miércoles, 16 de junio de 2010

-110 (relato 5), de Amelia Labrador Ávila

A veces
puede la soledad
ser una llama.

Mario Benedetti



110

Aquella mañana no iba a pasar nada especial. Cuando salí de casa ya sabía lo que me esperaba. Para un pediatra las cosas son siempre así. Niños que vienen acompañados de madres que lloran, niños demasiado pequeños para pronunciar el nombre de su enfermedad, niños sin pelo, niños rodeados de tentáculos que los alimentan, niños que aún no han abierto los ojos por primera vez. Los niños están por todas partes. Algunos se arrastran por los pasillos, otros sonríen falsamente desde algún cartel. Los hay de los que ya tienen su silueta dibujada en la cama y, como no, los que visito por primera vez. Esos aún no pertenecen a ningún grupo y todavía se asustan cuando me ven.

El ascensor iba subiendo. Primera planta, recién nacidos. Segunda planta, riñones que no responden. Tercera planta, corazones que no cogen el ritmo. Cuarta planta, bip bip de las máquinas de la UCI. Quinta planta, tumores. Cuando se abrieron las puertas del ascensor las atravesé para llegar a mi despacho. Saludé con un guiño a las enfermeras que estaban tras el mostrador. Pasé delante de la 102. Estaba cerrada. En la 104 las limpiadoras fregaban el suelo mientras una mujer acunaba en sus brazos a un niño. En la 106 una joven cambiaba los pañales a una niña demasiado mayor para llevarlos. En la 108 dormían dos niños. Y la 110 estaba vacía. Los lunes solían ser días de bienvenidas. Justo al lado estaba mi despacho. Mientras abría la puerta, una mujer comenzó a adentrarse en el pasillo. Era joven, alta, de ojos grandes, labios carnosos, caderas bien dibujadas y un pecho de no menos de una 95. Caminaba dudando. Se paró en el mostrador de las enfermeras y éstas señalaron la 110. La mujer retomó la marcha acercándose hacia mí.
—Buenos días —dijo— ¿Es usted el Doctor?
— Sí —respondí a la vez que asentía con la cabeza— ¿Puedo ayudarle?
— Me dijeron que subiera a la 110 —explicó— Estoy esperando a que traigan a mi pequeño.
— Entonces me pasarán ahora el informe—dije—La acompaño si quiere a la habitación y va dejando allí sus cosas.
— ¿Tardarán mucho en traerlo? —preguntó ella.
— No lo sé —la acompañé a la habitación y le indiqué dónde podía dejar la bolsa— ¿Por qué no aprovecha para tomarse algo en la cafetería?
— No, cuando lo traigan quiero estar aquí.
— No se preocupe, el niño estará bien. Además, estas cosas suelen tardar un rato.
— Prefiero quedarme aquí —se sentó en el sillón que había junto a una de las camas.
— Como usted prefiera. En cuanto me pasen el historial vengo a hablar con usted.
Volví a mi despacho. Encendí el ordenador. Abrí el armario y cogí la bata. Salí al pasillo para hablar con las enfermeras. La puerta de la 110 estaba cerrada. Continué avanzando y me detuve en el mostrador.
—¿Sabéis algo del chico de la 110?
—No, todavía no nos han pasado el informe —respondió Lici, la mayor de las enfermeras.
—Estarás contento —me dijo Jessica— la madre del chico es de las que a ti te gustan.
—No tanto como tú, preciosa —le cogí la mano pero ella la soltó rápidamente—Y sí, de vez en cuando está bien alegrarse la vista por este pasillo, ¿no crees?
—Una lástima que vengan solas, ¿no? —dijo Lici rellenando unos papeles desde la mesa del fondo.
—Tengo cosas que hacer, ahora vuelvo —dejé el mostrador y salí del pasillo.
Volví a tomar el ascensor, esta vez para bajar a la cafetería. Quinta planta, niños con gorras o pañuelos en la cabeza. Cuarta planta, respiradores artificiales. Tercera planta, electrocardiogramas. Segunda planta, diálisis. Primera plata, niños que caben en la palma de una mano. Al abrir las puertas, el olor a sueros y esterilización se convirtió en un aroma suave a café y tostada. Antes de llegar a la cafetería, a la derecha, estaba la sala de espera. Todas las mesas estaban llenas y había un gran barullo que desaparecía cada vez que sonaba el teléfono. Siempre suena varias veces antes de que alguno se atreva a cogerlo. La mujer que lo hizo en esa ocasión suspiró y se lo pasó a otra señora. Ésa comenzó a gritar hasta que un hombre la abrazó y un chico continuó la conversación. Seguí el camino a mi desayuno.


Cuando subí a visitarlo, el niño estaba dormido. Su madre permanecía en el mismo sillón que ocupó al entrar en la habitación.
—Buenas tardes, señorita—saludé.
—Buenas tardes, Doctor —se levantó del sillón y se dirigió hacia mí —¿Sabe algo?
—Venía a hablar con usted.
—Salgamos mejor al pasillo—ella me condujo hacia fuera y dejó la puerta entreabierta.
—Ya tenemos todo el historial y los resultados de las pruebas —le mostré unos papeles.
—¿Y? ¿Qué va a pasar? —se asomó a la habitación para mirar al niño.
—Bueno… usted sabe que no es nada bueno—comencé a hablar— ¿Está sola? ¿Su marido? ¿Algún familiar?
—No, no, estamos los dos, él y yo—dijo ella—. Pero dígame, qué va a ocurrir.
—Será un proceso duro y largo—puse una mano en su hombro—. Mire, no quiero engañarla. Hay posibilidades pero es difícil. Algunos de los niños salen adelante.
—Él saldrá, ya ha salido de otras, ya hemos salido de otras.
—Ahora es importante que descanse—bajé la mano que había colocado en su hombro hasta su bíceps, le di una palmadita y presioné el brazo.
—Está dormido.
—Me refiero a usted —dije—. Debe descansar o acabará desquiciada, y él no necesita una madre desquiciada.
—Lo intentaré —abrió la puerta de la habitación—. Gracias Doctor.
—Estoy justo aquí al lado—señalé la puerta de mi despacho—, si me necesita, llámeme.
—Gracias —entró en la 110 y cerró la puerta tras de sí.
Antes de entrar en mi despacho miré al fondo del pasillo. Junto al mostrador, Jessica me observaba y Lici resoplaba mientras trataba de poner orden en los historiales que llevaba en las manos.

Habían pasado dos meses desde que aquella joven había aparecido por el pasillo de la quinta planta cuando uno de los inquilinos de la 110 abandonó el hospital. Era un chico de 9 años. Antes de irse entró en cada una de las habitaciones del pasillo y dejó a cada niño un dibujo que él mismo había hecho. También a mí me dejó uno. Se veía un chico con pelo negro y rizado dando la mano a un hombre con bata blanca. Junto a él había dibujada una maleta y una gorra sobre ella.
La madre del chico que se quedaba en la habitación por más tiempo salió a la puerta del pasillo a despedirlo. Le dio un abrazo mientras sus padres sostenían las maletas. Después los abrazó a ellos. Se dio la vuelta, pasó un pañuelo por sus ojos y volvió a entrar en su habitación. El chico dijo adiós a las enfermeras, entró en el ascensor y desapareció de la quinta planta para siempre.
Cuando todo volvió a la normalidad, llamé a la puerta de la 110. Nadie contestó. Volví a llamar y nuevamente no hubo respuesta. Decidí entonces abrir la puerta. En la cama del niño que acababa de irse estaba acostada la joven, mirando a la cama de su pequeño. No decía nada. No se movía. Apenas parecía respirar. El niño permanecía dormido. Pocas veces lo veía despierto. Ya no tenía nada de pelo en la cabeza y había perdido varios kilos desde que estaba en el hospital. Aún había en la habitación algunos globos rellenos de helio, ya a media altura. Me acerqué a la chica y la ayudé a incorporarse en la cama.
—Necesitas un respiro—me senté junto a ella.
—Él necesita un respiro—señaló al niño.
—Si sigues así tardarás poco tiempo en estar tú en otra cama.
—Me cambiaría por él, ¿sabes?—me miró—. Ojalá fuera yo la que estuviese ahí. Lo firmo ahora mismo. Yo por él.
—Pero sabes que eso no es posible—comencé a desabrocharme los botones de la bata.
—Por eso estoy aquí.
—Mira, tengo una idea. Yo termino ahora mi turno. Espera que deje la bata en el despacho y te invito a tomar algo en la cafetería.
—No, no puedo, tengo que estar aquí, con él—Ella se levantó y se fue hacia el sillón que había junto a la cama del niño.
—Estoy seguro de que él no quiere ver así a su mamá—me acerqué a ella y le di la mano para levantarla del sillón—. Hágame caso, yo soy el médico. Usted necesita salir de aquí un rato. Lleva mucho tiempo aquí sola, dese un respiro.
Ella no respondió. Se acercó al niño, le dio un beso en la frente, cogió el bolso y salió al pasillo. Yo la seguí, fui a mi despacho, dejé la bata en el armario, cogí la cartera de la chaqueta y cerré con llave. Cuando salí ella estaba junto al mostrador de las enfermeras hablando con Lici. Me acerqué a ellas.
—¿Nos vamos?—puse una mano sobre su hombro y le mostré el camino con la otra.
Ella asintió.

Nos sentamos en una mesa al fondo de la cafetería. Un joven vino a tomar nota. Ella pidió un té con leche. Yo una coca-cola. Durante unos minutos ninguno de los dos dijo nada. Cuando el camarero vino con las bebidas ella se levantó para ir al baño. Yo aproveché para pagarle la cuenta y esperé. Cuando ella volvió a sentarse a la mesa cogió el té y tomó un sorbo. Yo hice lo propio con mi refresco.
—¿Vivís los dos solos?—le pregunté y dejé mi vaso sobre la mesa.
—Sí.
—¿Desde hace mucho tiempo?
—Sí —ella volvió a coger la taza del té.
—¿Lo veis?
—¿A quién?
—A su padre.
—No—movía una pierna debajo de la mesa y miraba para su taza.
—Perdona si te incomodo—puse mi mano derecha en su rodilla para que dejara de temblar.
—No, no pasa nada. No me importa hablar de ello.
—¿Y no sales con nadie? Eres joven—volví a poner mis dos manos sobre la mesa y bebí de mi refresco.
—No. No me interesa. Estoy cansada, ¿sabes? Y él me necesita. No puedo perder el tiempo con esas cosas.
—Pero quizás te venga bien… un desahogo.
—¿Un desahogo? No, gracias, no quiero más quebraderos de cabeza.
—Creo que te exiges demasiado—puse una mano en su antebrazo—. Todos necesitamos desconectar de vez en cuando. Por salud.
—A mí todo eso ya me da igual.
—Te propongo algo—quité mi mano de su brazo y cogí mi móvil para mirar la agenda—. El jueves que viene es mi día libre, ¿qué te parece si vamos a dar un paseo? Te recojo aquí, salimos unas horas, para que te relajes un poco, y vuelvo a traerte cuando quieras.
—No. No voy a dejar a mi chico sólo.
—Pero aquí no puedes hacer nada—cerré la tapa de mi móvil y lo puse sobre la mesa—.Va a ser sólo un rato. Salir del hospital. Hace mucho tiempo que no sales de este lugar.
—No. No puedo—negó con la cabeza y bebió de su té.
—Venga, lo necesitas —insistí.
—Pero no puedo dejarlo.
—No lo dejas, simplemente sales a tomar un poco de aire fresco.
—No lo sé.

Estuvimos cerca de una hora en la cafetería. A veces hablando y a veces sin decir nada. Cuando ella lo quiso, nos levantamos y nos despedimos. Le di un beso en la mejilla y la vi alejarse por el pasillo que llevaba al ascensor. No volví al hospital hasta la tarde siguiente. Para entonces, el niño había empeorado. Yo había estado tomando unas copas y viendo la tele en casa. Mientras, en el hospital, las cosas se complicaron para el chico. Cuando llegué, todo se había vuelto a calmar. Todo menos la madre.
—Ya me han dicho que ha pasado mala noche—le dije mientras leía el informe de guardia.
—Sí, ya pasó—ella tenía entre sus manos una de las manitas del niño.
—¿Quieres bajar a tomar algo?
—No voy a dejarlo sólo.
—Yo me quedo con él si quieres, es la hora de mi visita, tengo que verlo y hacerle algunas pruebas—miré los indicadores del medicamento que le estábamos inyectando y el suero que aún le quedaba.
—¡Ni hablar! ¡Está loco! No voy a dejarlo—agarró con más fuerza la mano del niño.
—Suéltelo o le hará daño.
—¿Que le haré daño? ¿Está usted diciéndome que le haré daño? ¿Después de la noche que ha pasado va usted a decirme que yo le haré daño?—le temblaban las manos mientras hablaba.
—Venga, tiene que salir de aquí un momento—la agarré por los hombros y la alejé de la cama.
—¡No quiero salir!—la joven lloraba y hablaba cada vez con más dificultad.
—Venga, acompáñeme.
Salimos de la habitación y la llevé a mi despacho. Le ofrecí el sillón del escritorio para sentarse. Ella se resistió pero finalmente accedió. Le dije que esperara allí hasta que la avisara.
El chico tenía que dejar la habitación por unas horas. Iban a hacerle algunas pruebas nuevas. Cuando se lo llevaron, volví a mi despacho y encontré a la joven dormida. Cerré la puerta y continué con mis visitas a los demás enfermos del pasillo. Estaba en la 106 cuando oí gritar a la chica. Salí al pasillo y la vi entrar en la 110.
—¿Dónde está¿—gritaba ella—¿Dónde está mi pequeño? ¿Dónde lo han puesto?
—Tranquilízate—fui hacia la 110—No grites o asustarás a los demás.
—¿A dónde se lo han llevado? ¿Qué ha pasado?
—No te preocupes, no ha pasado nada—traté de callarla—. El niño está bien, están haciéndole algunas pruebas de rigor. No ha pasado nada.
—No volváis a llevároslo sin avisarme—la joven comenzó a respirar hondo para calmarse.
Durante un tiempo no dije nada. Me quedé de pie frente a ella esperando a que se relajase. Tenía los ojos cerrados y se le escapaban algunas lágrimas. Yo cerré la puerta de la habitación y volví a ponerme de pie delante de ella. La chica caminó hacia la ventana y abrió los ojos. Yo caminé y me coloqué junto a ella.
—Sé que es difícil—le dije—, pero tienes que ser fuerte.
—Estoy cansada de ser fuerte—ella puso una mano sobre el cristal de la ventana—. No puedo más. No puedo yo sola. Mira—señaló a unas personas que caminaban por el jardín—. Yo nunca voy a hacer eso con él, ¿verdad?
—No sabemos, tienes que ser valiente—Esas palabras las dije más despacio y no demasiado alto. Mientras las decía apoyé mi mano sobre la que ella tenía en el cristal.
Ella se volvió hacia mí y me miró. Dudé de si hacerlo o no pero acabé dándole un abrazo. Ella dejó que la rodeara con mis brazos y apoyó su cabeza. La acerqué a mí y olí su pelo. Pasé mi dedo índice por uno de sus ojos y sequé algunas lágrimas que se le escapaban.
—Mañana es jueves, ¿recuerdas mi propuesta?—le pregunté.
Ella asintió moviendo la cabeza.
—¿Y qué dices?—Volví a preguntarle.
La joven no respondió.
—Necesitas salir de aquí, hablar con alguien, no estar sola.
— Perdóneme, necesitaba ese abrazo—se separó de mí y volvió a la ventana—. ¿Y usted no tiene nada que hacer? Es su día libre
—Ya le he dicho cuál es mi plan para mañana.
—Pero en su casa estarán esperándolo.
—No se preocupe por eso, suelo pasar sólo mis días libres—respondí—. Entonces, ¿qué dices?
—No lo sé, depende de cómo pase la noche.
—Está bien, yo vendré a verla de todos modos.
En ese momento las enfermeras abrieron la puerta y trajeron de nuevo al niño. La chica se abalanzó sobre él y lo abrazó. El pequeño abrió los ojos y sonrió. Yo salí y los dejé solos. Volví a mi despacho y cerré la puerta. Unos minutos después llamaron.
—¿Se puede?—era la voz de Jessica la que hablaba al otro lado.
—Claro, pasa.
La enfermera abrió la puerta, entró y volvió a cerrar.
—¿Qué estás haciendo?—me preguntó.
—¿De qué hablas?
—Tenga cuidado, señor Doctor, hay cosas con las que no se juega.
La miré de arriba abajo. Se le trasparentaba el sujetador y se había recogido el pelo.
—¿Algo más?—le pregunté.
—No la joda más de lo que está—apoyó las manos sobre mi escritorio—. Piense muy bien lo que está haciendo.
—Si no quiere nada más—le dije apartando de la mesa algunas cosas—, puede irse.


El jueves me levanté. Estuve debajo de la ducha más de veinte minutos. Me enrollé una toalla a la cintura y me puse delante del espejo. Me recorté la barba, me peiné y me lavé los dientes. Abrí la puerta del armario y decidí ponerme la camisa verde. Cuando ya tenía puestos los vaqueros volví al armario y cambié la camisa por un polo de rayas azules y blancas. A las diez menos veinte de la mañana eché la llave de la puerta del piso y bajé a por el coche. Llegué al hospital cerca de las diez y cuarto. Aparqué en la puerta, entré y cogí el ascensor. El olor a fármacos me resultó más intenso. Paré en la quinta planta. Entré en el pasillo. Las enfermeras no estaban en el mostrador. Todas las puertas estaban cerradas. Todas excepto una, la que estaba junto a mi despacho, la 110. Esa puerta permanecía abierta y la luz del sol salía de ella y se reflejaba en el suelo y la pared de enfrente. Caminé por el pasillo. No se escuchaba nada. Todo estaba tranquilo. Me paré en la puerta de la 110 y la golpeé con los nudillos sin asomarme. Nadie contestaba así que llamé de nuevo. Como seguían sin contestar, me asomé. La habitación estaba vacía. Ya no estaban ni los globos, ni la bolsa de la joven, ni el niño. El cristal de la ventana dejaba entrar el viento y algunas hojas. Un mirlo daba saltitos en el exterior. Volví al mostrador de las enfermeras y busqué los informes de la noche. El chico había entrado en coma poco después de irme. Tomé el ascensor y bajé a la cuarta planta. La noche anterior estuvo allí pero nada pudieron hacer.
Salí entonces del hospital y me dirigí al tanatorio. Allí pregunté pero no sabían nada. Me senté en el coche a esperar a que llegase. Puse la radio. Vi entrar a tres grupos de personas distintos. El primero parecía destrozado, apenas se mantenían en pie e iban abrazándose unos a otros. El segundo era un grupo de jóvenes. Me miraron y siguieron su camino. El tercer grupo estaba todavía en la puerta y a él se iba uniendo gente nueva. La chica no llegaba. Salí del coche para ir a tomar algo al bar. Entré, pedí un café y fui a sentarme en la mesa del fondo. Guardé silencio y observé a quienes desayunaban en las mesas que tenía al lado. Entonces sonó la puerta y vi la silueta de una mujer. Era ella. Entró directamente a los servicios. Me levanté de mi mesa y pedí un té con leche al camarero. Cuando salió del baño la invité a sentarse en mi mesa.
—Hola—es lo único que dijo.
Se sentó en la silla que le ofrecí y cogió la taza de té. Tenía los ojos colorados. Puse mi silla junto a la de ella y me senté a su lado.
—¿Cómo estás?—pregunté.
—Sola—ésa fue su única respuesta.
Tampoco yo dije nada más. Eché mi brazo izquierdo sobre ella, di algunas palmadas sobre su hombro y la acerqué a mí. No me moví en los siguientes minutos. En el televisor daban los resultados de los partidos de la noche anterior. Ella no dejaba de mover la bolsita de té que tenía dentro de la taza. La sacaba y la sumergía una y otra vez.
—Ya no tienes que ser fuerte—le dije.
—Ahora es cuando más he de serlo.
—Lo seré contigo.
Le di la mano y la invité a que me acompañara. Pagué en la barra lo que nos habíamos tomado y fuimos al coche. No dijo nada en todo el camino. Al llegar a casa le mostré mi habitación y la ducha. Le dejé unas toallas y algo de ropa mía para que pudiera cambiarse. Entró en el baño. Me quedé sentado en el sillón, viendo su silueta tras la mampara de la ducha mientras le caía el agua. La puerta del baño estaba abierta. Puse música y seguí mirándola. La vi descolgar la toalla y envolverse en ella. Se dio cuenta de que la miraba. Se secó y se puso la camisa que le había dejado. Entorné la puerta para que pudiera cambiarse. Cuando salió me levanté para llevarla al dormitorio y le insistí para que descansara. Cerré la puerta de la habitación y volví al salón. Me senté en el sillón y miré los marcos de las fotos que tenía en el mueble junto al televisor. Seguí mirándolos hasta que ella salió del dormitorio y se sentó a mi lado. La observé, la abracé y se echó sobre mi pecho. Ahora también ella miraba las fotografías.
—Yo también los echo de menos—Acaricié su pelo y cerré los ojos.
—¿Se fueron?—dijo señalando la fotografía de mis hijos.
—Me los quitaron—volví a abrir los ojos.
Ella me estaba mirando. Se incorporó. La miré también yo a ella. Pasé mi mano por su rostro y la detuve sobre sus labios. Ella puso su mano sobre la mía. Volví a cerrar los ojos y me besó. Apenas rozó mis labios. La tomé por encima de la cintura y la invité a recostarse en el sofá. Entonces me recliné sobre ella, acerqué mi cara a la suya, subí la música y la besé hasta que nos quedamos dormidos.

A la mañana siguiente volví al hospital. Atravesé la galería hasta el ascensor. Se abrieron las puertas. Estaba lleno. Subí por las escaleras. Primera planta, olor a pañales sucios. Segunda planta, quirófanos. Tercera planta, olor a sangre. Cuarta planta, piiiiiiiiiiiii. Quinta planta, una camilla nueva a la entrada del pasillo.
Caminé hacia mi despacho. Pasé por delante del mostrador de las enfermeras. En la mesa, Lici se peleaba con los papeles. Seguí mi camino. En la 102 se oía el llanto de un niño pequeño. La 104 estaba cerrada. En la 106 una mujer contaba un cuento a un niño de pelo rubio. En la 108 se oían ronquidos. La 110 estaba cerrada. Entré, abrí la ventana y dejé la puerta abierta. A la entrada del pasillo, una mujer acompañaba la camilla de su hijo.

domingo, 11 de abril de 2010

CALENDARIO DE TRABAJOS A ENTREGAR

He aquí el calendario de trabajos a entregar hasta el momento. (Podríamos ir actualizándolo conforme vayan aumentando).

16 de abril - 50 folios de novela para Luque.

17 abril - Con las dos obras de teatro que repartió Nieto, buscar: en Nuestro pueblo, el argumento (¿Qué cuenta?) y la trama (¿Cómo lo cuenta?), y en La rosa de papel, el protagonista y antagonista de cada una de las escenas, por un lado, y del global de la obra, por el otro.

Hasta el 3 de mayo - Trabajo Módulo Psicología.

Hasta 31 mayo - Trabajo Módulo Periodismo de Creación.

12 de junio - Entrega de los 5 relatos de Carmona. También se pueden entregar en septiembre.

Y luego Cózar dijo que le enviáramos todos los ejercicios que mandó en un único archivo Word, creo que antes de mayo, para que le dé tiempo, dijo, a corregirlos todos y comentárnoslos (porque después empieza con los exámenes en su Facultad). Son los siguientes ejercicios:

-En textos no menores que un soneto, sustituir por sinónimos lo que se pueda.
-Escribir un lipograma (texto al que siempre le fante una vocal).
-Parodia de un texto poético.
-Escribir un centón.
-Escribir un texto (relato, poesía...) de una noticia del peiódico.
DE ESTOS 5 ANTERIORES HAY QUE HACER SÓLO 4.

-Versión breve de una obra conocida.
-Convertir un relato conocido en diálogo teatral.
-Crear un poema nuevo a partir del argumento de uno conocimo.

-Relato breve a patir de una anécdota histórica.
-Reducir a relato breve una novela.
-Convertir un relato breve en un guión.

domingo, 21 de febrero de 2010

La tercera. Chevi buscando a Carver

LA TERCERA
JOSÉ VICENTE DORADO COLMENAR

Elegir la galleta adecuada es más importante de lo que parece. Hay una galleta para cada persona, para cada espíritu. No es lo mismo una redonda que una rectangular, de trigo o integral. Y eso sin contar con las marcas. Las maríafontaneda son las mejores. Su textura al mojarlas 2 segundos en la leche es ideal. Saben a mañana de colegio frente a la ventana de la cocina mientras tu madre sigue limpiando la casa, cantando. El árbol se mece y el tejado rojo del bloque de enfrente sigue en el mismo sitio. Ves un cielo con nubes y azul que sube de intensidad. Suena la radio, resuena tu madre. Sí, la galleta nos hace diferentes, aún más si la comparas con rebanadas de pan caliente, lo aprendiste cuando eras muy pequeño. Pequeño, extraño calificativo para designar un proyecto de ser humano. Todo es pequeño cuando eres pequeño: la cabeza, las manos, tu sexo, las ideas, todo menos el mundo, lo único realmente grande. “¡Qué grande debe ser el mundo!” exclamabas mientras mirabas el mapamundi del libro de geografía. Pero es apariencia nada más. El mundo comenzó a empequeñecer el día que aquel mono curioso y hambrientro decididó bajar del árbol y se puso en pie para asomarse por encima de la hierba –¿Quién le mandaría a ese animal hacer semejante movimiento?¿Cómo no se daba cuenta del tsunami antropológico que provocaba?–. Estar erguido trajo consigo el footing, la necesidad de agacharse para atarse los zapatos, crear la figura del fisioterapeuta, la moda, el baile por sevillanas –imposible en cuclillas–, pero también inventar las estanterías de los supermercados. Antes de las estanterías las cosas de comer estaban siempre en su sitio, colgando de las ramas, de libre acceso. ¿Cómo podían imaginar que siglos de evolución iban a servir para que terminaran ordenadas en una balda? Los productos estrella siempre en la tercera, a la altura de los ojos –¿De qué ojos? No todos los ojos tienen la misma altura–. Y en la tercera, en la sección de bollería y galletas, es donde colocan siempre las únicas que te gustan, las mismas que te acabas de comer mientras escribes las primeras palabras mañaneras.
Te cuesta trabajo, el teclado es muy pequeño, está apiñado, como las latas de conserva en tu tienda. En la tercera colocan el atún que anuncian en la tele. En el equipo de música del salón suena la tercera canción del CD, un tema napolitano que nada tiene que ver con tu historia. Ocurre muchas veces. La vida está llena de momentos cruzados, instantes de narraciones paralelas o perpendiculares que confluyen, sin venir a cuento, aparentemente. Se trata de un tal Louis Prima cantando con su mujer, Keely Smith, un tema que se titula “Angelina”.
Mientras ojeas la cajita del disco, suena el chasquido del termo de gas que delata la demanda de agua caliente desde la ducha del cuarto. La mujer se ha levantado. Es tu mujer, la que comparte tu vida. Duerme a tu lado. No hay luz en la ventana. Miras extrañado la pared. Ya debería verse la calle, comenzar a dibujarse los contornos de las adelfas del parterre y de la tremenda carcasa del motor del aire acondicionado de tus vecinos, estudiantes de piso compartido. Un gran motor para un pequeño rincón. Un buen ruido expulsado de casa, arrojado sobre tu fachada. Pero lo único que ves es la cortina japonesa del salón. “Qué extraño” –piensas–. ¡Qué extraño! –dices. “Si esto fuera un relato al estilo Carver, aquí debería haber una ventana a través de la que asomarse y ver la vida de los vecinos. Es imprescindible. La necesito” –murmuras.
Pero no hay ventana. Sólo ves cortinas. Unicamente hay cortinas en esa pared del salón y ninguna luz las atraviesa desde el exterior. Cortinas. Esas porciones de tela de colores difíciles colgadas del techo que tanto trabajo cuesta instalar. Los constructores de casas no piensan en los instaladores de cortinas ni en los habitantes de esas viviendas. Igual que dejan preparados enchufes de luz, tomas de teléfono y de televisión, podrían hacernos la vida más sencilla y dejar también unos ganchos para las cortinas. Evitarían muchas discusiones y muchos tacos. A nadie le gusta terminar subido en una escalera con un taladro en la mano derecha, y polvillo de escayola y cemento cubriéndole el pelo, maldiciendo a todos los santos porque el orificio para el espiche, que tanto trabajo te costó encontrar en la balda de cajitas llenas de espiches idénticos y similares en la sección de ferretería , vuelve a moverse: “pero si lo he medido perfectamente, se ha movido, ya se ha movido, otra vez, él solito. Mierda de berbiquí”. Porque tú sabes exactamente donde lo quieres. Es la máquina infernal del dedo perforador la que falla. Es evidente que las diseñan para amargarte.
Piensas en levantarte. Estás inquieto, nervioso, como cuando no encuentras las tortitas mejicanas en el supermercado. Tienen la manía de colocarla en los lugares más insospechados, como escondíendolas, para que tengas que preguntar a los colocadores de chaleco sin mangas. Aburridos de tanto abrir cajas y extraer latas, botellas y bandejas de muslo de pollo para colocarlo todo en su estantería correspondiente, invisibles para el comprador y sus carritos, han ideado esta estratagema con tal de conseguir que les dirijas una frase, aunque sólo una sea.
–Oiga –dices–, ¿sabe donde están las tortitas mejicanas?. –Olvidas siempre el por favor.
–Claro señor –responde–, segunda calle a la izquierda pasando la columna de botes de espárragos. Detrás de los paquetes de harina. En la primera estantería, tercer estante –sonríe–.
Les reconfortan estas conversaciones. Elevan su autoestima. Recuerdan que son personas. Por eso esconden las tortitas mejicanas de maiz.
En el sofá de la sala, de rodillas sobre el asiento, alzas la mano izquierda, tembloroso. Quieres apartar la cortina y comprobar si la ventana sigue estando ahí. Es un objeto imprescindible para el relato. No hay Carver sin ventana.
–Sin ventana no hay Carver –dices mirando la cortina–. Volverá a hacer una exhibición de ironia desbordada conmigo en la clase. Él insistirá en desplegar sus frases más redondas con ese toque de sarcasmo tan suyo–. ¿Puedo continuar sin ventana? –te preguntas.
Lo estás viendo allí sentado, en su mesa de profesor, haciendo el papel de profesor. Es explícito, sabe más que tú, escribe más que tú, mejor que tú. Colocándose las gafas para leer en la pantalla iluminada del ordenador. Quitándoselas para dejarlas apoyadas sobre el pie del micrófono antes de iniciar su análisis más profundo. Pero no es él quien habla. Es la ausencia de ventanas en el aula la que elige el tono, su actitud. No hay ventanas –Tampoco hay ventanas. Ni estanterías–. Así no puede sentir la vida, sólo imaginarla, vestirla de palabras bien ordenadas, que suenen bien, que huelan bien. Como la sección de gel de baño y desodorantes, con todas esos frascos de colores atractivos que guardan fragancias seductoras: mango y guayaba, relajante; aceite de oliva, para pieles secas; romero y salvia, tonifica; sales del mar, vigorizante; leche hidratante, extender por la piel húmeda. Botes rojos, verdes, blancos, azul cobalto. Como si de una frutería de aromas se tratara, alinean los recipientes por colores obligándote a detener el paso, tomar uno, abrirlo, acercar la nariz a la abertura, aspirar, volar –Es un instante. Volamos con la imaginación–. Te transportas a lugares que identificas con esas fragancias. Sientes la necesidad de poseerlo. Haces un esfuerzo de memoria: “¿Nos queda gel?”
–¿Estás hablando solo de nuevo? –dice tu pareja desde el cuarto–.
–Lo siento cariño –dices–. Necesito sacar las voces.
–Ojalá sacaras más otras cosas –dice sin proyectar la voz–.
–¿Dices algo cielo?
–No Juanca, no digo nada, yo no digo nada, nada.
Cierras la tapa del portátil. Te restriegas el ojo izquierdo. Giras la cabeza hacia el marco de la ventana. La luz sigue sin aparecer.

Has llegado al trabajo, otra vez tarde. Esos quince minutos que te impiden leer el perió-
dico antes de la reunión con los compañeros. Te falta información. Huérfano de referencias afrontas la sesión con cierta desgana. Llevas 20 años acudiendo al mismo espacio. La misma puerta, el mismo patio, la misma escalera. Cambian algunas caras, otras no, son las mismas con más arrugas. Hay personas que disfrutan de sus rutinas, las necesitan. Todo organizado, medido. Hay personas que odian la sección de oportunidades de los grandes almacenes porque todos los productos están revueltos en una caja, sin orden ni concierto –desangelados. Enredados. Recuerdan esas algas que empiezan a secarse sobre la arena de la playa–. Las manos de todos los buscan a tientas. Los toman. Los observan. Rompen. Enredan. Buscan. Abandonan. Es casi imposible encontrar la talla, tu medida. Y eso si no tienes que pelearlos. Por eso, algunas personas prefieren pagar por el orden, cediendo una buena porción de su libertad de elegir. Pasó ayer, y la semana pasada también. ¿Se repite hoy?

–¿Tampoco hoy vas a subir a desayunar? –pregunta Enma desde arriba.
–¿Compraste mis galletas? –preguntas desde abajo.
–Es lo único que te importa. Las dichosas galletas.
–No te oigo bien, ¿dices algo?
–Las tienes donde siempre. En la tercera balda del armarito. Sube. Me gustaría hablarte.
Decides hacerle caso. Es tu oportunidad de verla un rato. Luego ella se irá a trabajar y no regresará. No puedes despedirte a través de la ventana. No hay ventana en el sotano. Tu Carver está arriba. Arriba, en el salón. Vas en su búsqueda. Faltan 3 peldaños para llegar. Tropiezas en la escalera, “¿no me he atado los cordones?”. Rodando, regresando al punto inicial. Los pies están arriba, la cabeza abajo, el cuello experimenta un torsión desconocida, una experiencia totalmente nueva. Las baldosas forman hileras y se alejan con un punto de fuga parecido al del pasillo del supermercado. La baldosa de tu cara, vista de cerca, es rugosa. Está fría. Tiene pelusas. Odias las pelusas. Y el dolor.
–No hace falta que subas. Es igual. Te dejo aquí las llaves –escucha cada vez más lejos, más lejos, lejos, jos, os, s.
Y sin ventanas. No hay Carver sin ventana. No toda ventana necesita su Carver.

lunes, 1 de febrero de 2010

-YA NADIE SE SORPRENDE DE NADA (relato 4, a lo Lorrie Moore), de Amelia Labrador Ávila

Por entonces, la gente estaba ya acostumbrada a cualquier cosa, nada o casi nada sorprendía ya a nadie. La vida y la muerte eran como la cara y la cruz de una moneda vieja, tan vieja que ya no distingues bien cuál es la cara y cuál la cruz. Entre el amor y el odio ya no había fronteras, un pero… lo explicaba todo. Todo valía, desde la cruel ignorancia de la indiferencia hasta el indigno egoísmo del protagonismo. Todo, y en todo entraba cualquier cosa.

—Cariño, —Rebeca pronunciaba esa palabra con la misma sinceridad del primer día “cariño, te quiero”, la pronunciaba mirándole a los ojos, con un tono que sonaba en sus oídos como una melodía secreta — ¿has decidido ya a dónde iremos de viaje?
—¿Qué te parece un fin de semana en una casa rural, en las montañas, lejos de toda esta locura? —Carlos sabía cuál sería la respuesta de su mujer, por eso lo había previsto ya todo, por eso había reservado la casa y había pedido libre aquel sábado.
—¡Estupendo! ¡Será genial! Hace mucho tiempo que no pasamos un fin de semana juntos, lejos de lo de todos los días —Ella ha imaginado ya cómo será la casa, sabe que el jardín será como el primer Edén, la entrada como las puertas de su propio paraíso y la cama, la cama como el nido de la serpiente que les hará conscientes de su desnudez, como la primera vez, como la noche en que por primera vez se vieron el uno al otro, “quisiera perderme para siempre en esos pechos”. Entonces volverán a descubrirse de nuevo como amantes — ¿Cuándo nos vamos?
—¡Este sábado! —A Carlos le excitaba la rapidez con la que todo estaba ocurriendo. En apenas dos días estaría de camino a un lugar maravilloso junto a la mujer a la que amaba.
—¡Genial! ¡Eres genial!

Los viernes siempre son días locos para Rebeca. En la oficina todos parecen poseídos por una especie de locura desquiciante que los trastorna. El comienzo del fin de semana les hace perder la cabeza a todos. Sobre todo a Alejo. Alejo es un tipo joven, atractivo, con unos ojos casi grises y una voz que llega a los oídos como un repentino orgasmo sonoro. Alejo podría ser un hombre maravilloso pero es despreciable. Al menos así se lo parece a Rebeca. Lleva años intentando llevársela a la cama. Sólo eso. Es su presa, un lince en peligro de extinción al que debe capturar antes de que desaparezca. Y las constantes negativas de ella lo excitan sobremanera. Los viernes son como el porche de su templo sagrado, por eso, los viernes, Alejo trata de conseguir su trofeo, la diosa que colocar en su vitrina de dioses no loados. Pero este viernes, Rebeca está demasiado entusiasmada como para que los asedios de Alejo le hagan perder los papeles.
—Es viernes… ¿Qué haces esta noche, preciosa? —Alejo siempre comienza la conversación del mismo modo. El resto de la semana ni siquiera se dirige a ella, excepto aquel miércoles en el que Carlos estaba de viaje, “si quieres esta noche lleno lo que se te ha quedado vacío, preciosa”.
—Nada que le interese, Señor Gilabert —La respuesta de ella también comienza siempre del mismo modo, excepto aquel miércoles en que Carlos no estaba, “jamás tendrás la suerte de llenar nada mío”.
—Sabes que puedes llamarme Alejo, cielo —También de ese modo solía continuar la conversación. Es a partir de este momento cuando las palabras variaban según el estado de ánimo y el ciclo de las hormonas de Rebeca.
—¿Sabes? Hoy no voy a hacerte mucho caso, estoy de buen ánimo, así que en un par de horas saldré de esta oficina sin que tu retahíla de todos los viernes resuene en mi cabeza.
—Así que normalmente te vas pensando en mí… —Alejo se acerca a su oído antes de seguir hablando y le aparta el pelo —¿sabes que cuando llego a casa me meto en la ducha pensando en cierta compañera de la oficina? Y cuando el espejo está lleno de vaho rememoro las curvas de mi diosa…
—¡Basta ya, cerdo! —A Rebeca le repulsan las palabras de Alejo. Todavía no es capaz de explicarse por qué un hombre como él, joven, guapo, bien situado… tiene que andar arrastrándose desesperadamente detrás de su perrita como un animal en celo. Será que las putas no le dejan satisfecho.

Ya está todo listo. Las maletas en el coche, las luces apagadas, el termo desenchufado, las camas hechas, el papel de la reserva en el bolsillo y el depósito lleno de gasolina. Ambos han dejado los teléfonos en casa, no quieren saber nada de nadie y piensan que si ocurriese algo grave, ya encontrarían la forma de contactar con ellos, después de todo no hace tantos años que la gente andaba por ahí incomunicada y nadie se perdía, los padres no se volvían locos, los niños llegaban sanos y salvos a casa, no se echaba a perder ningún negocio y el mundo continuaba con su ritmo. Pero todo ha cambiado, por eso ellos querían desafiar al mundo dejando sus teléfonos apagados en casa y se sentían osados por ello.

Cogieron la primera salida a la autopista, les quedaban, desde ese momento, dos horas y treinta y siete minutos de viaje, según indicaba su GPS. Los árboles se desdibujaban a su paso como goterones de acuarela mojados escapando de su lienzo y los grandes edificios quedaban casi tan lejanos como aquellos días de meriendas de bocadillos hechos con pan y chocolate.
—¿Cómo ha ido el día en la oficina? —Carlos es de esos hombres a los que todavía le gusta compartir con su mujer lo que hacen cada día.
—Bien, como todos los viernes, y deseando que llegara este momento —Rebeca abre la ventanilla del coche y echa la mano fuera. El viento despeina su melena. Mete el brazo y vuelve a cerrar. Mira a su marido, pone una mano sobre su muslo. Él la mira y sonríe, “sabes que cuando llego a casa me meto en la ducha pensando en cierta compañera de la oficina” . Ella se muerde el labio inferior, cierra los puños y vuelve a hablar:—iba todo bien hasta que se me acercó el cretino de Gilabert, como todos los viernes.
—Un día voy a partirle la cara a ese gilipollas, entonces se le van a quitar las ganas de fantasear con mi mujer.
—Déjalo, cariño, no merece la pena —Aunque Rebeca no puede evitar imaginarse la pelea de ambos por ella, como dos ciervos chocando su cornamenta para quedarse con su hembra y demostrar su virilidad, la verdad es que en el fondo prefiere dejar las cosas como están, quizás porque el hecho de sentirse cortejada por un hombre que no tiene posibilidades con ella, cuando está cerca de cumplir los cuarenta años, la hace sentir todavía una mujer deseable.
—Como tú quieras, pero si un día coincidimos con él en alguna de vuestras comidas de empresa no sé cómo voy a reaccionar —Tienen que disminuir la marcha porque en la cuneta hay un camión que ha volcado y junto a él un amasijo de hierros de lo que tuvo que ser un coche o cualquier otro medio de locomoción sin posibilidades de escapar del monstruoso ataque de un camión de mercancías volcado. Hay varios coches de policía, guardia civil y tres ambulancias. En el terraplén que desciende al otro lado del quitamiedos, la sangre de algún desdichado intenta escapar del martirio. —¡Maldita sea! ¡Esos cabrones aplastan a cualquiera! Mira para otro lado, cielo —Carlos enciende la radio y sube el volumen.

Nunca han estado en crisis pero de haberlo estado, Carlos está convencido de que hubieran ido a ese lugar para tratar de solucionarlo. Ambos están encantados, lejos de la ciudad. Van a pasar un fin de semana sin visita de suegros, sin discursos políticos, sin consejos que son en realidad sentencias inapelables, sin las constantes visitas de la vecina, sin el “Cariño, ahora no me apetece”…
—¡Esto es maravilloso! —Rebeca está encantada, se siente como el rey que acaba de anexionarse un territorio, como el pajarillo que descansa después de construir su nido, como el exiliado que vuelve a casa, como aquel al que liberaron en el momento en que firmaban su sentencia de muerte.
—Tú sí que eres maravillosa, cariño —Carlos deja las maletas, aún cerradas en el suelo, cierra la puerta y las contras de la ventana, se acerca a Rebeca, la besa, ella le responde. Se abrazan. Carlos mete una de sus manos por dentro de la camiseta de Rebeca, le acaricia la cintura, sube hasta el pecho, va hacia la espalda, le desabrocha el sujetador. Con la otra mano le quita el botón del pantalón y la introduce dentro. Su respiración suena como el aliento ahogado del moribundo, pero ellos están llenándose de vida, “ha sido maravilloso, Carlos, ¿crees que siempre será así?”. Desde las primeras veces no habían comenzado a desnudarse con tanta pasión.

—¡Quisiera que esto durara siempre! —Rebeca está tumbada en el suelo, Carlos está sobre ella y no deja de besarla y acariciarla como si sospechase que nunca más iba a tener la oportunidad de poseerla.

Ninguno dice nada. Llevan casi una hora en el suelo, desnudos y abrazados el uno al otro. En casa no hacen el amor de esa manera. Rebeca mira a Carlos y él la mira a ella. Están sudando. El silencio tan solo es roto por el murmullo de los besos que se escapan o el gemido robado al otro con el juego de las manos. Un fin de semana apasionante.

—Ha sido estupendo, Carlos, hacía tiempo que no disfrutábamos tanto juntos, reconoce que nos hacía falta —El camino de vuelta es siempre un momento para rememorar las grandes hazañas, y si hubiese que contar, Rebeca estaba segura de que lo suyo había sido una epopeya.
—Tienes razón, cariño, tienes mucha razón —Carlos permanecía con la mirada fija en la carretera, con el recuerdo todavía fresco de aquel camión volcado, y los hierros, y la sangre, y las luces de las ambulancias, y… y el sonido de la radio sonando a todo volumen. Esa imagen lo estremeció de tal modo que tuvo que cerrar los ojos unos segundos.


Rebeca acababa de despertar y lo primero que vio al abrir los ojos fue la silueta de la cara de su madre llorando. Trató de mover la cabeza para mirar a su derecha y observó una cortina blanca. Miró a su izquierda, una mesilla con un vasito con pastillas y una botella de suero como colgando de un perchero del que se escapa. Miró hacia abajo, hacia sí misma, su pierna derecha estaba escayolada y colgando de un gancho como una pata de jamón. No le hacía falta ver mucho más para darse cuenta de que se encontraba en la cama de un hospital.
—¿Qué ha pasado? —Rebeca no sabe muy bien a quién se dirige ni si realmente le interesa saber qué es lo que ha ocurrido.
—Cuando volvíais de la casa, ¿te acuerdas? cuando volvíais del fin de semana, tuvisteis un accidente, no sabemos bien qué ocurrió, pero tuvisteis un accidente —Su madre no se atreve a explicarle mucho más. La toma de la mano, le da un beso en la frente y sonríe. —Menos mal que estás bien, es sólo la pierna y algún golpe, pero en unos días estarás nueva.
Rebeca cierra los ojos. No es consciente, no puede serlo tan pronto, de todo. Recuerda que estaba en el coche, contenta y satisfecha, hablando con Carlos y ahora se despierta en un hospital…
—¡Carlos! ¡¿Dónde está Carlos!? ¿Qué le ha pasado? ¿Está bien, verdad? —Ahora su cabeza sí está funcionando demasiado rápido, ahora sí se siente desesperada, asustada… no está segura de querer saber la respuesta, ¿por qué nadie le ha mencionado a Carlos?, ¿qué significa que su madre no le haya dicho nada de él? ¿por qué ha dicho que en unos días saldrá de allí? Rebeca piensa que quizás él ya esté en casa, o quizás está arreglando algunos asuntos con el seguro. Pero es cierto, en su cabeza todo se mueve demasiado rápido por eso sabe que si Carlos estuviese bien estaría allí con ella, a su lado, dándole la mano, alegrándose de que estuviera ya despierta. —¿Dónde está? ¡Quiero verlo! ¡Llevarme con él!
—Ahora tienes que descansar, hija, más tarde lo verás —Rebeca piensa, al escuchar a su madre, que ésa es la típica respuesta que se da a alguien cuando se le quiere ocultar algo.


Desde el accidente nada ha vuelto a ser igual. Es cierto que Carlos mejoró mucho pero a Rebeca se le viene el mundo encima cada vez que lo ve en esa silla, sin poder siquiera empujar las ruedas. Carlos la mira, la mira constantemente y ella se siente desnuda, se siente invadida, vulnerable, asustada, culpable. No sabe bien por qué pero un sentimiento de culpabilidad se apodera de ella como la gangrena se va apoderando de una pierna ya podrida. Ella está bien, estupendamente, apenas nota que hace unos meses tuviera un accidente. Carlos, sin embargo, no tiene nada que ver con lo que era. Sigue siendo un hombre, su hombre, y sigue amándola, pero a ella le cuesta tanto amarle y, a la vez, lo quiere y lo desea tanto… tanto que lo echa de menos. Sí, le cuesta reconocerlo pero echa de menos al hombre que aparece abrazándola en las fotografías del salón, echa de menos que por las noches le rodee con sus brazos, que la sorprenda en la ducha, que le prepare el desayuno y se lo traiga a la cama, que la posea. Ahora Carlos es alguien de quien cuidar…
—A veces siento que me he convertido en una carga para ti, cariño —La voz de Carlos es casi lo único que se mantiene intacto desde el accidente. A veces Rebeca cierra los ojos y mientras él habla, ella lo recuerda tal como era.
—No digas eso, sabes que no es verdad —Rebeca sabe que lo que dice Carlos es lo que ella no se atreve a pensar. Ella tiene miedo de reconocer que Carlos le pesa demasiado, tiene miedo porque juró amarle para siempre, “en la salud y en la enfermedad”, tiene miedo de parecer cruel, de que Carlos sobreviva a ella misma.
—Cariño, echo tanto de menos ciertas cosas…—Rebeca se ha puesto detrás de él, sabe que así no podrá ver cómo llora, cómo le tiemblan las manos mientras empuja el carrito de su marido.
—Carlos, no te preocupes, no hay nada que no podamos seguir haciendo —Rebeca se ha puesto delante de Carlos, se inclina hacia sus labios y los besa. Los besa con un beso que sabe que no puede ser acompañado de nada más, de nada que ella no maneje. —Te quiero.
—Yo también te quiero, cariño, no sabes cuánto —En el fondo, Carlos también vive asustado. Sabe que no sería justo obligar a su mujer a permanecer a su lado toda la vida cuando apenas puede darle nada, pero teme decírselo y que ella se dé cuenta de que tiene razón, prefiere hacerle sentir que tiene todavía mucho que ofrecerle. —Desearía poder acariciarte en este momento, poder levantarme y cogerte en mis brazos, poder palpar suavemente todo tu cuerpo hasta hacerte estremecer, poder…
—Hagámoslo, cariño, yo te ayudaré —Rebeca levanta a Carlos de la silla, lo tumba en la cama, se echa sobre él y comienza a besarlo. Carlos es como un trozo de piedra inmóvil, tan sólo puede mirarla y besarla, siempre y cuando ella acerque sus labios a los de su marido. Rebeca lo besa, en los labios, en la cara, en las orejas, en el cuello… desabrocha su camisa y lo besa en el pecho, bajando hacia la cintura. Carlos sigue sin moverse. Ella comienza a quitarse la ropa hasta que queda desnuda. Hace lo mismo con él, poco a poco, para que al menos sienta cómo lo recorre. Cuando los dos están desnudos lo mira, lo mira durante unos segundos y no dice nada. Coloca los brazos de él alrededor de su cuerpo y lo abraza, lo abraza poniendo la cabeza de Carlos contra su pecho. Él la besa, besa sus pechos como puede y deja escapar una lágrima. Rebeca se sienta sobre su sexo y trata de excitarlo. No ocurre nada, al principio. Poco a poco él va sintiendo sus caricias, su cuerpo comienza a reaccionar. Hace mucho tiempo que no hacen el amor. Carlos siente que Rebeca, de veras, está amándole, está amando cada rincón de su cuerpo muerto. Llora porque sabe que no puede hacerla gozar como quisiera. Tiene sobre él a una mujer hermosa, una mujer que tiene que colocarle para que pueda entrar en ella. Rebeca agarra el sexo de su marido con su mano para ayudarle a hacer lo que él no puede. Él gime, cierra los ojos, echa la cabeza hacia atrás y gime. Rebeca también comienza a hacerlo. Cierra los ojos buscando imaginar al marido que perdió en aquella carretera. Los cierra mientras sigue moviéndose, mientras se olvida de Carlos, mientras imagina que le hacen el amor y entonces se acuerda de Alejo, “me meto en la ducha pensando en cierta compañera de la oficina”, piensa en él metido en la ducha, mojado, desnudo. Piensa en él y se imagina a sí misma entrando en esa ducha, empapándose, dejándose poseer, dejándole hacerle lo que su marido no puede. Esa imagen se mantiene en su cabeza durante unos minutos, hasta que termina con Carlos, entonces abre los ojos, lo ve tumbado debajo de ella, exhausto, sin moverse y llora. No puede hacer otra cosa que llorar. —Lo siento, Carlos, lo siento.
—Te quiero, Rebeca —Carlos teme que su mujer tenga que pensar en otro para poder acostarse con él, lleva temiendo que llegase ese momento desde que salió del hospital y esa tarde, por primera vez desde el accidente, hicieron el amor. Posiblemente Rebeca no estuviera pensando en él o, tal vez, pensase en cuando sí podía hacerlo como un hombre.


Es viernes. Rebeca no ha ido a trabajar. Casi nadie se habrá sorprendido. Las cosas han cambiado mucho pero al menos, una persona todavía puede pedirse el día libre para enterrar a su marido. Sabía que el accidente le había provocado graves lesiones pero verdaderamente nunca hubiera imaginado que apenas un año después dejaría de respirar. Mucha gente acude a los entierros, mucha gente dice muchas palabras cuando pierdes a alguien, muchos te miran con una mirada parecida a la que utilizan cuando ven un cachorrito en la calle, sólo y sin rastro de su madre, y muchos te dan palmaditas en la espalda. Pero qué ocurre cuando acaba el entierro, cuando todos vuelven a casa, cuando le dices a tus padres que necesitas estar sola, cuando te acuestas en una cama que siempre ha sido ocupada por dos personas, miras al techo y en tu reloj no pasan las horas.
—¿Señor Gilabert?, es viernes.
—Claro, preciosa —contestó como si esperase la llamada, como si no le sorprendiera, como si ya nada sorprendiera a nadie.

Relato 5 - El último día que Antonia estuvo andando por las calles - Luisa Moreno

Todas las noches le pedía a Dios que no le regalara uno de esos hombres que no son capaces ni siquiera de meter los cacharros en el lavaplatos. Y todas las mañanas le pedía a Dios que le regalara un hombre, el que fuera. En realidad no creía ni en Dios, ni en los hombres, pero todavía era capaz de ilusionarse.
Aquel día iba a volver a reunirse con Ramón, el profesor sustituto de lingüística. Habían quedado temprano, en la sala de profesores del instituto. Se miró largo rato en el espejo del baño, aún sin vestirse empezó a extenderse sombra marrón por los párpados, primero ligeramente y después con dedicación; sacó el lapicito perfilador de ojos, tenía la punta demasiado redonda, la afiló con el sacapuntas pequeño que le habían regalado en una perfumería por la compra de un tratamiento completo de cremas antiedad y limpieza de cutis. Trazó muy lentamente una finísma línea, negra como el carbón, a ras de sus debilitadas pestañas. Extendió la línea negra hacia fuera, más allá del ras de las pestañas, ligeramente hacia arriba, y, en este punto recordó a su madre, de joven, con largos rabillos en los ojos, el pelo cardado, un bebé grandote sobre las rodillas y una niña muy pequeña con trenzas en patinete junto a ellos, tal y como aparecían en la foto que durante décadas permaneció sobre el aparador del salón de su madre, ya muerta. Aquella foto había sido hecha por un hombre al que ella apenas conoció, su padre.
Puso la cafetera a calentar. Era el 8 de marzo, día de la Mujer Trabajadora, qué ironía, justo el día en que ella iba a dejar de trabajar, al menos durante una temporada. Eso de “mujer trabajadora” siempre le pareció una redundancia. Iría primero al instituto a explicarle cosas a Ramón acerca de la sustitución que él haría mientras ella permanecía en la clínica: los temarios de lingüística, las calificaciones y los exámenes que quedaban por hacer. Desde la primera vez que lo vió, Ramón le pareció un hombre guapo y agradable, se interesó por ella y su enfermedad, incluso le dijo que iría a visitarla al hospital tras la operación. Tal vez estaba solo. Se le escapó una sonrisa al pensar: “A quién se le ocurre pensar en ligar cuando está a punto de operarse de cáncer”. Le parecieron opciones poco compatibles, pero curiosas. “Al menos moriré enamorada”, se dijo con tragicómica emocionalidad. Se terminó el café, cogió el bolso y el abrigo y se fue al instituto.
El encuentro con Ramón fue agradable y correcto. Ella apareció perfectamente maquillada, con tacones, y él con una chaqueta de punto con cremallera. Era alto y atento. Estuvieron sentados en la mesa de la sala de profesores un buen rato y ella
le explicó todo lo concerniente a las clases de lingüística. Fueron clase por clase a que ella se despidiera de los alumnos y a presentarlo a él. Mientras ella hablaba a los alumnos, él la miraba en silencio y a veces dirigía la vista al suelo, sobre todo cuando hablaba de él; parpadeó mucho cuando ella comentó su enfermedad. Al despedirse de ella Ramón le deseó suerte y le dio un apretón de manos fortísimo.
Aquella tarde había quedado con una amiga muy feminista para ir a la manifestación del 8 de marzo. Llegó puntual al lugar de concentración, la plaza de la Universidad. Había relativamente poca gente, sobre todo mujeres, muchas de ellas jóvenes con rastas, otras mayores, rechonchas y con aspecto masculino o de una modernidad trasnochada. Algún hombre grandote y barbudo paseaba por allí con foulard lila y bebé en mochila portabebés. También había otros hombres de mediana edad, vistiendo cazadoras y repartiendo pegatinas y globos. Sintió que ella, con sus rabillos y sus tacones, no encajaba mucho allí, era una mujer normal y corriente, de apariencia conservadora; no era lesbiana, tampoco rasta, ni siquiera un poco hippy, pero se sentía feminista tanto como ecologista o antiracista, lo sentía en su alma y en su dignidad, en su mirada sobre el mundo, como algo intrínseco a un talante y a una forma de ver la vida. Le extrañó la cantidad de panfletos de corte sindical, comunista, anarquista y le pareció triste que abanderaran una ideología que para ella debía ser pura, no politizada, universal. Nunca había ido a una manifestación, esta vez fue más que nada por su amiga. Además, participar en una causa justa le ayudaba a no mirarse tanto el ombligo y evadirse de sus asuntos médicos. Al día siguiente se ingresaba para las pruebas médicas y la operación. Mientras esperaba a su amiga charló con un par de mujeres normales y corrientes como ella, que repartían pegatinas e información por los derechos femeninos. Estaba leyendo uno de los panfletos cuando le sonó el móvil:
–¿Antonia?
–Dime, Isabel. Estoy esperándote en la plaza ¿dónde andas?
–Antonia, mira, no voy a poder ir a la manifestación. Tengo a mi hija con fiebre.
–Pero, bueno, ¿no está Juan en tu casa?
–Es que Juan está trabajando.
–Bueno, pues que deje el trabajo y vaya a cuidar a su hija. Isabel, llámalo y dile que la niña está mala.
–No puede ser, Antonia, Juan está de viaje. Qué mala pata; pero, lo primero es lo primero. Ya hablamos– Y colgó.
La manifestación arrancó a andar lentamente por el centro de la calle Pelayo, se sintió algo ridícula, caminando con sus taconcitos, su bolso y su abrigo por mitad de una avenida que solía tener sus cuatro carriles atestados de coches pitando. Mientras avanzaban, una señora se le acercó y empezó a hablarle del feminismo troskista y le dio alguna información sobre el tema. Una chica joven que repartía pegatinas y folletos le entregó unas fotocopias con contenido anarcofeminista. Se guardó todo en el bolso y siguió caminando tras el grupo. Al fondo, veía luces de policías y motoristas que relampagueaban en amarillo y naranja, pasaron por debajo del semáforo, que estaba intermitente. Le apenó que no hubiese en la manifestación gente corriente, familias enteras, parejas, abuelos, y que la comitiva estuviera compuesta por un grupo relativamente reducido. La comitiva pasó de largo ante unos guardias, muy equipados con cazadoras y botas altas, con grandes motos blancas, que pitaban con silbatos y agitaban unos pirulís relampagueantes en naranja para frenar el tráfico. Alguna gente se detenía en la acera para ver pasar la manifestación, ella miró hacia la acera, todavía no habían cerrado algunas tiendas, la gente entraba y salía de ellas con bolsas. Recordó la ropa que tenía que preparar para los días o semanas de clínica y postoperatorio; miró el reloj, se fue separando de la manifestación, se metió en unos grandes almacenes y se compró dos camisones y cinco bragas.

domingo, 31 de enero de 2010

-UN DÍA NORMAL (Relato 3), de Amelia Labrador Ávila

El automóvil ha parado. Eva y Marisa permanecen dentro, calladas. Marisa mira el semáforo que tiene delante. Está erguida en el asiento del conductor, con la boca cerrada y el hueso de la mandíbula marcado en la cara. Eva mira hacia la derecha, por su ventanilla. Apenas parpadea, tiene las cejas fruncidas y tampoco dice nada. La pierna derecha no cesa de temblar. Eva vuelve la cara hacia Marisa, la mira unos segundos y vuelve la vista hacia su ventanilla. Coge aire. Suspira. El coche arranca.
—Y ahora por qué te pones así, la que debía estar disgustada soy yo —dice Marisa.
Eva continua mirando por la ventanilla. Vuelve a tomar aire. Se moja los labios con la lengua. Abre la boca. La cierra de nuevo.
—Así que no vas a decir nada —dice Marisa.
—¿Para qué? —responde Eva.
—Hombre, te parecerá bonito lo que le has dicho a tu madre —responde Marisa.
—Déjame, mamá —dice Eva.
—Así que así tratas a tu madre —responde Marisa.
—¿Qué quieres, mamá? ¿Qué buscas? —pregunta Eva.
—¿Tú qué crees? —pregunta Marisa.
—¡Joder, qué pesada! —dice Eva.
—Eso, eso, tú sigue hablando bien a tu madre —dice Marisa.
—¡Pues déjame de una vez! —dice Eva.

El coche está aparcado en doble fila, justo detrás de un Renault 306 blanco. Marisa permanece en la cola de la oficina del INEM con la tarjeta del paro en la mano para sellarla. Eva está fuera, en la puerta, justo al lado del coche. Observa a una joven que pasa paseando con su perro. Después mira a una pareja, más o menos de su edad, que hablan sobre su piso nuevo. Los sigue con la mirada. Ellos se detienen dos portales más adelante. Eva se apoya en el coche. Los escucha durante un rato. Después mira al suelo y a la oficina en la que su madre hace cola. La mira a ella y niega con la cabeza. Se suena la nariz y sacude el flequillo que le cae sobre los ojos. Se cruza de brazos y vuelve a mirar a la pareja, que ahora se está alejando. Eva entra en la oficina. Empuja la puerta, esquiva a las personas que se amontonan al final de la cola rompiéndola y llega hasta Marisa. Le pide las llaves del coche y vuelve a salir.
Cuando sale de la oficina se cruza con un señor mayor. Va solo, arrastrando un viejo carrito de la compra. Sus pantalones están manchados, el abrigo muy arrugado y debajo de una de las axilas se dibuja un enorme agujero. El carro tiene una de las ruedas torcidas. Eva se para y espera a que pase él. Camina muy despacio y sonríe asintiendo con la cabeza. Cuando termina de pasar, Eva atraviesa la calle y vuelve al coche. Abre la puerta del asiento delantero derecho, entra, se sienta, echa el asiento para atrás, cierra la puerta y la bloquea. Mete la llave en el contacto, y enciende la radio. Están dando las noticias. Sintoniza otra cadena. Suena música. Eva cierra los ojos y se estira. Pone sus manos sobre su frente y las entierra en el pelo. Permanece así varios minutos. Vuelve a abrir los ojos, el dueño el Renault 306 está abriendo la puerta. Ella se incorpora, lo mira, mira hacia la oficina y ve que su madre ya sale.
—¡Casi!, te dije que no aparcaras en doble fila —dice Eva.
—¿Y qué iba a hacer, llevarme el coche a la oficina?—dice Marisa.
Eva la mira, arquea las cejas, resopla y niega con la cabeza. Se abrocha el cinturón, sube la música de la radio y vuelve a echarse en el asiento. Marisa baja el volumen, guarda la tarjeta del paro en el bolso y rebusca en él.
—¡Demonios! ¿Se puede saber dónde he metido las llaves? —se queja Marisa.
Eva mira las llaves puestas en el contacto, mira por la ventanilla, observa a su madre rebuscando en el bolso y sonríe. No dice nada.
—A ver si me las he dejado dentro de la oficina… —dice Marisa.


El coche está parado en medio de un atasco. Delante tienen un autobús de línea, a la derecha un coche negro, con los tapacubos y los retrovisores plateados y un chico con gafas de sol que reflejan los coches que tiene delante. A la izquierda un monovolumen conducido por una mujer al teléfono con dos niños detrás, uno de ellos viendo dibujos en un DVD portátil y el otro con una maquinita entre las manos. Suenan los cláxones de los coches. El semáforo se pone en verde pero la fila no avanza.
—Entonces estás deseando irte de casa, ¿verdad? —pregunta Marisa.
—Yo no he dicho eso —dice Eva.
—¿Cómo que no? —pregunta Marisa.
—No, mamá, yo no he dicho eso, he dicho que yo no veo mal irse de casa —responde Eva.
—Pues eso, que cuando puedas te vas —dice Marisa.
—Cuando pueda me voy no, porque si quisiera, ya podría irme —dice Eva.
—O sea, que mientras no tienes dinero que te mantenga mamá y ahora que ya lo tienes, mandas a tu madre a tomar viento, ¡Qué bonito! —insiste Marisa mientras se le escapan unas lágrimas de los ojos.
—¡Eso no es justo! ¡Las cosas no son así!, que quiera irme de casa no significa que no me importes. Y, de hecho, ni siquiera he dicho que vaya a irme de casa. He dicho que si me fuera no pasaría nada, que sería lo más normal del mundo —Eva sube la música otra vez.
—¡Baja la música! —ordena Marisa.
—¿Para qué? ¿Para escucharte? —pregunta Eva.
—Sí, para escucharme —responde Marisa.
—¡Estás loca! —grita Eva.
Marisa se pone a llorar. El semáforo vuelve a ponerse en verde pero los coches siguen sin moverse. Un hombre de unos coche más atrás ha salido a la carretera y le está chillando a los que están al comienzo de la cola. Pasa una moto por su lado y lo roza. El hombre se pone más violento. Marisa sigue llorando sin decir nada. Eva tiene los ojos humedecidos y mira por la ventanilla sin volver la cabeza hacia su madre. Cierra los ojos, se le cae una lágrima y se vuelve hacia ella:
—Sí, parece que estás loca, mira cómo te pones porque digo que no veo mal que la gente quiera irse de casa —dice Eva.
—Cállate, anda, cállate, ya has dicho demasiado por hoy —dice Marisa.
—Pues no, ahora no quiero callarme. Claro, tú con llorar lo arreglas todo, ahora te haces la víctima, como siempre, y los malos somos los demás —dice Eva.
—¿Vas a seguir? ¡Claro, tu madre es que no hace nada bien! —responde Marisa.
—¿Ves? Ya lo estás haciendo otra vez, yo no he dicho que no hagas nada bien —dice Eva.
—Si estás deseando irte de casa porque tu madre es muy mala..., como ya ha trabajado como una mula y ahora ya no te hace falta, adiós —dice Marisa.
—En serio, mamá, escúchate, es que parece que te gusta siempre hacer que la gente se enfade contigo, luego dices que no queremos hablarte, que siempre estás sola, que no te digo lo que pienso… ¿para qué quieres que te lo diga ? ¿para ponerte a llorar? ¿para hacerme sentir que soy cruel contigo?…—pregunta Eva.
—¡Ea!, venga, pues vete con tus amigos, tranquila que yo tengo para vivir muy bien, que yo no necesito a nadie —dice Marisa.
—¡Eso no te lo crees ni tú! Lo dices porque sabes que no voy a irme pero anda que no ibas a quedarte tú sola si nos fuésemos, anda que no nos ibas a echar de menos. Por eso no me voy, que lo sepas, porque la cruel de tu hija que pasa de ti, en el fondo…—dice Eva.
—Por mí no tienes que sentir pena, ¡haz lo que te dé la gana! —interrumpe Marisa.
—¡De verdad que me dan ganas de mandarte a la…! —Eva se calla y vuelve a subir la música.
Los coches arrancan. Marisa se seca las lágrimas con la manga de la camisa. Eva abre el cristal de la ventanilla. Saca su móvil del bolsillo del pantalón.

—¡A comer! —grita Marisa.
Eva abre el lavaplatos, saca cuatro platos limpios, cuatro tenedores, cuatro cuchillos, cuatro vasos y lo coloca todo en la mesa. Coge la silla de su sitio de la mesa y la coloca en el lugar de Marisa. Coge una banqueta y se sienta. Llena de refresco el vaso de Marisa y coloca junto a su plato una servilleta.

jueves, 28 de enero de 2010

Preciosa

PRECIOSA


sé que voy a quererte sin preguntas
sé que vas a quererme sin respuestas

MARIO BENEDETTI.


Para Jose y Alex,
algo inventado.



Por dejar la ventana abierta, entró algo de lluvia en la habitación. Alex encendió la lámpara mientras él dio media vuelta para descansar en el otro lado de la cama.

—¿Te ha gustado? —preguntó él.
—Sí —respondió ella.

Alex se levantó de la cama. Del primer cajón de la mesita de noche extrajo su agenda. Busco el día 28 del mes de Noviembre pasando las hojas rápidamente; al encontrarlo, anotó algo. Abrió el ropero. Cogió una toalla color azul eléctrico algo vieja. Se la enrolló en su cuerpo por debajo de los hombros. Antes de salir de la habitación sacó un paquete de clinex del cajón de la mesita de noche. Lo dejó en la cama al lado de él.

—¿Vas a darte una ducha? —preguntó él.
—Voy por un vaso de agua —respondió ella.
Cerró la ventana.

Alex salió de la habitación descalza recogiéndose el pelo con una gomilla. Antes de entrar en la cocina comenzó a sonar su móvil. Su móvil estaba en el salón. El salón está al otro lado del pasillo. Alex abrió el frigorífico. Del interior del frigorífico extrajo una botella de cristal. Al abrir la botella el móvil dejó de sonar. Alex, con la botella de cristal abierta en la mano derecha, descalza, con una toalla azul eléctrico enrollada en su cuerpo por debajo de los hombros, cogió con su mano izquierda un yogurt de limón. Miró los números que aparecían en la tapa: 25/11. El móvil, comenzó a sonar de nuevo.

—Diga.
—Hola, al habla Robert Redford desde…
— ¿Jose?
—Qué tal preciosa… llevo dándole la matraca al móvil media hora…

Alex se sentó. Nada mas sentarse cogió el mando de la tele y la encendió quitándole todo el volumen. Alex miraba la tele en la cual aparecían un hombre y una mujer con una gama de cuchillos colocados en una mesa.

—¿Alex?, ¿Alex? Estás… ¿me escuchas?
—Sí, sí —frotándose lo ojos con la mano izquierda—, Jose perdona…
—¿Estás bien?
—Sí, claro, estaba recogiendo un poco la mesa… llegaron unos amigos a cenar…
—OK. Pues nada, preciosa… me preguntaba si te apetecería una copa….
—No sé Jose, me parece un poco tarde… además mañana….
—¿Tarde? ¡Dios santo, vivir para escuchar esto!..... eres tú, Alex…
—…estoy un poco cansada…
—Pero si vives en el centro y todo está debajo de tu piso todo el día y
toda la noche.
—Además… mañana tenemos clase a primera y tengo que retocar el fondo…
—Alex
—…que aun no lo tengo terminado, me quedé sin…
—Alex
—Jose, te lo agradezco, pero si eso me…
—Alex
—Sí. Dime.
—Alex
—¿Qué?
—Mañana, es domingo.

Alex apagó el televisor. Se frotó la planta de los pies. Comenzó a pasear por el salón. Se soltó el pelo. Al pasar por delante del televisor vio su imagen reflejada en la pantalla. Se paró. Cambió el teléfono de mano.

—Entonces… te hace o no te hace una copita en plan tranqui…
—No sé, Jose…
—Te prometo que tú me invitas.
—Sólo una, Jose, por favor.
—OK, claro preciosa, sólo una. Una, para empezar y dos, para continuar.

Alex se dirigió hacia la puerta del salón y la cerró. Al cerrarla se dio la vuelta y apoyó su espalda en la puerta. Expulsaba el aire lo más lentamente que podía.

—Oye, ¿me escuchas?
—Sí, sí… aunque, bueno, ya sabes que en el piso… hablamos con el dueño y nos
dijo que cuando vivía aquí le pasaba lo mismo.
—OK… pues nada chica, ponte ropa de abrigo, el chaquetoncito ese de…
—¿Hace frío?
—Más todavía. El día que estuve grabando la comunión de Pingüe no pasé tanto
frío como hoy.

Alex se dejó caer en el suelo con la espalda apoyada en la puerta y las piernas encogidas.

—¿Te estás riendo?... Sí, no me lo niegues, lo sé. Sé que ha salido esa sonrisilla
que deja ver esos leves colmillitos de Draculina…
—Jose —mirándose su muñeca izquierda—.
—¿Qué?
—¿Por qué me has llamado?
—Ya te lo he dicho, preciosa… me pregun…
—Jose.
—Dime.
—Estás loco.
—Gracias. Te espero en tu puerta.

Alex miró hacia la ventana del salón. Con su mano izquierda, buscaba el interruptor de la luz.

—Pero ahí abajo te helarás… mejor te pego un toque al móvil cuando me cambie y me recoges en el coche.
—Alex, ya sabes que odio conducir…
—¿Cuánto tardarás en llegar?
—Poco. Muy poco. Vives en el centro, preciosa, y tienes la suerte de tenerlo todo debajo de tu piso, tanto de día, como de noche.




Álvaro Jiménez Angulo
Diciembre 2009

martes, 26 de enero de 2010

Resumen del libro El Viaje del Escritor

Hola a todos. Aquí Luis. Os dejo un enlace con un resumen del libro 'El viaje del escritor', de Christopher Vogler, por si os resulta útil.
En este caso, el autor utiliza el guión de la película El Mago de Oz para ilustrar sus reflexiones. Esa parte la he obviado porque si no, no sería un resumen ;)
Abrazo

http://www.divshare.com/download/launch/10289611-57e

jueves, 21 de enero de 2010

Resumen EL GUIÓN de Robert McKee

Hola a todos, aquí Luis. Después de darle un par de vueltas al tocho de McKee, me he hecho un resumen (bueno, por llamarlo de alguna manera porque es largo) del dichoso librito. Os lo podéis descargar del enlace, por si a alguien le resulta útil. Sólo una aclaración: en mi opinión, lo mejor de este libro llega cada vez que McKee ilustra una explicación con una escena de una película. Eso no está en el resumen.
Salud

http://www.divshare.com/download/10231424-af7

jueves, 14 de enero de 2010

CÍRCULO por Braulio Moreno Muñiz

CÍRCULO


El motor del viejo y destartalado autobús ruge al escalar cada pendiente. El calor, que a esas horas de la mañana puede considerarse soportable, empieza a apretar más de la cuenta. Algunos pasajeros conversan. Otros, miran fijamente por la ventanilla posando los ojos justo donde el cielo besa a la tierra, allá donde el azul se corta repentinamente, para convertirse en una masa verde y multiforme formada por las innumerables hojas de los castaños y debido a la distancia. Pero también los hay que miran con insistencia al arcén, y ven como los helechos invaden la carretera; pagando tal atrevimiento éstas plantas, con la poda recta, casi trazada a escuadra, de los más verdes brotes de sus curvadas ramas, provocada por el roce de las ruedas de los vehículos que transitan por el borde de esa carretera.
Manuel es uno de los que mira al arcén, pero ha de dejar de hacerlo cuando el viajero que ocupa el asiento que está a su izquierda le pregunta:
—Y usted, ¿a qué va a Villacastaño?
—Perdón, no le he oído bien—. Dice Manuel después de dirigir sus ojos hacia el lugar desde el que le hablaban.
—¿A qué va a Villacastaño?—. Vuelve a preguntar el otro con cierto acento de impaciencia.
—Voy a resolver unos asuntos de familia.
—¿Su familia es de allí?—. Pregunta el desconocido mirándolo a través de los cristales transparentes de unas gafas algo anticuadas.
—Sí.
—Mi familia también es de Villacastaño. Yo vivo allí desde que nací, y creo que es el sitio donde voy a morir. Aunque eso nunca se sabe...—. Dejó suspendida la frase, y terminó con un gesto que parecía una sonrisa.
Manuel respondió con una mueca ambigua y guardó silencio por unos instantes. Lo que el otro aprovechó para volver a la carga:
—Si me dice quién es usted le puedo decir si conozco a algún pariente suyo, porque por el parecido no saco de quién es usted.
—Soy Manuel Lozano, el heredero de Javier Lozano. Antiguo dueño de “Las Encinillas”, la finca que está más cercana al pueblo por el lado norte.
—La más cercana y la más grande...Y fértil, sus encinas siempre han dado mucha bellota para los cerdos, y su suelo, pasto para las reses de carne. Lo que es una pena que ahora con la sequía no haya para alimentar ni a las cuatro gallinas que surten de carne y huevos a la familia que vive allí.
—Entonces, es cierto que van mal las cosas por la finca.
—Por allí y por toda la comarca. ¿No sabe que sufrimos una sequía que dura ya varios años?
Lozano volvió la mirada hacia el arcén por un instante, los helechos seguían acariciando la parte exterior del autobús, acto seguido, se giró hacia su interlocutor y le dijo:
—Pues yo voy a Villacastaño para reclamar el diezmo que corresponde a mi familia por la explotación de la finca.
—No ha podido elegir peor momento para ello—.Dijo el desconocido alzando algo la voz.—Con la sequía el ganado muere de hambre, y las enfermedades se extienden. De forma que como hay menos carne que vender, también hay menos dinero; así que no se pueden tener los servicios del veterinario, ni hacer pozos para acceder al agua, y si se hacen, los pozos no sirven para nada porque se secan.
—Ya me extrañaba a mí que el aparcero no nos respondiera con el arrendamiento de la finca. Hasta ahora, no habíamos tenido problemas con él. Sin embargo, nunca nos ha dicho nada.
—Si a todo lo anteriormente contado por mí, le suma que a los habitantes de estas tierras nos aqueja un orgullo casi enfermizo, y una obstinación enorme, ya puede contestarse, si es que se lo preguntaba, porque no ha sido informado antes de la crítica situación en que se encuentra la finca.
Los dos hombres quedaron en silencio. Manuel fijó sus ojos en el respaldo del asiento delantero. Detuvo por un momento su mirada en el roñoso cenicero. Su cara era de preocupación. Los relojes marcaban casi el mediodía. El calor era asfixiante dentro del habitáculo del autobús, por lo que los rostros de los viajeros estaban perlados de sudor. Su vecino lo informó:
—¿Oye usted cómo ruge el motor del autobús?
—Si.
—Pues eso indica que esta es la última pendiente antes de llegar al pueblo. Ya falta poco.
—Recuerdo haber estado aquí antes. En mi memoria queda aún la presencia de esta impresionante subida, donde parece que los vehículos que ascienden por ella van a desarmarse debido al esfuerzo. Los recuerdos se agolpan en mi cerebro cuando llegamos a esta altura del viaje. Mi infancia transcurría entre la ciudad y el pueblo, en el que pasé muy buenos momentos, precisamente en esa finca a la que voy ahora. Pero luego, con el paso de los años, dejamos de venir, y los asuntos de la explotación los dejamos en manos de un administrador, que un día dijo que ya no podía seguir prestándonos sus servicios. De manera que nuestra relación con los que trabajan en la finca quedó reducida a recibir el pago anual del arrendamiento y poco más.
—Así que no sabían ustedes nada de las dificultades por las que están pasando los aparceros de su heredad—. Dijo su vecino a la vez que se secaba el sudor de la cara con un pañuelo.
—Algo sospechábamos...—.Dijo Manuel Lozano con aire distraído. Continuó.—Pero nunca pensamos que fuera para tanto lo de la sequía. Cuando se retrasaron en el pago del arrendamiento, creímos que lo hacían por dejadez, o por avaricia. Pero con lo que usted me cuenta, el problema es otro, y nadie es responsable de ello.
Volvieron al silencio. El mutismo era generalizado entre los pasajeros. En ese momento, el autobús había sido engullido por las dos hileras de casas de la calle por la que transcurría la carretera principal, que daba a la plaza donde tenía su fin de trayecto.
Había mucha luz porque el sol seguía disparando sus rayos con artillería pesada. Cuando bajaba del vehículo Manuel Lozano, se volvió hacia el conductor y le preguntó:
—¿Cuándo sale de vuelta el autobús?.
—Dentro de veinte minutos—. Le contestó el otro haciendo el gesto de levantarse de su asiento.
Nuestro viajero está ahora en medio de la plaza. Sus ojos están fijos en la fuente que marca su centro y que llama su atención porque de ninguno de sus tres caños mana agua. Mira a su alrededor, y como si se hubiera acordado de algo, encamina sus pasos hacia la taberna que parece ofrecerle una temperatura más agradable. Entra en el oscuro lugar, se acerca al mostrador, y pide una cerveza fría al tabernero. Mientras bebe, mira hacia la puerta, porque desde donde él está, y a través de ésta, puede verse la fuente seca, y, más allá, el autobús, que en ese preciso instante empieza a expulsar un humo denso y negro por su parte trasera. Han pasado ya los veinte minutos. Manuel apura el vaso, paga y sale del local.
En el viaje de regreso se echa de menos el rugido del motor, porque en la vuelta todo el camino es cuesta abajo. El autobús va ahora más ligero, más alegre, como si hubiera dejado un pesado fardo allá arriba.
Braulio Moreno Muñiz.

miércoles, 13 de enero de 2010

jueves, 7 de enero de 2010

-El viejo y el mar, por Luisa Moreno

El viejo y el mar
Era un día luminoso de verano. La espuma de las olas brillaban bajo el sol. Tres señoras maduras tocadas con idénticos gorritos conversaban sin tregua, apoltronadas sobre la arena en silloncitos plegables, el viento jugaba con sus coloridos pareos. Jacinto se decidió por fin, se quitó las gafas de leer, dejó el periódico a un lado, se incorporó y se encaminó con paso lento pero decidido hacia la orilla. Se bañaría y, esta vez, intentaría nadar al menos diez brazadas. La brisa marina le acariciaba sus escasos y blancos cabellos, a sus ochenta recién cumplidos, se sentía como un chaval. El veraneo le estaba sentando bien, los paseos, la dieta de pescado y verduras, y también la relativa proximidad de aquellas vecinas de sombrilla, alguna de ellas todavía de buen ver, cuyas conversaciones Jacinto escuchaba con disimulo mientras leía, y cuyos escotes Jacinto miraba sin disimulo tras sus gafas de sol. Alguna que otra mañana, cuando una de ellas le pedía el periódico prestado aprovechaba para entablar una breve conversación y practicar sus modales de galán años cuarenta. Al pasar por delante de ellas, metió barriga, estiró el torso, y con gesto cortés dijo:
–Buenos días, señoras.
Las tres pararon de hablar y le respondieron al unísono:
–Buenos días, señor.
Jacinto caminó erguido, sacando pecho, hacia la orilla, convencido de tener seis ojos clavados en su espalda, su mirada se dirigía al frente. Con paso decidido hacia el agua, le fue imposible ver y esquivar el teremendo socavón excavado en la arena por unos niños, dio un traspiés y se fue a dar de bruces contra la dura arena mojada. Se levantó rápido, haciendo como si nada, se limpió las doloridas rodillas embadurnadas de minúsculos y afilados fragmentos de conchas. El golpe lo trastocó y notó que su dentadura postiza se había movido, últimamente se le solía descolocar, tenía que ir al dentista a que se la fijara.
El agua estaba fresca y el sol picaba; el baño le resultaba estimulante. Inspiró hondo y se dispuso a hacer sus brazadas, estirando y sumergiendo alternativamente los brazos, pataleando con ganas y realizando con todo su cuerpo lentísimos y armónicos balanceos laterales sobre la superficie del mar. Aquella gran masa de agua sujetaba su peso, aligeraba sus movimientos y aliviaba sus dolores; y le permitía volver a ser joven. No le pesaban las piernas, ni notaba la artrosis, se sintió renacer. El océano lo llevaba en volandas, aquellos doloridos huesos que cada día le resultaban más pesados, aquellos que algún día, probablemente no lejano caerían sin dramatismo a una fosa polvorienta, metidos dentro de un féretro “al menos negro y elegante”, pensó. A la cuarta o quinta brazada sumergió la cabeza en el agua, notó que le faltaba la respiración, trató de dar una bocanada de aire, pero una ola traicionera le llenó la boca de sabor a sal y a algas, el agua le llegó hasta la campanilla y buscó salida por los orificios de su nariz. Los estertores de tos causados por el trago marina le impidieron notarlo al principio, preocupado sólo en respirar a toda costa. Mientras tanto, aquella preciada prótesis masticadora, su fiel compañera de sonrisas y duros turrones, había abandonado su cavidad bucal para emprender en solitario un naufragio en dirección a las profundas y oscuras aguas del traicionero Atlántico. “¡No, no puede ser! ¡La dentadura!”, pensó. El agua le llegaba por el pecho, fijó la vista en las verdosas y movidas aguas abriendo mucho los ojos, manoteó en vano intentando atrapar reflejos blancos en movimiento. Sus cansados ojos siguieron una sombra blanca que se hundía, creyó tantearla con el pié: “Ya está, la tengo. Menos mal.” Pensó aliviado. Intentó agarrarla con los dedos del pie, pero temió que al levantarlo, las aguas se la arrebataran para siempre. “La mantendré pisada, ya no se escapa”, pensó.
Miró a su alrededor. Unos niños gritaban y jugaban en una colchoneta, una madre chapoteaba con su bebé. Se quedó parado pensando qué hacer, cómo recuperar la dentadura. A quién pedir ayuda sin pasar demasiada vergüenza. Pasaron unos diez minutos, sintió frío y un dolor en el pecho y no se atrevió a sumergirse para coger la dentadura. Miró nuevamente a su alrededor. Nada. De pronto en la orilla aparecieron tres figuras que le resultaban familiares, una le hacía señas. Eran las señoras. La más joven se introdujo en el agua e iba hacia él. La bajita y la más anciana la seguían.
–¿Se encuentra bien, señor? –dijo la más joven.
Se avergonzó de su situación y no se atrevió a abrir su desdentada boca. Ella notó que el viejo estaba como paralizado y que no podía hablar.
–Esta usted tiritando. ¿Necesita ayuda? –prosiguió la joven.
–Verá, pues resulta, resulta que...–Balbuceó, intentando disimular, y añadió:– Resulta que, se me ha caído algo al mar. Bueno, en realidad, es mi dentadura. Se me cayó, pero la tengo sujeta bajo el pie derecho.
–¿Cómo? ¡Ay, vaya por Dios, caballero! A ver, no se preocupe, le ayudaremos –dijo mientras miraba hacia las amigas, que se aproximaban flotando con parsimonia hacia ellos–: ¡Enriqueta, Graciela, venid! –gritó haciendo un gesto con la mano–.
–¿Qué ocurre? ¿A qué vienen tantos aspavientos, Mercedes? –dijo Graciela, la mayor de las tres.
–La dentadura de este señor, que la ha perdido. Bueno, no la ha perdido, la tiene pisada con el pie. Habrá que bucear a cogerla –sentenció Mercedes.
Las dos señoras se miraron con cara de asombro y guasa. Reprimieron la risa por pena ante la visión del viejo caballero, tiritando y abochornado. Jacinto no se atrevía a abrir la boca. Siempre fue un tímido y en tal situación, con aquellas señoras y sin dentadura, se sentía como un niño perdido.
Mercedes se sumergió decidida, levantó el pie del anciano, la tanteó y la agarró. Salió del agua sonriendo.
–¡Ya está, la tengo!– dijo Mercedes triunfante, mostrando a los presentes una bonita concha marina.

domingo, 3 de enero de 2010

-Código Postal / Miguel Ruiz Poo / Tercer Relato

Estaban sentados en el largo banco de piedra que rodeaba la plaza. Una plaza en el sentido literal, un espacio urbano público, amplio y descubierto, descubierto. La roca del banco era fría en Enero, por eso los niños de cuando en cuando ponían sus manos entre la piedra y las nalgas o se balanceaban de un lado para otro. Hacían un corro sentados en torno a un roscón de reyes que minutos atrás la madre del Chino había traído. Consumían con fervor los trozos de bizcocho y nata.

-Chino ¿porqué te dicen Chino? Tú no eres Chino –preguntó Champi con la boca llena de nata.

-No sé, porque tengo los ojos como de Chino –en un gesto estiró sus ojos y toda su cara ayudado por las manos.

-Mira ahí viene la cabalgata –Champi y el Chino voltearon enseguida, el descampado que seguía a la plaza estaba vacío, Alejo reía.

-Jejejejejeje os lo habéis tragado que pánfilos, ¿cómo van a pasar por aquí los reyes?, por aquí nunca pasa nadie –dijo Alejo.

-¿Y por qué no pueden venir un año? –dijo el Chino.

-Jeejejejeje –Alejo casi se atraganta con la nata- ni perdidos.

-Bueno un día podrían venir –dijo Champi.

-Desde que yo tengo memoria, nunca he visto a ningún rey mago por mi casa. Tampoco sé de nadie del barrio que haya recibido ningún regalo nunca. Este mañana escondí la cafetera con el café que le sobró a mi madre en el desayuno para tomármelo en sorbos pequeños durante toda la noche. Así podré aguantar despierto hasta que lleguen. Mi madre dice que me porto mal, pero si sólo pinté con carbón el quiosco de Emiliano, la seño me dice siempre que me porto muy bien. Champi ¿en tu casa se han parado alguna vez? -Alejo era el mayor de los chicos, tenía ocho años.

-A mi siempre me dejan algo, una chuche o algo, mi padre dice que son tantos los niños que seguro se les olvidan los regalos grandes, el año pasado pedí un bici, pero bueno se les habrá olvidado –Champi pedaleaba en el banco.

-Yo ya sé que a mi casa no vienen, ellos no me conocen porque tenemos poco tiempo aquí, bueno eso dice mi padre, y yo creo que tiene razón, pueden ser muy mágicos pero si no saben que vivo aquí como le hacemos. Seguro Santa Claus no se sabe mi código postal de acá. Allá en Tulcán cuando era chico estaba Santa Claus y el niño Jesús y bueno entre los dos se repartían el trabajo, yo creo también que por eso me llegaban los regalos –Chino hablaba con lentitud, como balanceando cada palabra.

-Y como es eso del código postal. A lo mejor es que este barrio no tiene código postal y por eso no vienen –dijo Champi.

-Claro que tienen bobo, si no, no llegarían las cartas a tu casa. Las facturas como dice mi madre. ¿Porqué a todas las cartas les llamará facturas?-contestó Alejo.

-Yo no tengo buzón, será por eso –dijo el Chino.

- Emiliano, me dijo que los reyes no pasan por aquí porque tienen que guardar toda su magia para la noche y así poder atender a todos los niños del mundo –dijo Champi.

-Aaah por eso en la cabalgata de reyes sus carros no se levantan casi del suelo. Mi padre me llevó una vez al centro, estaba todo el suelo lleno de caramelos Champi, imagínate la plaza pero toda llena de caramelos, una tierra de caramelos -dijo el Chino.

-No me lo creo –dijo Champi.

-Yo tampoco -dijo Alejo mirando de reojo a Champi.

-Que si, que era un suelo de caramelos joooo –el Chino esparcía la nata por el suelo de la plaza- todo todo el suelo como de nata pero de caramelo y así calles y calles del centro.

-Nunca he ido al centro –dijo Champi.

El roscón tenía forma de medialuna, los niños habían acabado con casi toda la circunferencia. Los niños comían ya lentamente, atrás había quedado la euforia de los primeros trozos. Estudiaban cada pedazo antes de cogerlo, cada pequeña protuberancia, cada imperfección de ese medio cilindro, podría revelar cuál de los trozos contenía el premio escondido.

Justo con el último cacho en la boca, Alejo gritó -¡lo tengo, lo tengo!!-. Tenía entre sus dedos un muñequito con la figura de Baltasar. –Tengo al negro, tengo al negro- gritaba Alejo.

-Bueno vamos a jugar canicas antes que se vaya la luz, que le quiero quitar al Chino la canica esa rara –dijo Champi.

-No sueñe mijo –contestó el Chino.

Puso el muñeco en alto, tan alto que la pequeña figura casi besaba al atardecer, y bajito muy bajito Alejo susurro “mira negro que este sea el último año que nos dejan sin regalos por favor”, acto seguido Alejo corrió al descampado donde los niños jugaron canicas hasta bien entrada la noche.

Llegó a su casa, la escalera era toda oscuridad, calculaba que eran las diez, quizás las once, hacía mucho ruido al andar, tenía los bolsillos del abrigo repletos de canicas. Sonrió, había tenido suerte en la partida, se llevó casi todas las canicas del Chino, de Champi y de todo el que pasó por allí.

Empujó la cancela y corrió escaleras arriba, no quería encontrarse con nadie. Llegó jadeante al tercer piso y tocó la puerta. Después de varios segundos tocó de nuevo y así unas cuantas hasta hacerse daño en la mano.

-Hola Ma –dijo Alejo al abrirse lentamente la puerta.

-¿Qué hora es? –dijo la madre.

-No sé las diez –dijo Alejo.

-Es tardísimo debí quedarme dormida….. la próxima vez bajo a buscarte a la plaza…. no encuentro la cafetera…. no hay café… es muy tarde Alejo…. es tarde estoy cansada.

-Ma ¿hay algo de comer? –preguntó el niño.

-Hay tortilla, un poco tortilla en el horno y hay pan, cógela nene, me voy a recostar en el sofá que no me estoy bien.

Alejo caminó a la cocina y tropezó con una botella de Cutty Sark, cuando regresó al salón su madre roncaba en posición fetal. Casi se le escapa el bocadillo de tortilla que ahora tenía entre sus dientes al tropezar de nuevo con otra botella que tenía pintado un mono.

Mientras su madre roncaba sacó la cafetera grande de debajo de su cama y la sirvió en una jarra, se sentó junto a ella escuchando sus ronquidos. Ella llevaba puesta una camiseta rosada algo sucia y bragas, estaba completamente rendida en el frío salón. Alejo dejó el café sobre la mesa y buscó dos mantas en la habitación. La primera la colocó cuidadosamente sobre su madre, envolviéndola completamente de un naranja quemado. La segunda se la echó encima y junto con el café se sentó al lado de la ventana.

La plaza estaba desierta, serían las doce quizás la una y miraba fijamente el descampado, las calles, los otros bloques de más allá, el quiosco de Emilio pintado de tiza negra encima de los graffitis que hacían los mayores, las puertas sin puertas, las ventanas sin ventanas y su cara que se reflejaba en el cristal.

Continuó esperando, daba pequeños sorbos al café frío y esperaba envuelto en su manta verde y cada vez que se movía para buscar la jarra de café allí estaban las canicas y esbozaba una sonrisa y esperaba.

A las dos de la mañana, quizás las tres, le pareció ver una figura a lo lejos entrando por el descampado y enfilando la plaza. Se puso en pie “vamos negro, vamos” susurraba.

La figura seguía avanzando, hasta donde le alcanzaba a ver entre la niebla, por el descampado venía un carruaje arrastrado por un hombre “mamá es el negro mamá” y la madre seguía enroscada en su naranjada quemado y Alejo alcanzó a ver un cohete “mamá el negro me trae un cohete, no…una nave mamá” pero ella seguía roncando.

Sus ojos se reflejaban en la ventana, se confundían resplandecientes con el reflejo de la luna cuando el hombre y su carruaje enfilaron la plaza. El hombre salió de la niebla y Alejo vio un carrito de supermercado, una lavadora y varios hierros y amasijos que sobresalían.

-No era el negro mamá –y la madre dormía.

Alejo se quedó inmóvil en la ventana, con la jarra de café vacía a un lado, la cabeza apoyada en el cristal frío. El reflejo de sus ojos fue apagándose en el cristal de la ventana y sólo quedó el de la luna. Su cuerpo empezó a ladearse lentamente, su cuello contorsionado en el cristal, las canicas se deslizaron de sus bolsillos y cayeron al suelo. Un estruendo de metralla que se escuchó hasta en el lejano oriente.