jueves, 7 de enero de 2010

-El viejo y el mar, por Luisa Moreno

El viejo y el mar
Era un día luminoso de verano. La espuma de las olas brillaban bajo el sol. Tres señoras maduras tocadas con idénticos gorritos conversaban sin tregua, apoltronadas sobre la arena en silloncitos plegables, el viento jugaba con sus coloridos pareos. Jacinto se decidió por fin, se quitó las gafas de leer, dejó el periódico a un lado, se incorporó y se encaminó con paso lento pero decidido hacia la orilla. Se bañaría y, esta vez, intentaría nadar al menos diez brazadas. La brisa marina le acariciaba sus escasos y blancos cabellos, a sus ochenta recién cumplidos, se sentía como un chaval. El veraneo le estaba sentando bien, los paseos, la dieta de pescado y verduras, y también la relativa proximidad de aquellas vecinas de sombrilla, alguna de ellas todavía de buen ver, cuyas conversaciones Jacinto escuchaba con disimulo mientras leía, y cuyos escotes Jacinto miraba sin disimulo tras sus gafas de sol. Alguna que otra mañana, cuando una de ellas le pedía el periódico prestado aprovechaba para entablar una breve conversación y practicar sus modales de galán años cuarenta. Al pasar por delante de ellas, metió barriga, estiró el torso, y con gesto cortés dijo:
–Buenos días, señoras.
Las tres pararon de hablar y le respondieron al unísono:
–Buenos días, señor.
Jacinto caminó erguido, sacando pecho, hacia la orilla, convencido de tener seis ojos clavados en su espalda, su mirada se dirigía al frente. Con paso decidido hacia el agua, le fue imposible ver y esquivar el teremendo socavón excavado en la arena por unos niños, dio un traspiés y se fue a dar de bruces contra la dura arena mojada. Se levantó rápido, haciendo como si nada, se limpió las doloridas rodillas embadurnadas de minúsculos y afilados fragmentos de conchas. El golpe lo trastocó y notó que su dentadura postiza se había movido, últimamente se le solía descolocar, tenía que ir al dentista a que se la fijara.
El agua estaba fresca y el sol picaba; el baño le resultaba estimulante. Inspiró hondo y se dispuso a hacer sus brazadas, estirando y sumergiendo alternativamente los brazos, pataleando con ganas y realizando con todo su cuerpo lentísimos y armónicos balanceos laterales sobre la superficie del mar. Aquella gran masa de agua sujetaba su peso, aligeraba sus movimientos y aliviaba sus dolores; y le permitía volver a ser joven. No le pesaban las piernas, ni notaba la artrosis, se sintió renacer. El océano lo llevaba en volandas, aquellos doloridos huesos que cada día le resultaban más pesados, aquellos que algún día, probablemente no lejano caerían sin dramatismo a una fosa polvorienta, metidos dentro de un féretro “al menos negro y elegante”, pensó. A la cuarta o quinta brazada sumergió la cabeza en el agua, notó que le faltaba la respiración, trató de dar una bocanada de aire, pero una ola traicionera le llenó la boca de sabor a sal y a algas, el agua le llegó hasta la campanilla y buscó salida por los orificios de su nariz. Los estertores de tos causados por el trago marina le impidieron notarlo al principio, preocupado sólo en respirar a toda costa. Mientras tanto, aquella preciada prótesis masticadora, su fiel compañera de sonrisas y duros turrones, había abandonado su cavidad bucal para emprender en solitario un naufragio en dirección a las profundas y oscuras aguas del traicionero Atlántico. “¡No, no puede ser! ¡La dentadura!”, pensó. El agua le llegaba por el pecho, fijó la vista en las verdosas y movidas aguas abriendo mucho los ojos, manoteó en vano intentando atrapar reflejos blancos en movimiento. Sus cansados ojos siguieron una sombra blanca que se hundía, creyó tantearla con el pié: “Ya está, la tengo. Menos mal.” Pensó aliviado. Intentó agarrarla con los dedos del pie, pero temió que al levantarlo, las aguas se la arrebataran para siempre. “La mantendré pisada, ya no se escapa”, pensó.
Miró a su alrededor. Unos niños gritaban y jugaban en una colchoneta, una madre chapoteaba con su bebé. Se quedó parado pensando qué hacer, cómo recuperar la dentadura. A quién pedir ayuda sin pasar demasiada vergüenza. Pasaron unos diez minutos, sintió frío y un dolor en el pecho y no se atrevió a sumergirse para coger la dentadura. Miró nuevamente a su alrededor. Nada. De pronto en la orilla aparecieron tres figuras que le resultaban familiares, una le hacía señas. Eran las señoras. La más joven se introdujo en el agua e iba hacia él. La bajita y la más anciana la seguían.
–¿Se encuentra bien, señor? –dijo la más joven.
Se avergonzó de su situación y no se atrevió a abrir su desdentada boca. Ella notó que el viejo estaba como paralizado y que no podía hablar.
–Esta usted tiritando. ¿Necesita ayuda? –prosiguió la joven.
–Verá, pues resulta, resulta que...–Balbuceó, intentando disimular, y añadió:– Resulta que, se me ha caído algo al mar. Bueno, en realidad, es mi dentadura. Se me cayó, pero la tengo sujeta bajo el pie derecho.
–¿Cómo? ¡Ay, vaya por Dios, caballero! A ver, no se preocupe, le ayudaremos –dijo mientras miraba hacia las amigas, que se aproximaban flotando con parsimonia hacia ellos–: ¡Enriqueta, Graciela, venid! –gritó haciendo un gesto con la mano–.
–¿Qué ocurre? ¿A qué vienen tantos aspavientos, Mercedes? –dijo Graciela, la mayor de las tres.
–La dentadura de este señor, que la ha perdido. Bueno, no la ha perdido, la tiene pisada con el pie. Habrá que bucear a cogerla –sentenció Mercedes.
Las dos señoras se miraron con cara de asombro y guasa. Reprimieron la risa por pena ante la visión del viejo caballero, tiritando y abochornado. Jacinto no se atrevía a abrir la boca. Siempre fue un tímido y en tal situación, con aquellas señoras y sin dentadura, se sentía como un niño perdido.
Mercedes se sumergió decidida, levantó el pie del anciano, la tanteó y la agarró. Salió del agua sonriendo.
–¡Ya está, la tengo!– dijo Mercedes triunfante, mostrando a los presentes una bonita concha marina.

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