jueves, 14 de enero de 2010

CÍRCULO por Braulio Moreno Muñiz

CÍRCULO


El motor del viejo y destartalado autobús ruge al escalar cada pendiente. El calor, que a esas horas de la mañana puede considerarse soportable, empieza a apretar más de la cuenta. Algunos pasajeros conversan. Otros, miran fijamente por la ventanilla posando los ojos justo donde el cielo besa a la tierra, allá donde el azul se corta repentinamente, para convertirse en una masa verde y multiforme formada por las innumerables hojas de los castaños y debido a la distancia. Pero también los hay que miran con insistencia al arcén, y ven como los helechos invaden la carretera; pagando tal atrevimiento éstas plantas, con la poda recta, casi trazada a escuadra, de los más verdes brotes de sus curvadas ramas, provocada por el roce de las ruedas de los vehículos que transitan por el borde de esa carretera.
Manuel es uno de los que mira al arcén, pero ha de dejar de hacerlo cuando el viajero que ocupa el asiento que está a su izquierda le pregunta:
—Y usted, ¿a qué va a Villacastaño?
—Perdón, no le he oído bien—. Dice Manuel después de dirigir sus ojos hacia el lugar desde el que le hablaban.
—¿A qué va a Villacastaño?—. Vuelve a preguntar el otro con cierto acento de impaciencia.
—Voy a resolver unos asuntos de familia.
—¿Su familia es de allí?—. Pregunta el desconocido mirándolo a través de los cristales transparentes de unas gafas algo anticuadas.
—Sí.
—Mi familia también es de Villacastaño. Yo vivo allí desde que nací, y creo que es el sitio donde voy a morir. Aunque eso nunca se sabe...—. Dejó suspendida la frase, y terminó con un gesto que parecía una sonrisa.
Manuel respondió con una mueca ambigua y guardó silencio por unos instantes. Lo que el otro aprovechó para volver a la carga:
—Si me dice quién es usted le puedo decir si conozco a algún pariente suyo, porque por el parecido no saco de quién es usted.
—Soy Manuel Lozano, el heredero de Javier Lozano. Antiguo dueño de “Las Encinillas”, la finca que está más cercana al pueblo por el lado norte.
—La más cercana y la más grande...Y fértil, sus encinas siempre han dado mucha bellota para los cerdos, y su suelo, pasto para las reses de carne. Lo que es una pena que ahora con la sequía no haya para alimentar ni a las cuatro gallinas que surten de carne y huevos a la familia que vive allí.
—Entonces, es cierto que van mal las cosas por la finca.
—Por allí y por toda la comarca. ¿No sabe que sufrimos una sequía que dura ya varios años?
Lozano volvió la mirada hacia el arcén por un instante, los helechos seguían acariciando la parte exterior del autobús, acto seguido, se giró hacia su interlocutor y le dijo:
—Pues yo voy a Villacastaño para reclamar el diezmo que corresponde a mi familia por la explotación de la finca.
—No ha podido elegir peor momento para ello—.Dijo el desconocido alzando algo la voz.—Con la sequía el ganado muere de hambre, y las enfermedades se extienden. De forma que como hay menos carne que vender, también hay menos dinero; así que no se pueden tener los servicios del veterinario, ni hacer pozos para acceder al agua, y si se hacen, los pozos no sirven para nada porque se secan.
—Ya me extrañaba a mí que el aparcero no nos respondiera con el arrendamiento de la finca. Hasta ahora, no habíamos tenido problemas con él. Sin embargo, nunca nos ha dicho nada.
—Si a todo lo anteriormente contado por mí, le suma que a los habitantes de estas tierras nos aqueja un orgullo casi enfermizo, y una obstinación enorme, ya puede contestarse, si es que se lo preguntaba, porque no ha sido informado antes de la crítica situación en que se encuentra la finca.
Los dos hombres quedaron en silencio. Manuel fijó sus ojos en el respaldo del asiento delantero. Detuvo por un momento su mirada en el roñoso cenicero. Su cara era de preocupación. Los relojes marcaban casi el mediodía. El calor era asfixiante dentro del habitáculo del autobús, por lo que los rostros de los viajeros estaban perlados de sudor. Su vecino lo informó:
—¿Oye usted cómo ruge el motor del autobús?
—Si.
—Pues eso indica que esta es la última pendiente antes de llegar al pueblo. Ya falta poco.
—Recuerdo haber estado aquí antes. En mi memoria queda aún la presencia de esta impresionante subida, donde parece que los vehículos que ascienden por ella van a desarmarse debido al esfuerzo. Los recuerdos se agolpan en mi cerebro cuando llegamos a esta altura del viaje. Mi infancia transcurría entre la ciudad y el pueblo, en el que pasé muy buenos momentos, precisamente en esa finca a la que voy ahora. Pero luego, con el paso de los años, dejamos de venir, y los asuntos de la explotación los dejamos en manos de un administrador, que un día dijo que ya no podía seguir prestándonos sus servicios. De manera que nuestra relación con los que trabajan en la finca quedó reducida a recibir el pago anual del arrendamiento y poco más.
—Así que no sabían ustedes nada de las dificultades por las que están pasando los aparceros de su heredad—. Dijo su vecino a la vez que se secaba el sudor de la cara con un pañuelo.
—Algo sospechábamos...—.Dijo Manuel Lozano con aire distraído. Continuó.—Pero nunca pensamos que fuera para tanto lo de la sequía. Cuando se retrasaron en el pago del arrendamiento, creímos que lo hacían por dejadez, o por avaricia. Pero con lo que usted me cuenta, el problema es otro, y nadie es responsable de ello.
Volvieron al silencio. El mutismo era generalizado entre los pasajeros. En ese momento, el autobús había sido engullido por las dos hileras de casas de la calle por la que transcurría la carretera principal, que daba a la plaza donde tenía su fin de trayecto.
Había mucha luz porque el sol seguía disparando sus rayos con artillería pesada. Cuando bajaba del vehículo Manuel Lozano, se volvió hacia el conductor y le preguntó:
—¿Cuándo sale de vuelta el autobús?.
—Dentro de veinte minutos—. Le contestó el otro haciendo el gesto de levantarse de su asiento.
Nuestro viajero está ahora en medio de la plaza. Sus ojos están fijos en la fuente que marca su centro y que llama su atención porque de ninguno de sus tres caños mana agua. Mira a su alrededor, y como si se hubiera acordado de algo, encamina sus pasos hacia la taberna que parece ofrecerle una temperatura más agradable. Entra en el oscuro lugar, se acerca al mostrador, y pide una cerveza fría al tabernero. Mientras bebe, mira hacia la puerta, porque desde donde él está, y a través de ésta, puede verse la fuente seca, y, más allá, el autobús, que en ese preciso instante empieza a expulsar un humo denso y negro por su parte trasera. Han pasado ya los veinte minutos. Manuel apura el vaso, paga y sale del local.
En el viaje de regreso se echa de menos el rugido del motor, porque en la vuelta todo el camino es cuesta abajo. El autobús va ahora más ligero, más alegre, como si hubiera dejado un pesado fardo allá arriba.
Braulio Moreno Muñiz.

1 comentario:

  1. Me gustó la resolución final, cómo se desenmascaran las intenciones reales del protagonista...

    Clara-

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