domingo, 21 de febrero de 2010

La tercera. Chevi buscando a Carver

LA TERCERA
JOSÉ VICENTE DORADO COLMENAR

Elegir la galleta adecuada es más importante de lo que parece. Hay una galleta para cada persona, para cada espíritu. No es lo mismo una redonda que una rectangular, de trigo o integral. Y eso sin contar con las marcas. Las maríafontaneda son las mejores. Su textura al mojarlas 2 segundos en la leche es ideal. Saben a mañana de colegio frente a la ventana de la cocina mientras tu madre sigue limpiando la casa, cantando. El árbol se mece y el tejado rojo del bloque de enfrente sigue en el mismo sitio. Ves un cielo con nubes y azul que sube de intensidad. Suena la radio, resuena tu madre. Sí, la galleta nos hace diferentes, aún más si la comparas con rebanadas de pan caliente, lo aprendiste cuando eras muy pequeño. Pequeño, extraño calificativo para designar un proyecto de ser humano. Todo es pequeño cuando eres pequeño: la cabeza, las manos, tu sexo, las ideas, todo menos el mundo, lo único realmente grande. “¡Qué grande debe ser el mundo!” exclamabas mientras mirabas el mapamundi del libro de geografía. Pero es apariencia nada más. El mundo comenzó a empequeñecer el día que aquel mono curioso y hambrientro decididó bajar del árbol y se puso en pie para asomarse por encima de la hierba –¿Quién le mandaría a ese animal hacer semejante movimiento?¿Cómo no se daba cuenta del tsunami antropológico que provocaba?–. Estar erguido trajo consigo el footing, la necesidad de agacharse para atarse los zapatos, crear la figura del fisioterapeuta, la moda, el baile por sevillanas –imposible en cuclillas–, pero también inventar las estanterías de los supermercados. Antes de las estanterías las cosas de comer estaban siempre en su sitio, colgando de las ramas, de libre acceso. ¿Cómo podían imaginar que siglos de evolución iban a servir para que terminaran ordenadas en una balda? Los productos estrella siempre en la tercera, a la altura de los ojos –¿De qué ojos? No todos los ojos tienen la misma altura–. Y en la tercera, en la sección de bollería y galletas, es donde colocan siempre las únicas que te gustan, las mismas que te acabas de comer mientras escribes las primeras palabras mañaneras.
Te cuesta trabajo, el teclado es muy pequeño, está apiñado, como las latas de conserva en tu tienda. En la tercera colocan el atún que anuncian en la tele. En el equipo de música del salón suena la tercera canción del CD, un tema napolitano que nada tiene que ver con tu historia. Ocurre muchas veces. La vida está llena de momentos cruzados, instantes de narraciones paralelas o perpendiculares que confluyen, sin venir a cuento, aparentemente. Se trata de un tal Louis Prima cantando con su mujer, Keely Smith, un tema que se titula “Angelina”.
Mientras ojeas la cajita del disco, suena el chasquido del termo de gas que delata la demanda de agua caliente desde la ducha del cuarto. La mujer se ha levantado. Es tu mujer, la que comparte tu vida. Duerme a tu lado. No hay luz en la ventana. Miras extrañado la pared. Ya debería verse la calle, comenzar a dibujarse los contornos de las adelfas del parterre y de la tremenda carcasa del motor del aire acondicionado de tus vecinos, estudiantes de piso compartido. Un gran motor para un pequeño rincón. Un buen ruido expulsado de casa, arrojado sobre tu fachada. Pero lo único que ves es la cortina japonesa del salón. “Qué extraño” –piensas–. ¡Qué extraño! –dices. “Si esto fuera un relato al estilo Carver, aquí debería haber una ventana a través de la que asomarse y ver la vida de los vecinos. Es imprescindible. La necesito” –murmuras.
Pero no hay ventana. Sólo ves cortinas. Unicamente hay cortinas en esa pared del salón y ninguna luz las atraviesa desde el exterior. Cortinas. Esas porciones de tela de colores difíciles colgadas del techo que tanto trabajo cuesta instalar. Los constructores de casas no piensan en los instaladores de cortinas ni en los habitantes de esas viviendas. Igual que dejan preparados enchufes de luz, tomas de teléfono y de televisión, podrían hacernos la vida más sencilla y dejar también unos ganchos para las cortinas. Evitarían muchas discusiones y muchos tacos. A nadie le gusta terminar subido en una escalera con un taladro en la mano derecha, y polvillo de escayola y cemento cubriéndole el pelo, maldiciendo a todos los santos porque el orificio para el espiche, que tanto trabajo te costó encontrar en la balda de cajitas llenas de espiches idénticos y similares en la sección de ferretería , vuelve a moverse: “pero si lo he medido perfectamente, se ha movido, ya se ha movido, otra vez, él solito. Mierda de berbiquí”. Porque tú sabes exactamente donde lo quieres. Es la máquina infernal del dedo perforador la que falla. Es evidente que las diseñan para amargarte.
Piensas en levantarte. Estás inquieto, nervioso, como cuando no encuentras las tortitas mejicanas en el supermercado. Tienen la manía de colocarla en los lugares más insospechados, como escondíendolas, para que tengas que preguntar a los colocadores de chaleco sin mangas. Aburridos de tanto abrir cajas y extraer latas, botellas y bandejas de muslo de pollo para colocarlo todo en su estantería correspondiente, invisibles para el comprador y sus carritos, han ideado esta estratagema con tal de conseguir que les dirijas una frase, aunque sólo una sea.
–Oiga –dices–, ¿sabe donde están las tortitas mejicanas?. –Olvidas siempre el por favor.
–Claro señor –responde–, segunda calle a la izquierda pasando la columna de botes de espárragos. Detrás de los paquetes de harina. En la primera estantería, tercer estante –sonríe–.
Les reconfortan estas conversaciones. Elevan su autoestima. Recuerdan que son personas. Por eso esconden las tortitas mejicanas de maiz.
En el sofá de la sala, de rodillas sobre el asiento, alzas la mano izquierda, tembloroso. Quieres apartar la cortina y comprobar si la ventana sigue estando ahí. Es un objeto imprescindible para el relato. No hay Carver sin ventana.
–Sin ventana no hay Carver –dices mirando la cortina–. Volverá a hacer una exhibición de ironia desbordada conmigo en la clase. Él insistirá en desplegar sus frases más redondas con ese toque de sarcasmo tan suyo–. ¿Puedo continuar sin ventana? –te preguntas.
Lo estás viendo allí sentado, en su mesa de profesor, haciendo el papel de profesor. Es explícito, sabe más que tú, escribe más que tú, mejor que tú. Colocándose las gafas para leer en la pantalla iluminada del ordenador. Quitándoselas para dejarlas apoyadas sobre el pie del micrófono antes de iniciar su análisis más profundo. Pero no es él quien habla. Es la ausencia de ventanas en el aula la que elige el tono, su actitud. No hay ventanas –Tampoco hay ventanas. Ni estanterías–. Así no puede sentir la vida, sólo imaginarla, vestirla de palabras bien ordenadas, que suenen bien, que huelan bien. Como la sección de gel de baño y desodorantes, con todas esos frascos de colores atractivos que guardan fragancias seductoras: mango y guayaba, relajante; aceite de oliva, para pieles secas; romero y salvia, tonifica; sales del mar, vigorizante; leche hidratante, extender por la piel húmeda. Botes rojos, verdes, blancos, azul cobalto. Como si de una frutería de aromas se tratara, alinean los recipientes por colores obligándote a detener el paso, tomar uno, abrirlo, acercar la nariz a la abertura, aspirar, volar –Es un instante. Volamos con la imaginación–. Te transportas a lugares que identificas con esas fragancias. Sientes la necesidad de poseerlo. Haces un esfuerzo de memoria: “¿Nos queda gel?”
–¿Estás hablando solo de nuevo? –dice tu pareja desde el cuarto–.
–Lo siento cariño –dices–. Necesito sacar las voces.
–Ojalá sacaras más otras cosas –dice sin proyectar la voz–.
–¿Dices algo cielo?
–No Juanca, no digo nada, yo no digo nada, nada.
Cierras la tapa del portátil. Te restriegas el ojo izquierdo. Giras la cabeza hacia el marco de la ventana. La luz sigue sin aparecer.

Has llegado al trabajo, otra vez tarde. Esos quince minutos que te impiden leer el perió-
dico antes de la reunión con los compañeros. Te falta información. Huérfano de referencias afrontas la sesión con cierta desgana. Llevas 20 años acudiendo al mismo espacio. La misma puerta, el mismo patio, la misma escalera. Cambian algunas caras, otras no, son las mismas con más arrugas. Hay personas que disfrutan de sus rutinas, las necesitan. Todo organizado, medido. Hay personas que odian la sección de oportunidades de los grandes almacenes porque todos los productos están revueltos en una caja, sin orden ni concierto –desangelados. Enredados. Recuerdan esas algas que empiezan a secarse sobre la arena de la playa–. Las manos de todos los buscan a tientas. Los toman. Los observan. Rompen. Enredan. Buscan. Abandonan. Es casi imposible encontrar la talla, tu medida. Y eso si no tienes que pelearlos. Por eso, algunas personas prefieren pagar por el orden, cediendo una buena porción de su libertad de elegir. Pasó ayer, y la semana pasada también. ¿Se repite hoy?

–¿Tampoco hoy vas a subir a desayunar? –pregunta Enma desde arriba.
–¿Compraste mis galletas? –preguntas desde abajo.
–Es lo único que te importa. Las dichosas galletas.
–No te oigo bien, ¿dices algo?
–Las tienes donde siempre. En la tercera balda del armarito. Sube. Me gustaría hablarte.
Decides hacerle caso. Es tu oportunidad de verla un rato. Luego ella se irá a trabajar y no regresará. No puedes despedirte a través de la ventana. No hay ventana en el sotano. Tu Carver está arriba. Arriba, en el salón. Vas en su búsqueda. Faltan 3 peldaños para llegar. Tropiezas en la escalera, “¿no me he atado los cordones?”. Rodando, regresando al punto inicial. Los pies están arriba, la cabeza abajo, el cuello experimenta un torsión desconocida, una experiencia totalmente nueva. Las baldosas forman hileras y se alejan con un punto de fuga parecido al del pasillo del supermercado. La baldosa de tu cara, vista de cerca, es rugosa. Está fría. Tiene pelusas. Odias las pelusas. Y el dolor.
–No hace falta que subas. Es igual. Te dejo aquí las llaves –escucha cada vez más lejos, más lejos, lejos, jos, os, s.
Y sin ventanas. No hay Carver sin ventana. No toda ventana necesita su Carver.

3 comentarios:

  1. Genial, Chevi, delicioso. Imaginaba tu voz en cada palabra. además has abierto un género el metamasterismo. Me gusta! soy Sandra

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  2. ¿Qué te habías bebido, Chevi? Me e-n-c-a-n-t-a. Que aprenda Carver. Enhorabuena.
    Luisa

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