duda si fueron los del taller o no debería haber dejado el capó abierto mientras cambiaba el billete para echar monedas a la pistola a presión de agua. Qué le habría pasado, se preguntaba. Porqué en el depósito del aceite había agua. Porqué cuando estaba esperando a la grúa, tras calársele el coche, apareció una furgoneta llamativa cuyo conductor portaba un muñeco de cartón que sacó por la ventanilla en el momento que pasó por su lado… Le asaltan tantas preguntas que es imposible volver a la cama y cerrar los ojos…

-HÁBLAME DE TI por Daniel López Mendoza

HÁBLAME DE TI

Carlo Ferrero González “Yo también he estado en Nueva YorK”, “Mi padre se parece un montón a mí”, “Tuve un cólico nefrítico y te aseguro que duele más que un parto”. Una noche corriente, al salir del cine escuchas a Federico “Me ha encantado la historia, refleja a la perfección cómo el ser humano no se conoce a sí mismo y la fotografía es genial ¿eh?”, Antonio contesta “La morena estaba riquísima” y Carlo apuntilla “A mí también me han operado de apendicitis como al prota”. Carlo Ferrero González.


Carlo camina encogido con las manos en los bolsillos. El viento frío de la tarde reseca sus orejas, agitándole el pelo. Acostumbra a vestirse según el tiempo del día anterior. Hoy ha tenido un mal día en la oficina, no puede quitárselo de la cabeza, Rosario le ha confundido a lo lejos con Martínez. Durante el paseo hacia la cafetería Carlo hace paradas periódicas en los escaparates y se observa en el reflejo del cristal.


-Perdonad la tardanza ―Federico junta las palmas de las manos en señal de disculpa― ¿lleváis mucho rato?
-Sólo una cerveza.
Antonio levanta el vaso mostrándole a Fede el resto de cerveza sin espuma, lo liquida de un trago y una mosca adosada al cristal del vaso emprende el vuelo. La mosca revolotea por la mesa, planea por encima de una silla vacía y aterriza en el asiento de la silla contigua, donde descansa el maletín de Carlo. Fede coloca con mimo la bufanda y el gorro de lana encima del maletín. La mosca espantada sube al respaldo de la silla, abrigado por la chupa de cuero de Antonio.
-¿Qué tal chico? ―sonríe Federico.
-Ahí voy ―suspira Carlo embobado en su cerveza vacía— sobreviviendo.
Federico instala su chaqueta de pana sobre la chupa de cuero y se acomoda en la otra silla junto a Carlo. La mosca abandona la mesa.
-Por fin ha llegado el otoño de verdad ¿eh? El viento mueve las hojas caídas, en mi bloque huele a puchero caliente, vuelven los puestos de castañas. ―Fede golpea con la mano la mesa— ¡Es genial!
-¡Qué dices! ―Antonio levanta el índice y llama al camarero— El otoño es una mierda. Las mujeres se tapan hasta el cuello, parecen todas iguales.
-A mí en otoño se me cae el pelo.
Carlo se peina hacia atrás con los dedos y analiza después su mano sin encontrar pelo alguno. Antonio mira a los ojos de Fede y niega con la cabeza.
-Y encima de todo, mañana va a caer una tromba buena.
-Me parece fantástico, que la atmósfera se limpie de toda la polución humana.
-Yo ―Carlo es interrumpido por la llegada del camarero.
-¿Qué falta por aquí?
-Cerveza.
-Cerveza.
-Yo quería un té con hojitas de hierba buena por favor.
Federico acerca la silla-ropero y hurga en el bolsillo de su chaqueta. Planta sobre la mesa una pequeña grabadora.
-¡Voilá! El otro día haciendo limpieza la encontré. ¿Qué os parece?
-¡Hostia! ―Antonio da una palmada en su frente― La de gilipolleces que hemos grabado ahí.
-Es igual que la mía. La perdí hace años.
Una antigua canción de discoteca suena en la grabadora cuando Fede la acciona. “Perdón” rebobina la cinta. El camarero llega con las bebidas. “Gracias”. Clack. Vuelve a darle al Play. Una melodía a capela formada por tututus y tatatas arranca tras un breve silencio. En la cabeza de Carlo se monta la imagen de la tienda de campaña donde se reunían de pequeños. “Buenos días, es 24 de Julio en el Campamento Costa Tropical y comienzan las noticias” Al escuchar la voz enlatada diciendo “Gonzalo sufrió el robo de sus calzoncillos mientras…”, “Se confirma el romance entre Samuel y Lourdes”, Carlo evoca al pequeño Fede con el pelo rizado y las paletas salidas. Los tututus y tatatas vuelven seguidos de un silencio. “Señoras y señores buenas tardes” la voz chillona de un Antonio con el pelo revuelto y pecas en la nariz penetra en los oídos de Carlo “Vamos a entrevistar al último premio Nobel de Medicina, el Doctor CaradePolla” una risas ahogan el discurso “Ejem, bienvenido Doctor CaradePolla” estallan unas carcajadas que no cesan hasta producirse un corte en la grabación. “Ehh…El número premiado en…en la lotería es el cuarenta y tres mil…uff…mmm…el cuatro, tres, cinco, siete, tres”. Estas últimas palabras, seguidas de un nuevo corte, dejan pensativo a Carlo, sin ponerle cara a la voz.
-¿Y este quién es?
-Quién va a ser imbécil, tú.
La voz de una chica surge de la grabadora interrumpiendo la conversación. “Hola. No sé qué decir” Las palabras de Amanda sumen a los tres amigos en un silencio dilatado.


La cerradura se resiste. Carlo entra tambaleándose en el apartamento y manotea en la pared hasta dar con el interruptor de la luz, click. Despacha sobre la mesa el maletín y el correo. Enciende la televisión y hace un repaso a la programación al tiempo que bosteza. “Ehh…El número premiado en…” las palabras de la grabadora vuelven a su cabeza. Apaga la televisión. Conforme se desvanece la imagen en la pantalla, la figura adolescente de un Carlo alto y esbelto toma cuerpo en su mente. Mira el correo y coge la carta del recibo de la luz y la guarda en una caja. Analizando el resto de cartas, Carlo las separa en dos montoncitos. En el primer montoncito deposita las cartas donde han escrito su nombre correctamente, en el segundo se acumulan las erróneas Carlos Ferrero González, Carlo Ferrer González. Carlo no comprendía cómo Amanda le gustaba a tantos chicos, era una niña insoportable. La última carta está escrita a mano Simón Díaz Márquez. No acierta ni el nombre ni los apellidos, por lo tanto segundo montoncito. Carlo toma las cartas erróneas y las rompe en cuatro pedazos, las junta con las del primer montoncito y las tira todas a la basura. Arrastra los pies hacia la cama.


Carlo corre desesperado por la avenida y no ve cuándo llegará a la cafetería. Lo está pasando mal en la oficina. Hoy le ha pedido por teléfono a Rosario “Pásame con el jefe” y ella ha contestado “¿De parte de quién?”. La tormenta lo ha cogido de lleno, la bufanda chorrea y los zapatos emiten pedos a cada paso. Al detenerse en los semáforos las palabras de Rosario gotean en su nuca, “¿De parte de quién?”, “¿De parte de quién?” “¿De parte de quién?”.


-Puta lluvia.
-¡Dios mío! —Federico se tapa la boca— Se me enfría el alma de verte así.
-Tómate algo que te caliente —Antonio llama al camarero con el dedo— Menos mal que mañana vuelve sol.
Carlo se deshace de bufanda, guantes, zapatos y calcetines. Los coloca en la esquina de la cafetería junto a los paraguas de Antonio y Fede.
-¿Qué les pongo?
-Un sol y sombra.
-Buena elección —Antonio devuelve al camarero el vaso de cerveza vacío— ponme a mí otro.
Fede alza la taza de té ante el camarero y mueve la cucharilla con lentitud. Los golpes de la cucharilla en la taza siguen el ritmo del jazz que llena la cafetería vacía.
-Ayer estuve toda la noche pensando en el campamento —llega el camarero con las copas y Antonio las recoge— Ah, gracias.
-Yo también estuve pensando —Carlo toma un trago— Oh, dios —echa la cabeza hacia atrás y suspira— Esto es lo que necesitaba.
-A mí no se me va de la cabeza Amanda. Cabello de oro, piel de leche y labios ardientes —Federico mueve la mano deleitándose como un italiano— Era una diosa.
-Sí, sí cabello de oro —Antonio da un codazo a Carlo— pero tenía un par de tetas.
-La verdad que a mí nunca me gustó esa chica.
-Por favor Carlo —Antonio abre sus brazos en jarra— Todo el campamento estaba deseando ir a la playa para verla en bikini.
-¿Ah no te gustaba? Mira lo que rescaté ayer cuando volví a casa.
Federico saca del bolsillo un pequeño sobre azul y se lo entrega a Carlo. Una serie de estrellas de distintos tamaños y coloreadas con torpeza envuelven una escritura que tartamudea Amanda.
-¿Y esto?
-Léela, ya verás que divertido.
Carlo saca un papel doblado de color azul. Al desplegarlo se desprende un olor a tierra, igual al de la tienda de campaña. Entre diversas manchas toman posición unos versos inclinados hacia abajo.

Por una mirada, un mundo,
por una sonrisa, un cielo,
por un beso…¡yo no sé
que te diera por un beso!

CARLO


Carlo busca desconcertado los ojos de Federico.
-Se la robé a Amanda porque iba ensañándosela a todo el mundo.
Carlo desvía la mirada hacía la ventana, sin entender nada. En la calle un hombre forcejea con su paraguas. El viento sólo le permite llevarlo del revés. Tras abrirlo y cerrarlo varias veces el paraguas da vuelta y el hombre prosigue el camino. Tres varillas se han roto y el hombre está empapado. Carlo vacía de golpe la copa en su gaznate.


La puerta del apartamento se cierra de un portazo. Carlo tropieza con el mueble de la entrada y da con la cara en el suelo. Incorporándose, agarra el marco de la puerta del baño y entra en él. Mientras intenta orinar dentro del váter, apoya la cabeza en la pared para no perder el equilibrio. El azulejo frío le refresca la frente. Las ideas fluyen al ritmo de la orina. “Por una mirada…”. Suspira al tiempo que golpea levemente el azulejo con la cabeza. “por una sonrisa…” Entra en el salón desplomándose en el sillón. No recuerda cuándo escribió esa maldita carta. Llena los pulmones y resopla expulsando un aire cálido que huele a coñac y anís. En su memoria sólo encuentra las noches en la tienda de campaña, los juegos con los monitores, la comida horrorosa que les daban o las gamberradas qué hacían como dejar desnudo a alguien y lanzarle un cubo de agua fría. Saca del bolsillo un par de cartas. Observa por última vez el sobre azul destinado a Amanda, hace una bola con él porque esa no es su letra y lanza la bola por la ventana. El otro sobre presenta unas letras irregulares Simón Díaz Márquez, le da vuelta Lucía Ayala Ballester. La abre

Hace un mes que no sé nada de ti. No hay manera de dar contigo, te llamo al teléfono y no lo coges, te escribo y no contestas. Estoy desesperada, no puedo más. Por favor llámame, escríbeme o mándame un e-mail luciaayala@hotmail.com.

Un beso muy grande
Lucía

Cierra los ojos y echa la cabeza hacia tras. “Hace un mes que no sé nada de ti”, “Por una mirada”, “¿De parte de quién?”, “Amanda”, “Estoy desesperada”. Carlo abre los ojos y observa la mesa del salón. Los periódicos de distintas fechas se distribuyen sin orden por la mesa. Encima del ordenador portátil está el periódico de hace dos días abierto en la sección de cultura, donde hay una entrevista a doble página. Una actriz sonríe a Carlo en una mueca forzada que sólo deja entrever una paleta. Carlo aparta el periódico y enciende el ordenador, metiéndose en su cuenta de correo.

Hola Lucía, soy Carlo Ferrero González. Vivo en el piso de la Calle Medina donde antes vivía Simón Díaz Márquez. Yo no sé dónde vive ahora, ni nada de él.

Un saludo
Carlo Ferrero González




Los rayos del sol se reflejan en el mango dorado del paraguas de Carlo. El calor se acumula en la cabeza de Carlo y mantiene viva la resaca del día anterior En la oficina está derrotado, al cruzarse por la mañana con Rosario lo ha parado “Ayer te vi en el cine”, “Ah ¿sí?”, “¿Te gustó la película?”, “No estuvo mal ¿no?”, “Pues a mí me pareció muy mala” ha sido la sentencia de Rosario. Carlo lleva meses sin pisar un cine.


-Qué pasa Gustavo Adolfo—Antonio levanta el vaso ante Carlo y lo agita haciendo espuma— ¿Cerveza?
-No por favor —Carlo toma asiento y deja el paraguas en el suelo— Tengo una resaca de cojones.
-Lo mejor para la resaca es una cerveza bien fresquita.
Carlo cierra los ojos, se aprieta un momento cada sien con el pulgar y el índice de la mano derecha y se revuelve el pelo con la misa mano.
-¡Uff! Venga vale.
-Ese es mi Carlo —Antonio hace una seña al camarero— Qué día tan bueno ¿eh? ¡Qué sol!
-El día es maravilloso, con este sol se abren los crisantemos al pie de las veredas.
Llega el camarero recogiendo el vaso de Antonio y la taza de Fede.
-¿Qué les pongo?
-Tres cervezas.
-No, yo quería un zumo de zanahoria.
-Venga hombre —Antonio da un manotazo en la mesa— Tómate una cerveza y vamos a celebrar San Viernes.
-Me parece bien.
Antonio se desplaza hasta la silla vacía. Busca en los bolsillos interiores de su chaqueta y saca un sobre blanco. El camarero vuelve con las cervezas, las deja en la mesa y se marcha. De pié, Antonio agarra una cerveza.
-Brindemos.
-Vale —Federico sonriente se levanta, Carlo también lo hace resoplando— ¿Por quién brindamos?
-¡Por los crisantemos!
Los tres vasos chocan y parte de la cerveza vuela. Toman asiento de nuevo, Antonio abre el sobre y desparrama unas cuantas fotos por la mesa.
-Llevo dos días buscándolas. Mirad, mirad.
Las tres cabezas se aproximan al centro de la mesa para ver la foto de la monitora Lourdes, preciosa. En la siguiente foto aparece Fede con sus paletas salientes empuñando el micro mientras entrevista a un pecoso Antonio.
-Qué foto más chula —Carlo recupera el ánimo— Creo que tengo una parecida.
-Pues claro, si la echaste tú.
-Ah.
Carlo queda extrañado y la foto de Gonzalo intentado rescatar sus calzoncillos de la palmera pasa desapercibida para él. Una nueva foto llama su atención. A la izquierda hay un grupo de chicos riéndose entre los que reconoce a Alfonso, Jaime y Paquito. Escorada a la derecha una pareja de espaldas abrazada por la cintura señala al centro de la imagen. Los cabellos de Amanda y los hombros de Jorge son inconfundibles. La parte central la ocupa un chico bajito y desnudo. Está empapado de agua y el pelo el tapa los ojos.
-¡Vaya! ¿Y este quién es?
-¿Tú qué crees?


La llave entra en la cerradura sin dificultad, la puerta del apartamento se cierra con suavidad. El interruptor de la luz aparece, click, al primer intento y el mueble de la entrada permanece en su sitio. Carlo entra en el baño para lavarse los dientes. Al mirar en el espejo no ve a Carlo Ferrero González, tampoco al Carlo bajito que decía el número de la lotería en el campamento. Se enfrenta con un desconocido. Agacha la cabeza y mira el sumidero del lavabo. El agua arrastra los restos de espuma, atravesando la malla de pelos depositada sobre los orificios del sumidero. Bosteza. “Ayer te vi en el cine” Carlo decide que irá al cine de verdad este fin de semana. Enciende el ordenador para ver la cartelera, pero antes revisa su correo electrónico. Encuentra un e-mail de Lucía.

Hola Carlo, muchas gracias por contestar. Llevo mucho tiempo sin hablar con Simón y lo necesito. Estoy pasando una mala racha y necesito un apoyo. Ha sido todo un detalle que respondieras, seguro que eres una buena persona. Háblame de ti por favor Carlo, ¿Cómo eres?

Un abrazo

Imagina como es Lucía pero no llega a ponerle cara, ni voz. “Háblame de ti”. Mueve el ratón y pulsa Responder.
Cursiva
Hola Lucía

Piensa, pero no sabe por dónde comenzar si por la infancia, por su día a día o por sus aficiones. Tras un largo rato de búsqueda en su interior apaga el ordenador, sin escribir una palabra de un tal Carlo Ferrero González.




Daniel López Mendoza

- VIAJE AL NUEVO MUNDO por Amelia L. Ávila

Viaje al nuevo mundo

Amelia L. Ávila
Nadira es una chica valiente. Su madre siempre dice que lo es. Por eso viaja sola. Viaja sola pero está rodeada de muchas personas. En este viaje le acompañan cerca de cuarenta hombres y alguna otra mujer. En realidad, Nadira todavía no es una mujer pero el hecho de cruzar sola el mar le hace creer que sí. Lleva dos días navegando. Al principio se mareaba, ahora las náuseas ya no la visitan.
Nadira cree saber muy bien qué hace en esa embarcación y sabe que el miedo que siente por el viaje es el miedo que en verdad siente por lo que va a hacer cuando llegue. Está empezando a hacer frío, un frío helado que se te mete en los huesos, como si te los machacara. Un frío contra el que sabe que no puede luchar. No habla con nadie, tan sólo oye el rumor de las olas. Al menos éstas están tranquilas. Nadie debe saber que es tan sólo una niña. Nadira juega a que lo tiene todo controlado, a que guarda silencio porque no le gusta demasiado hablar, a que tiembla simplemente porque tiene frío. Pero ella sabe que todo eso no es cierto. No tiene nada controlado, guarda silencio porque no se atreve a decir nada y tiembla porque le aterra estar en medio de la nada rodeada de gente desesperada. Al menos así se lo parecen a ella. Ellos no se lo han confesado. Y, además, tiene sed, una sed tremenda. Siente cómo la garganta se le pega y apenas le deja escapar el aire.
La barca no mide más de dos metros de largo. Ella ocupa uno de los últimos puestos. Apenas se mueve, piensa que quizás es mejor si no se percatan de su presencia. Junto a ella hay una mujer con un niño pequeño en brazos. Ella tampoco habla pero de vez en cuando, esa mujer la mira. Nadira siente en su mirada algo de paz, como si la estuviera cuidando como a su pequeño. Los hombres que van en la proa discuten a menudo y alzan la voz. El resto parecen casi fantasmas.
Está cayendo la noche, cada vez siente más sed pero no se atreve a pedir nada, prefiere pensar que el agua está reservada para casos extremos a descubrir que no hay agua. La lengua se le pega al paladar cada vez que trata de tragar saliva, es una sensación muy desagradable. En estos casos son en los que un niño echa de menos a su mamá, pero mamá está en tierra y ella rumbo a un nuevo mundo, a una nueva vida. Y aún tiene que aguardar algunos días.
Nadira está encogida en su manta, sin nada más que ella misma, su sed y sus ansías de tomar tierra. Cuando el sol comienza a irse el mar se vuelve muy diferente. Mientras se esconde es como un espectáculo, hay colores que parecen estallar en el horizonte y da la sensación de que un poquito más allá del lugar donde se está escondiendo, vas a ver tierra. Pero no es así, después de la luz llega la oscuridad. Eso es lo que aterra a Nadira. El olor a humedad se vuelve mucho más intenso, el viento te corta la piel y la barca deja de mecerse para balancearse y, acto seguido, comienza su ritual sobre las olas. Se siente la vida que se mueve bajo los listones de madera de la embarcación y prefiere no sacar la cabeza de entre las piernas para no ver nada.

—¿Estás bien? —pregunta la mujer que se sienta junto a ella con un bebé en sus brazos.
—Sí —es toda la respuesta de Nadira.
—¿De veras estás bien? —insiste la mujer.
—Sí —afirma con la cabeza.
—Si necesitas algo... —es lo último que pronuncia la mujer.

A Nadira, en realidad, se le pasan demasiadas cosas por la cabeza. Claro que necesita algo, necesita muchas cosas. Necesita a su madre a su lado. Necesita saber cuántas horas quedan de viaje aunque no tenga un reloj para vigilar el paso del tiempo. Necesita su cama. Necesita beber agua y, sobre todo, desde hace un buen rato, necesita un baño. No puede aguantar más y teme que si pasa mucho más tiempo se lo haga encima. Pero de qué vale decirle a esa mujer todo lo que necesita. Probablemente también ella lo esté necesitando. Nadira piensa en esa mujer. Tal vez alguno de los hombres de la proa sea su marido, o quizás la están esperando en el puerto.

—¿Usted está sóla? —Ésa no es la pregunta que Nadira quiere hacer, pero es la que le sale.
—¿Lo estás tú? —le contesta la mujer.

Nadira no responde, baja la cabeza y vuelve a esconderse.

—Estoy con mi pequeño y estoy contigo. Estoy tan acompañada como tú —afirma la mujer.
—Yo estoy sola —asiente fríamente Nadira.

En ese momento concluye la conversación. La mujer abraza fuertemente al niño que lleva entre sus brazos y Nadira trata de dormir. Pero no lo consigue. Prefiere mirar las estrellas. Las estrellas le recuerdan su casa y le hacen creer que, verdaderamente, no está sola del todo. Esas mismas estrellas que la cubren a ella están cubriendo también a su familia y a la familia que la espera en tierra. Esas pequeñas lucecitas son las que le recuerdan que sigue existiendo, que no está perdida en un agujero negro.
El hombre que se autoproclama patrón del barco parece enfadado. Está riñendo con un chico que se sienta a su lado. Los que duermen se despiertan sobresaltados. Las voces cubren la inmensidad del mar, perturban su sueño. Sus ojos se están encendiendo y cada vez grita más alto. Nadira cree que el chico ha cogido un trozo de su pan. El hombre, de barba negra y piel curtida, se pone de pie y coge al chico por el cuello. Dos mujeres que se sientan junto a él tratan de tranquilizarlo pero él las empuja para que se sienten y toda la barca se tambalea como si fuese a volcar. El chico tiembla, probablemente como tiembla Nadira. El hombre está amenazando al chico con echarlo al agua. Ella piensa que si lo echa a él podría echar a cualquier otro si quisiera. De repente una tensión que hiere se respira en el ambiente. Nadira siente que se le entrecorta la respiración. La pierna del chico comienza a humedecerse por la orina que se le escapa. Nadie se mueve y él sigue chillando, cada vez con más violencia. Coge al chico en brazos y lo tira por la borda. Las mujeres gimen y él hace aspavientos en el agua. Nadira está convencida de que sólo quiere darle un escarmiento, en unos minutos está otra vez a bordo. Y pasan los minutos, al chico cada vez se le oye más lejano y cada vez son menos los que le siguen con la mirada. Están empezando a dormirse de nuevo. Duermen mientras al chico se le pone la cara morada.

—¿Cuándo sube de nuevo? —pregunta con la inocencia de quien aún no comprende dónde está y cómo son las cosas.
—Duerme —dice la mujer al tiempo que le coloca la manta.
—No, ¿cuándo sube de nuevo? —se oye esta vez con un tono más elevado.
—Deja de mirar al mar y duerme —repite la mujer.

Cada vez se le entrecorta más la respiración. Es como si sus pulmones comenzaran a exprimirse mientras ella comprende la verdad. Una bola crece en su garganta y le impide tomar aliento y, sin embargo, el viento le azota con cada embestida. La sed es cada vez más dolorosa, más inquietante. Las manos le tiemblan y en su cabeza sólo puede ver la imagen de un chico hinchado y flotando sobre el mar. Nadira ya sabe que el chico no vuelve a subir. Se pregunta quién es ese hombre, por qué tiene la potestad de decidir quién sale de la barca. Su pasaje es tan caro como el de ella, ni una moneda más. Por qué entonces ella tiene que estar callada. Por qué se callan los demás. Por qué ese chico no está sentado en su hueco del bote.
La noche pasa con una lentitud casi irreal. Si no tuviera el cuerpo entumecido y tiritando diría que todo lo que está pasando es un mal sueño. Pero en los sueños no te duele la barriga, no te mojas con el baile de las olas y no se te atrofian los huesos.
Ya casi amanece. Todo está tranquilo. Hay más hueco en la barca. Nadira tiene la sensación de que nadie recuerda ya al chico que la noche antes se sentaba entre ellos. Es como si nadie quisiera recordarlo. Prefieren creer que son los mismos desde que zarparon, que no pasa nada, que todo transcurre con normalidad.

—Buenos días —es lo primero que oye Nadira cuando sale el sol en medio de todos los pensamientos que, de golpe, se amontonan en su cabeza.
—Buenos días —responde ella con educación.
—¿Cómo estás? —pregunta la mujer.
—Sola —Nadira piensa todavía en la conversación de la noche anterior.
—¿No duermes nunca? —pregunta la mujer.
—Casi nunca, prefiero cuidar mi plaza aquí no sea que al quedarme dormida me echen al mar —la voz de Nadira suena casi desafiante.
—No digas esas cosas. Tienes que descansar, el viaje es largo —trata de convencerla la mujer.
—¿Por qué está aquí? —pregunta Nadira.
—Por la misma razón que tú —responde la mujer.
—Eso no es cierto —niega la niña—. Yo estoy aquí porque mi madre dice que más allá del mar hay un mundo nuevo para mí. Mamá dice que las olas vienen cargadas de sueños y que tan sólo debo seguirlas hasta la orilla. Yo estoy aquí porque mamá trabajó durante meses para pagar mi pasaje y porque papá no se enteró de que embarcaba. Estoy aquí porque no hay dinero para que viajemos las dos y porque mamá cree que mi vida está por empezar. Dice que soy muy inteligente y que nuestra casa es un lugar equivocado, que no es mi lugar. Dice que cuando nací estaba un poco confundida y ahora me lleva a donde me merezco de verdad. Mamá dice —la voz de la niña se apaga— que al otro lado del mar no nos pegan, no nos encierran, no nos venden como mercancías en un mercado. Por eso estoy aquí, porque tengo que estar y porque mamá me acompañó al puerto. ¿Y usted, por qué está aquí? - insiste Nadira.
—Yo estoy aquí porque quiero demostrar a mi pequeño que todo lo que dices es real —responde ella con una sonrisa.

Nadira también sonríe y cierra los ojos. Tener junto a ella a esa mujer le hace sentirse protegida. Sabe que con ella al lado nadie va a echarla al mar.
Cuando Nadira despierta el sol brilla justo sobre sus cabezas. Debe ser cerca del mediodía. El sudor resbala por su frente. Es una mezcla del sudor frío que acompaña a la fiebre y el sudor que hierve por el calor y la deshidratación. Su garganta vuelve a recordarle que tiene sed. La boca ya le huele mal y la lengua es como un trozo de cartón atascado y seco. Al principio no lo nota pero sobre su espalda hay apoyada una mujer. Sólo cuando se mueve tratando, inútilmente, de estirarse se percata de su presencia. El cuerpo de la mujer se desploma sobre el suyo. Nadira le pide disculpas pero la mujer no contesta. Está pálida, un pálido en el que se dibujan sombras azules. Nadira insiste y trata de ayudarla a volver a su sitio pero la mujer no responde. Es una mujer embarazada, tal vez esté mareada por el sol, piensa Nadira. Extiende sus brazos y trata de mojar sus manos para humedecer la frente de la embarazada. Entonces observa cómo sus manos reviven con el agua y siente un deseo irrefrenable de beber. Con las manos juntas tratando de hacer un cuenco con ellas, coge agua del mar que mete en su boca con la desesperación de quien siente que se consume por dentro buscando una gota que ya no puede encontrar en su organismo. Pero cuando el agua llega a la garganta, la sal se le clava como mil puñales que la atraviesan y, sin mirar a dónde, la escupe con un instinto incontrolado. Vuelve, entonces, a sentir sobre ella el cuerpo de la mujer embarazada. No se mueve. No, tampoco respira.

—Ven, ponte aquí a mi lado —la mujer del bebé la invita a acercarse a ella y la abraza.
—¿Está dormida, verdad? —pregunta Nadira nerviosa.
—Sí, al fin descansa —es lo único que acierta a decir la mujer.

La travesía continúa. Son tantos en el bote que parece que la mujer embarazada sigue sentada y, sin embargo, Nadira sabe que no reposa y piensa que, quizás, cuando el hombre de la proa se dé cuenta la eche también al mar. El bebé que lleva dentro no tiene la misma suerte del que está en los brazos de la mujer que se sienta junto a ella. El bebé de esa mujer ni siquiera conoce el mar.

—¿Cómo se llama su bebé? —es la primera vez que Nadira pregunta por el niño.
—Se llama Navir, como mi hermano —contesta la mujer mostrando la cara del pequeño.
—Junto a mi casa vive un hombre que se llama Navir —continúa Nadira—. Es un anciano con una barba muy larga de pelillos arrugados. Navir no tiene familia y mamá siempre dice que nosotras somos su familia. Es un hombre bueno y cuando papá llega a casa enfadado, mamá dice que vaya a hacerle una visita. Es porque le pone triste que papá esté enfadado y no quiere que yo lo vea así. A veces Navir hasta me deja quedarme a dormir en su casa. Yo le llamo abuelo porque no conozco a mis abuelos de verdad y él se pone contento porque lo llame así. Seguro que ahora me está echando de menos. Navir sabe muchas cosas y tiene en su casa montones de artilugios que son como tesoros.
—¿Y a qué se dedica Navir? —pregunta la mujer prolongando la conversación.
—Navir tiene una tiendecita en nuestro barrio. Es una tienda pequeña y muy vieja pero él tiene todo lo que puedas necesitar. Navir lleva en el barrio desde el principio y conoce a todo el mundo —prosigue Nadira con entusiasmo-. Y todo el mundo conoce a Navir. ¿Cuántos años tiene el bebé?
—Sólo tiene diez meses, aún no ha cumplido un año —también la mujer parece entusiasmada hablando—. Pero si quieres, cuando hagamos la fiesta de su primer cumpleaños, puedes venir. Verás qué bien lo pasamos.
—Navir nunca llora, es un bebé muy bueno y muy valiente, ¿Por qué no le enseñamos el mar? A lo mejor quiere verlo —propone la niña.
—Navir no puede ver —confiesa la mujer-, tiene los ojos malitos. Cuando lleguemos a tierra el médico va a verle, quizás pueda curarse y empezar a ver. Entonces vendremos a enseñarle el mar, ¿te parece?
—Claro —Nadira sonríe y mira el agua.

Las horas pasan. Para Nadira el viaje es interminable. No recuerda ya cuándo salieron pero le parece que lleva en el mar una eternidad. Cada vez se siente más débil, le pesan los brazos y, cada vez con más frecuencia, se marea. Debe ser la falta de agua. Ahora no se atreve a pedirla porque tiene miedo del hombre de la proa, pero no puede más. Teme que la próxima vez que intente hablar no le salgan las palabras. Ya ni siquiera siente la lengua acartonada, es como si no hubiese nada dentro de su boca y, al mismo tiempo, como si hubiese una pasta que lo llena todo. Además, nota una fuerte presión sobre los ojos y el estómago lleva sin hacer silencio varios días.
Y aún así, comienza a darle igual, ya no importa. Debe quedar muy poco tiempo de viaje. Según sus cuentas, la de esta noche es la quinta luna. Cinco lunas y después la tierra. Eso fue lo que le dijo mamá. Ya están llegando.
Sólo unas horas y ya está. Nadira decide dormir. Cierra los ojos en un intento de ganarle minutos al tiempo, de correr más aprisa. La última luna toma su lugar. Es una luna enorme, de esas que iluminan todo el cielo. Si se concentra casi puede verse reflejada en ella. Está nerviosa. El viaje va a terminar. Ya empieza a extrañar a la mujer que sigue sentada a su lado, al pequeño Navir y a todos los que no dicen nada pero viajan con ella. A todos les espera una vida nueva en la orilla. Esta noche el mar está algo más revuelto, pero Nadira no tiene miedo, no tiene miedo porque es la última noche. Incluso si pasase algo, ya estarán lo suficientemente cerca de la costa. La embarcación no cesa de moverse. En cada balanceo entra agua dentro y, quienes consiguen levantarse, tratan de devolverla al mar. La madre de Navir lo tiene apretado contra su pecho y Nadira, por primera vez, se acerca a tomarla de la mano. Quizás esa mujer sea su ángel, por eso ahora se aferra a ella, quiere llegar a su lado, no olvidarla. Nadira piensa que el mar está enfadado, debe haberse encaprichado con ellos y ahora no quiere despedirse, por eso está así, por eso este oleaje. Ya se ven algunas luces de fondo, cada vez hay más agua en la barca, cada vez se mueve más la gente. Los hombres de la proa vuelven a discutir, están empapados. Al pequeño Navir lo ha envuelto la última ola. Está tosiendo. Su pequeño pecho suena muy feo, como cuando estás muy enfermo en cama. Hay personas de pie. Otras permanecen encogidas. Nadira no suelta la mano de la mujer. La mujer también tiembla y Nadira lo nota. Ya no existe la calma, ya no parecen estar solos en medio de la nada. Un trozo de la barca se rompe y algunos hombres saltan. Se oyen gritos y oraciones. Están muy cerca de la costa. La barca comienza a hundirse y el pequeño Navir ya no tose. Tampoco llora. No se mueve pero su madre no lo separa de ella ni un instante.

—No sueltes mi mano —dice asiendo con mucha fuerza la mano de Nadira.
—Quedémonos aquí, en este trocito de madera, con los tres aguantará y ya se ven las luces desde aquí —responde Nadira con gran serenidad.
—Ya estamos llegando, ya no falta nada, has sido muy valiente —le alienta la mujer.
—El agua está fría, se me duermen las piernas —se queja la pequeña antes de proseguir- pero no importa. Nadaremos un poco. Soy muy buena nadadora, puedo incluso tirar de vosotros dos. Tú agarra bien fuerte a Navir.
—¡Mira! —exclama la mujer—, allí, es un barco, vienen a ayudarnos. Todo ha concluido, llegamos, lo conseguimos.

Los cuerpos que aún se ven están sujetos en los trozos que quedan de la embarcación. Otros hacen lo imposible por no hundirse y tratan de llamar la atención del barco de salvamento. Están a tan sólo unos metros. El cuerpo de la mujer embarazada está desapareciendo en el mar.

—Mañana descansaremos muy bien —dice Nadira con la voz entrecortada pero muy contenta-. Mi nueva vida va a empezar, ahí está el nuevo mundo, ¿lo ves? Mira cómo brilla, mira sus luces, observa qué cerca estamos. En unas horas estaré en mi nuevo mundo. En unas horas, la familia que me espera en tierra estará abrazándome y llamaré a casa para decir que llegamos. En unas horas abriré el grifo y llenaré un vaso de agua. En unas horas el pequeño Navir irá a un médico y, quizás en unas semanas, pueda enseñarle el mar. En unas horas concluye el viaje. Se acaba todo. Ya no tendremos que volver a ver al hombre que tiró al chico al agua y la mujer embarazada podrá descansar de verdad. Mira las luces —insiste la niña— mira qué cerca estamos del barco. Nos rescatarán, les contaremos todo lo que ha pasado, nos darán algo calentito y podremos dormir un rato. Después despertaremos, tomaremos algo y disfrutaremos de ese lugar maravilloso. ¿No estás nerviosa? A mí me tiembla todo el cuerpo…

No se oye nada. Nadie responde. El barco está ya junto a ella.

—Treinta y ocho hombres, siete mujeres, un bebé y una niña —recuenta el jefe de la unidad de salvamento-. Parece que no hay supervivientes del naufragio.