domingo, 3 de enero de 2010

-Código Postal / Miguel Ruiz Poo / Tercer Relato

Estaban sentados en el largo banco de piedra que rodeaba la plaza. Una plaza en el sentido literal, un espacio urbano público, amplio y descubierto, descubierto. La roca del banco era fría en Enero, por eso los niños de cuando en cuando ponían sus manos entre la piedra y las nalgas o se balanceaban de un lado para otro. Hacían un corro sentados en torno a un roscón de reyes que minutos atrás la madre del Chino había traído. Consumían con fervor los trozos de bizcocho y nata.

-Chino ¿porqué te dicen Chino? Tú no eres Chino –preguntó Champi con la boca llena de nata.

-No sé, porque tengo los ojos como de Chino –en un gesto estiró sus ojos y toda su cara ayudado por las manos.

-Mira ahí viene la cabalgata –Champi y el Chino voltearon enseguida, el descampado que seguía a la plaza estaba vacío, Alejo reía.

-Jejejejejeje os lo habéis tragado que pánfilos, ¿cómo van a pasar por aquí los reyes?, por aquí nunca pasa nadie –dijo Alejo.

-¿Y por qué no pueden venir un año? –dijo el Chino.

-Jeejejejeje –Alejo casi se atraganta con la nata- ni perdidos.

-Bueno un día podrían venir –dijo Champi.

-Desde que yo tengo memoria, nunca he visto a ningún rey mago por mi casa. Tampoco sé de nadie del barrio que haya recibido ningún regalo nunca. Este mañana escondí la cafetera con el café que le sobró a mi madre en el desayuno para tomármelo en sorbos pequeños durante toda la noche. Así podré aguantar despierto hasta que lleguen. Mi madre dice que me porto mal, pero si sólo pinté con carbón el quiosco de Emiliano, la seño me dice siempre que me porto muy bien. Champi ¿en tu casa se han parado alguna vez? -Alejo era el mayor de los chicos, tenía ocho años.

-A mi siempre me dejan algo, una chuche o algo, mi padre dice que son tantos los niños que seguro se les olvidan los regalos grandes, el año pasado pedí un bici, pero bueno se les habrá olvidado –Champi pedaleaba en el banco.

-Yo ya sé que a mi casa no vienen, ellos no me conocen porque tenemos poco tiempo aquí, bueno eso dice mi padre, y yo creo que tiene razón, pueden ser muy mágicos pero si no saben que vivo aquí como le hacemos. Seguro Santa Claus no se sabe mi código postal de acá. Allá en Tulcán cuando era chico estaba Santa Claus y el niño Jesús y bueno entre los dos se repartían el trabajo, yo creo también que por eso me llegaban los regalos –Chino hablaba con lentitud, como balanceando cada palabra.

-Y como es eso del código postal. A lo mejor es que este barrio no tiene código postal y por eso no vienen –dijo Champi.

-Claro que tienen bobo, si no, no llegarían las cartas a tu casa. Las facturas como dice mi madre. ¿Porqué a todas las cartas les llamará facturas?-contestó Alejo.

-Yo no tengo buzón, será por eso –dijo el Chino.

- Emiliano, me dijo que los reyes no pasan por aquí porque tienen que guardar toda su magia para la noche y así poder atender a todos los niños del mundo –dijo Champi.

-Aaah por eso en la cabalgata de reyes sus carros no se levantan casi del suelo. Mi padre me llevó una vez al centro, estaba todo el suelo lleno de caramelos Champi, imagínate la plaza pero toda llena de caramelos, una tierra de caramelos -dijo el Chino.

-No me lo creo –dijo Champi.

-Yo tampoco -dijo Alejo mirando de reojo a Champi.

-Que si, que era un suelo de caramelos joooo –el Chino esparcía la nata por el suelo de la plaza- todo todo el suelo como de nata pero de caramelo y así calles y calles del centro.

-Nunca he ido al centro –dijo Champi.

El roscón tenía forma de medialuna, los niños habían acabado con casi toda la circunferencia. Los niños comían ya lentamente, atrás había quedado la euforia de los primeros trozos. Estudiaban cada pedazo antes de cogerlo, cada pequeña protuberancia, cada imperfección de ese medio cilindro, podría revelar cuál de los trozos contenía el premio escondido.

Justo con el último cacho en la boca, Alejo gritó -¡lo tengo, lo tengo!!-. Tenía entre sus dedos un muñequito con la figura de Baltasar. –Tengo al negro, tengo al negro- gritaba Alejo.

-Bueno vamos a jugar canicas antes que se vaya la luz, que le quiero quitar al Chino la canica esa rara –dijo Champi.

-No sueñe mijo –contestó el Chino.

Puso el muñeco en alto, tan alto que la pequeña figura casi besaba al atardecer, y bajito muy bajito Alejo susurro “mira negro que este sea el último año que nos dejan sin regalos por favor”, acto seguido Alejo corrió al descampado donde los niños jugaron canicas hasta bien entrada la noche.

Llegó a su casa, la escalera era toda oscuridad, calculaba que eran las diez, quizás las once, hacía mucho ruido al andar, tenía los bolsillos del abrigo repletos de canicas. Sonrió, había tenido suerte en la partida, se llevó casi todas las canicas del Chino, de Champi y de todo el que pasó por allí.

Empujó la cancela y corrió escaleras arriba, no quería encontrarse con nadie. Llegó jadeante al tercer piso y tocó la puerta. Después de varios segundos tocó de nuevo y así unas cuantas hasta hacerse daño en la mano.

-Hola Ma –dijo Alejo al abrirse lentamente la puerta.

-¿Qué hora es? –dijo la madre.

-No sé las diez –dijo Alejo.

-Es tardísimo debí quedarme dormida….. la próxima vez bajo a buscarte a la plaza…. no encuentro la cafetera…. no hay café… es muy tarde Alejo…. es tarde estoy cansada.

-Ma ¿hay algo de comer? –preguntó el niño.

-Hay tortilla, un poco tortilla en el horno y hay pan, cógela nene, me voy a recostar en el sofá que no me estoy bien.

Alejo caminó a la cocina y tropezó con una botella de Cutty Sark, cuando regresó al salón su madre roncaba en posición fetal. Casi se le escapa el bocadillo de tortilla que ahora tenía entre sus dientes al tropezar de nuevo con otra botella que tenía pintado un mono.

Mientras su madre roncaba sacó la cafetera grande de debajo de su cama y la sirvió en una jarra, se sentó junto a ella escuchando sus ronquidos. Ella llevaba puesta una camiseta rosada algo sucia y bragas, estaba completamente rendida en el frío salón. Alejo dejó el café sobre la mesa y buscó dos mantas en la habitación. La primera la colocó cuidadosamente sobre su madre, envolviéndola completamente de un naranja quemado. La segunda se la echó encima y junto con el café se sentó al lado de la ventana.

La plaza estaba desierta, serían las doce quizás la una y miraba fijamente el descampado, las calles, los otros bloques de más allá, el quiosco de Emilio pintado de tiza negra encima de los graffitis que hacían los mayores, las puertas sin puertas, las ventanas sin ventanas y su cara que se reflejaba en el cristal.

Continuó esperando, daba pequeños sorbos al café frío y esperaba envuelto en su manta verde y cada vez que se movía para buscar la jarra de café allí estaban las canicas y esbozaba una sonrisa y esperaba.

A las dos de la mañana, quizás las tres, le pareció ver una figura a lo lejos entrando por el descampado y enfilando la plaza. Se puso en pie “vamos negro, vamos” susurraba.

La figura seguía avanzando, hasta donde le alcanzaba a ver entre la niebla, por el descampado venía un carruaje arrastrado por un hombre “mamá es el negro mamá” y la madre seguía enroscada en su naranjada quemado y Alejo alcanzó a ver un cohete “mamá el negro me trae un cohete, no…una nave mamá” pero ella seguía roncando.

Sus ojos se reflejaban en la ventana, se confundían resplandecientes con el reflejo de la luna cuando el hombre y su carruaje enfilaron la plaza. El hombre salió de la niebla y Alejo vio un carrito de supermercado, una lavadora y varios hierros y amasijos que sobresalían.

-No era el negro mamá –y la madre dormía.

Alejo se quedó inmóvil en la ventana, con la jarra de café vacía a un lado, la cabeza apoyada en el cristal frío. El reflejo de sus ojos fue apagándose en el cristal de la ventana y sólo quedó el de la luna. Su cuerpo empezó a ladearse lentamente, su cuello contorsionado en el cristal, las canicas se deslizaron de sus bolsillos y cayeron al suelo. Un estruendo de metralla que se escuchó hasta en el lejano oriente.

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