domingo, 31 de enero de 2010

-UN DÍA NORMAL (Relato 3), de Amelia Labrador Ávila

El automóvil ha parado. Eva y Marisa permanecen dentro, calladas. Marisa mira el semáforo que tiene delante. Está erguida en el asiento del conductor, con la boca cerrada y el hueso de la mandíbula marcado en la cara. Eva mira hacia la derecha, por su ventanilla. Apenas parpadea, tiene las cejas fruncidas y tampoco dice nada. La pierna derecha no cesa de temblar. Eva vuelve la cara hacia Marisa, la mira unos segundos y vuelve la vista hacia su ventanilla. Coge aire. Suspira. El coche arranca.
—Y ahora por qué te pones así, la que debía estar disgustada soy yo —dice Marisa.
Eva continua mirando por la ventanilla. Vuelve a tomar aire. Se moja los labios con la lengua. Abre la boca. La cierra de nuevo.
—Así que no vas a decir nada —dice Marisa.
—¿Para qué? —responde Eva.
—Hombre, te parecerá bonito lo que le has dicho a tu madre —responde Marisa.
—Déjame, mamá —dice Eva.
—Así que así tratas a tu madre —responde Marisa.
—¿Qué quieres, mamá? ¿Qué buscas? —pregunta Eva.
—¿Tú qué crees? —pregunta Marisa.
—¡Joder, qué pesada! —dice Eva.
—Eso, eso, tú sigue hablando bien a tu madre —dice Marisa.
—¡Pues déjame de una vez! —dice Eva.

El coche está aparcado en doble fila, justo detrás de un Renault 306 blanco. Marisa permanece en la cola de la oficina del INEM con la tarjeta del paro en la mano para sellarla. Eva está fuera, en la puerta, justo al lado del coche. Observa a una joven que pasa paseando con su perro. Después mira a una pareja, más o menos de su edad, que hablan sobre su piso nuevo. Los sigue con la mirada. Ellos se detienen dos portales más adelante. Eva se apoya en el coche. Los escucha durante un rato. Después mira al suelo y a la oficina en la que su madre hace cola. La mira a ella y niega con la cabeza. Se suena la nariz y sacude el flequillo que le cae sobre los ojos. Se cruza de brazos y vuelve a mirar a la pareja, que ahora se está alejando. Eva entra en la oficina. Empuja la puerta, esquiva a las personas que se amontonan al final de la cola rompiéndola y llega hasta Marisa. Le pide las llaves del coche y vuelve a salir.
Cuando sale de la oficina se cruza con un señor mayor. Va solo, arrastrando un viejo carrito de la compra. Sus pantalones están manchados, el abrigo muy arrugado y debajo de una de las axilas se dibuja un enorme agujero. El carro tiene una de las ruedas torcidas. Eva se para y espera a que pase él. Camina muy despacio y sonríe asintiendo con la cabeza. Cuando termina de pasar, Eva atraviesa la calle y vuelve al coche. Abre la puerta del asiento delantero derecho, entra, se sienta, echa el asiento para atrás, cierra la puerta y la bloquea. Mete la llave en el contacto, y enciende la radio. Están dando las noticias. Sintoniza otra cadena. Suena música. Eva cierra los ojos y se estira. Pone sus manos sobre su frente y las entierra en el pelo. Permanece así varios minutos. Vuelve a abrir los ojos, el dueño el Renault 306 está abriendo la puerta. Ella se incorpora, lo mira, mira hacia la oficina y ve que su madre ya sale.
—¡Casi!, te dije que no aparcaras en doble fila —dice Eva.
—¿Y qué iba a hacer, llevarme el coche a la oficina?—dice Marisa.
Eva la mira, arquea las cejas, resopla y niega con la cabeza. Se abrocha el cinturón, sube la música de la radio y vuelve a echarse en el asiento. Marisa baja el volumen, guarda la tarjeta del paro en el bolso y rebusca en él.
—¡Demonios! ¿Se puede saber dónde he metido las llaves? —se queja Marisa.
Eva mira las llaves puestas en el contacto, mira por la ventanilla, observa a su madre rebuscando en el bolso y sonríe. No dice nada.
—A ver si me las he dejado dentro de la oficina… —dice Marisa.


El coche está parado en medio de un atasco. Delante tienen un autobús de línea, a la derecha un coche negro, con los tapacubos y los retrovisores plateados y un chico con gafas de sol que reflejan los coches que tiene delante. A la izquierda un monovolumen conducido por una mujer al teléfono con dos niños detrás, uno de ellos viendo dibujos en un DVD portátil y el otro con una maquinita entre las manos. Suenan los cláxones de los coches. El semáforo se pone en verde pero la fila no avanza.
—Entonces estás deseando irte de casa, ¿verdad? —pregunta Marisa.
—Yo no he dicho eso —dice Eva.
—¿Cómo que no? —pregunta Marisa.
—No, mamá, yo no he dicho eso, he dicho que yo no veo mal irse de casa —responde Eva.
—Pues eso, que cuando puedas te vas —dice Marisa.
—Cuando pueda me voy no, porque si quisiera, ya podría irme —dice Eva.
—O sea, que mientras no tienes dinero que te mantenga mamá y ahora que ya lo tienes, mandas a tu madre a tomar viento, ¡Qué bonito! —insiste Marisa mientras se le escapan unas lágrimas de los ojos.
—¡Eso no es justo! ¡Las cosas no son así!, que quiera irme de casa no significa que no me importes. Y, de hecho, ni siquiera he dicho que vaya a irme de casa. He dicho que si me fuera no pasaría nada, que sería lo más normal del mundo —Eva sube la música otra vez.
—¡Baja la música! —ordena Marisa.
—¿Para qué? ¿Para escucharte? —pregunta Eva.
—Sí, para escucharme —responde Marisa.
—¡Estás loca! —grita Eva.
Marisa se pone a llorar. El semáforo vuelve a ponerse en verde pero los coches siguen sin moverse. Un hombre de unos coche más atrás ha salido a la carretera y le está chillando a los que están al comienzo de la cola. Pasa una moto por su lado y lo roza. El hombre se pone más violento. Marisa sigue llorando sin decir nada. Eva tiene los ojos humedecidos y mira por la ventanilla sin volver la cabeza hacia su madre. Cierra los ojos, se le cae una lágrima y se vuelve hacia ella:
—Sí, parece que estás loca, mira cómo te pones porque digo que no veo mal que la gente quiera irse de casa —dice Eva.
—Cállate, anda, cállate, ya has dicho demasiado por hoy —dice Marisa.
—Pues no, ahora no quiero callarme. Claro, tú con llorar lo arreglas todo, ahora te haces la víctima, como siempre, y los malos somos los demás —dice Eva.
—¿Vas a seguir? ¡Claro, tu madre es que no hace nada bien! —responde Marisa.
—¿Ves? Ya lo estás haciendo otra vez, yo no he dicho que no hagas nada bien —dice Eva.
—Si estás deseando irte de casa porque tu madre es muy mala..., como ya ha trabajado como una mula y ahora ya no te hace falta, adiós —dice Marisa.
—En serio, mamá, escúchate, es que parece que te gusta siempre hacer que la gente se enfade contigo, luego dices que no queremos hablarte, que siempre estás sola, que no te digo lo que pienso… ¿para qué quieres que te lo diga ? ¿para ponerte a llorar? ¿para hacerme sentir que soy cruel contigo?…—pregunta Eva.
—¡Ea!, venga, pues vete con tus amigos, tranquila que yo tengo para vivir muy bien, que yo no necesito a nadie —dice Marisa.
—¡Eso no te lo crees ni tú! Lo dices porque sabes que no voy a irme pero anda que no ibas a quedarte tú sola si nos fuésemos, anda que no nos ibas a echar de menos. Por eso no me voy, que lo sepas, porque la cruel de tu hija que pasa de ti, en el fondo…—dice Eva.
—Por mí no tienes que sentir pena, ¡haz lo que te dé la gana! —interrumpe Marisa.
—¡De verdad que me dan ganas de mandarte a la…! —Eva se calla y vuelve a subir la música.
Los coches arrancan. Marisa se seca las lágrimas con la manga de la camisa. Eva abre el cristal de la ventanilla. Saca su móvil del bolsillo del pantalón.

—¡A comer! —grita Marisa.
Eva abre el lavaplatos, saca cuatro platos limpios, cuatro tenedores, cuatro cuchillos, cuatro vasos y lo coloca todo en la mesa. Coge la silla de su sitio de la mesa y la coloca en el lugar de Marisa. Coge una banqueta y se sienta. Llena de refresco el vaso de Marisa y coloca junto a su plato una servilleta.

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