martes, 22 de diciembre de 2009

-INFORME 10/2009 por Daniel López Mendoza (Relato 3)

INFORME 10/2009

“Cómo va ese informe Jaime” eran las palabras de Arturo Cuesta todos los finales de mes. Golpeaba un par de veces el hombro de Jaime y esperaba que este se girase y le sonriera para entrar en su despacho. Una vez cerrada la puerta Jaime borraba la sonrisa de su rostro y centraba la mirada en la mesa. Solía reordenar los folios del informe mensual cuadrándolos dando golpecitos con el canto del documento. Contaba los puntos del informe que tenía contestados con los dedos de la mano.
—Cinco —dijo entre dientes. Apuntando con el tapón del bolígrafo hizo recuento de los puntos sin contestar del informe 10/2009— Cuarenta y cuatro, cuarenta y cinco.
Tras recuentos de este tipo, lo normal es que Jaime mirara el reloj, sacara un paquete de tabaco del bolsillo y tirara el plástico a la papelera, para enfilar a continuación el pasillo que conduce a la salida con el cigarro sin encender en la boca y agarrar el pomo de la puerta mientras sonríe a Encarnita.
—Se me ha olvidado decírtelo Jaime, ayer vi a tu hermano.
—Ah ¿sí? —Soltó el pomo.
—Sí, iba con la niña al oculista. Qué lastima tan pequeña y con gafas.
—¿Le han puesto gafas?
—Sí, pero está muy linda.
—Ya —Jaime se rascó la cabeza con la mano derecha— A ver si lo llamo.


Aquella mañana eran las 11:30 y Jaime había terminado el tercer recuento del día: 15 apartados hechos y 35 sin contestar. Sonó el móvil, pero el número no estaba registrado.
—¿Sí? —Jaime tomó el móvil con la mano izquierda y pasó el primer folio del informe con la mano derecha— Ah hombre ¿Cómo estás?... Yo bien, con mucho curro, por cierto no tengo este móvil ¿es nuevo? —Hizo unas anotaciones en el informe— Vale, vale. Cuéntame —Levantó el bolígrafo del papel— No, no me enterado, hace una semana que no hablo con Jorge ¿qué ha pasado? —Soltó el bolígrafo sobre la mesa, mordiéndose el labio inferior. Se cambió el móvil a la mano derecha, tapándose la boca con la mano izquierda. Miró hacia la ventana. En el exterior los vencejos realizaban acrobacias en el aire, cada uno por su cuenta, sin colisionar entre ellos— ¿Qué dices? ¡Dios! Pero, ¿pero cuándo fue?… Joder —Su mano izquierda le tapó los ojos, después pasó a la frente y terminó echándole el pelo hacia tras— Ya, a las cinco entonces. Allí en Retama de la Sierra supongo… ¿Tú vas? —Cogió el bolígrafo y dió golpecitos continuos sobre la mesa— Es verdad, para ti es una paliza y no llegarías —Agitó el brazo izquierdo para que el reloj apareciera bajo la manga. Acercó el brazo y miró la hora— Yo sí, yo sí iré… Bueno Guille gracias, ya hablamos. Adios.
Jaime dejó el móvil en la mesa y volvió a mirar el reloj. Retrepándose en la silla con las manos en la nuca, cerró los ojos y resopló con fuerza.
—¿Pasa algo Jaime? —comentó un compañero que se dirigía a la salida.
—No nada.
La mesa de Jaime era un jaleo de papeles, ya se lo habían dicho en más de una ocasión “Vaya jungla chico”. Seleccionó diversos documentos, los fotocopió varias veces pulsando distintos botones de la impresora pero desechó todos los resultados en la papelera. Golpeó y pateó la máquina y se marchó con los papeles a la mesa de Encarnita.
—Encarnita por favor fotocópiame esto a doble cara.
—Sí claro.
—Gracias
Ella observó como Jaime tocó en la puerta del despacho de Arturo Cuesta y entró. Encarnita echó un vistazo por encima a los folios, dejándolos en la impresora. Un ruido sordo llegó desde fuera. En la calle un grupo pequeño de manifestantes se agolpaba en la acera frente a la fachada de la Consejería de Empleo. Las peticiones a través del megáfono y los pitidos de protesta llegaban mitigados a la oficina.
Encarnita se dio la vuelta al abrirse la puerta del despacho de Arturo Cuesta.
—Bueno Jaime, lo dicho. —Arturo Cuesta posó su mano en el hombro de Jaime— Siento mucho lo de tu amigo.
—Gracias.
—Y por el informe no te preocupes, ya verás como te da tiempo a terminarlo para que esté a primera hora en mi mesa.
—Ya.
—Bueno, vete pronto que Retama está bastante lejos. —Quitó la mano del hombro de Jaime y agarró el pomo de la puerta— Por cierto, allí hacen unos dulces buenísimos que no me acuerdo como se llaman… ¡Manolitos! Eso, si te acuerdas tráete. Hasta mañana.
—Hasta mañana.
La puerta quedó cerrada y Jaime siguió mirando hacia el despacho. Encarnita recogió todo los papeles de la impresora.
—Toma, aquí tienes las fotocopias.
—Gracias Encarnita.


La carretera estaba desierta. A la derecha un manto de castaños cubría un cerro que descendía hasta el borde de un riachuelo. Al otro lado del cauce la mezcla de la encina y el moral coloreaban unas tierras grises. En la izquierda de la carretera una cortina de agua descendía por tajos casi verticales con musgo en las paredes. El agua quedaba recogida en una acequia y circulaba paralela a la carretera, vertiendo su contenido en un barranco. El barranco cruzaba la carretera bajo un puente de piedra estrecho por el que sólo podía pasar un vehículo. Jaime detuvo el coche para cederle el paso a un ciclomotor negro que circulaba por el puente a poca velocidad. Miró el reloj del coche, las 17:15. Un anciano de pelo canoso saludó a Jaime. El anciano llevaba un perro detrás en una caja de plástico atada a la moto con una cuerda. El perro también lo saludó con un ladrido. Jaime atravesó el puente y pasó junto a un cartel "Bienvenido a Retama de la Sierra".
Un perro estaba tendido en el asfalto a la entrada de Retama. Lo despertó el pito del coche y se apartó para que Jaime aparcara. Cogió del asiento del copiloto el informe 10/2009 realizando un último balance antes del entierro. Había alcanzado el equilibro, 25 puntos contestados y 25 sin contestar. Bajó del coche y el perro restregó la cabeza contra su pantalón. Jaime le acarició.
Llevaba muchos años sin pisar Retama. Comenzó a subir la cuesta que desembocaba en la plaza de la Iglesia, deteniéndose continuamente en cada rincón. El olor de una panadería le llegó, la puerta estaba cerrada y pegó la nariz al cristal aspirando todo el olor posible. La sonrisa que se formó en su rostro le acompañó en el ascenso, también tenía la compañía del perro negro, escoltándole a medio metro. En una fuente, a mitad de la cuesta, colocó las manos en forma de cuenco para beber agua. Repitió la operación para lavarse la cara cuando sonaron las campanas de la iglesia y aceleró la marcha hacia la plaza.
El ataúd entró en la pequeña iglesia seguido de un río de gente. La iglesia quedó colapsada y parte de los familiares y amigos de Jorge vieron la misa desde la entrada. Jaime se quedó al margen acomodando la espalda en la baranda que delimitaba la plaza. El perro se tumbó junto a él, apoyaba la cabeza en los zapatos negros. Jaime respiraba profundo y analizaba el vaho que desprendía su boca. Cada vez dilataba las respiraciones más tiempo, el vapor soltado era más denso y él intentaba cogerlo con ambas manos, pero lo deshacía. El móvil de Jaime sonó y despertó al perro. Era Arturo Cuesta. El perro empezó a ladrar dificultando la conversación de Jaime. Cansado de ladrar pasó a estirarse y después se rascó la oreja con la pata, pero no podía mantener el equilibrio y continuó rascándose tumbado. Jaime terminó la conversación y encendió un cigarrillo al instante. Vio en su reloj las 17:45 y resopló. El silencio que reinaba en la plaza era quebrantado en ocasiones por el murmullo de la gente rezando. Jaime dio la última calada tirando la colilla al suelo. El perro la atrapó para escupirla a continuación. Encendió otro cigarro.
La ceremonia concluyó con el último cigarro del paquete. Jaime lo apuró dejando que saliera todo el mundo y así poder situarse al final a varios metros de la marcha hacia el cementerio. El perro le siguió durante el trayecto y se quedó a las puertas del cementerio.
Era un cementerio estrecho y alargado. A la izquierda un muro blanqueado con yeso recorría el cementerio hasta el final, separándolo de un bosque de encinas poco frondoso. Enfrentados al muro se alineaban los nichos, sellados unos con placas de mármol, vacíos otros. Jorge descansaba ya en un nicho situado al fondo. El olor a cemento fresco rodeaba a sus padres mientras recibían las condolocencias por la muerte de su único hijo. El cementerio estaba atestado de gente y Jaime se hacía paso con dificultad entre personas de distintas edades que lloraban al unísono. Algunos reconocían a Jaime y le paraban “Te has hecho un hombretón”, le abrazaban “¿Sigues trabajando en el mismo sitio? Mi niño ha empezado la Universidad allí este curso. Dame tu teléfono por si necesita ayuda” y le besaban “¿Te has casado ya?”. Carmina, la madre de Jorge, recibió a Jaime con el rostro colorado y bañado en lágrimas.
—Jaime, hijo mío —Cogió la cabeza de Jaime para bajarla y besarle la frente. Ella hundió la cara en el pecho de Jaime. Él la rodeó con los brazos. Carmina se separó para mirarle a los ojos— Estamos muertos, todos muertos.
—Lo siento.
Era el turno de Jacinto, el padre de Jorge. Estaba pálido como el muro blanqueado con yeso. De unos ojos entrecerrados caían, espaciadas en el tiempo, unas lágrimas que se secaban con rapidez. Abrió la boca para decir algo, sólo salió un gemido entrecortado. Cerró la boca y abrazó a Jaime clavándole los dedos en la espalda. Carmina tuvo que agarrar el brazo de su marido para separarlo de Jaime. El matrimonio se quedó mirando a Jaime, cogidos de la mano. La cara de Jaime se encendió. Sacó un pañuelo, lo pasó por sus ojos secos y después se sonó una nariz ya limpia. Agachó la cabeza y abandonó el cementerio sin levantarla. La gente seguía llorando al unísono.
A la salida del cementerio el perro esperaba a Jaime tendido en el suelo. Le acompañó hasta la entrada del pueblo donde había dejado el coche. Antes de marcharse Jaime entró en un bar para comprar un paquete de tabaco. Vio en la barra varias cajas de Manolitos amontonadas una sobre la otra y se llevó una. Arrancó el motor del coche abandonando Retama. El perro negro volvió a tumbarse en el asfalto del aparcamiento, otra vez libre.


El leve zumbido del motor del frigorífico llenó el salón del apartamento sumido en la oscuridad. La luz del flexo iluminaba la mitad de la mesa. En la otra mitad en penumbra descansaba una cafetera con café frío. Eran las 2:00 de la madrugada, Jaime se echó el tercer café de la noche. Apagó un cigarro consumido en el cenicero atestado de colillas y pasó las páginas del informe 10/2009. Cuarenta puntos rellenos y diez sin contestar. Se tapó los ojos con ambas manos, inspiró, se echó el pelo hacia tras peinándose varias veces, resopló y agarró con la mano izquierda el pelo que tapaba su nuca, dando un par de manotazos en la mesa con la mano derecha. En la parte de la mesa donde no llegaba la influencia del flexo también reposaba la caja de Manolitos y Jaime la trajo a la claridad. Rompió el plástico que envolvía la caja en varios trozos, hizo una bola de plástico y la tiró lejos. Abriendo la boca de par en par se metió un manolito entero, con parte del envoltorio de papel, sin masticar, empujándolo dentro con la mano. Gracias a la ayuda del café frío bajó el dulce al estómago. Miró un costado de la caja donde indicaba "C/Canteras. Retama de la Sierra". Tomó de la caja otro Manolito quitándole el envoltorio de papel. En el otro costado de la caja se expandía un dibujo del pueblo de Retama. Jaime mordió la parte de arriba del dulce. En colores muy vivos aparecía un cielo azul que envolvía la loma sobre la que asentaba el pueblo. En el segundo mordisco quedó al descubierto la crema del interior, era una crema muy líquida y parte cayó en la mesa. El azul del cielo se confundía con el agua del barranco que pasaba bajo el puente de piedra a la entrada del pueblo. Con el siguiente bocado se tomó toda la crema. El pueblo estaba representado mediante unas casas blancas repartidas arbitrariamente en la loma. En medio del pueblo se alzaba, con una escala desproporcionada, la torre de la iglesia con las campanas en movimiento. Liquidó el resto del Manolito. Dejó la mesa de trabajo y pasó al sofá. Con los pies sobre la mesita de las revistas y la espalda hundida entre los cojines, Jaime colocó la caja encima de sus muslos. Seleccionó un Manolito con muchos trozos de castaña en la superficie. Cogía con dos dedos cada trozo de castaña, lo separaba del dulce y lo masticaba lentamente. La superficie quedó desierta de castañas, la quitó con cuidado como si fuera la tapa de un yogur y se la comió. Las lágrimas brotaron de sus ojos. Vio el pozo de crema que se acumulaba en el interior del Manolito. Acercó los labios y empezó a succionar la crema Las lágrimas caían con fluidez y entraban en su boca.


Daniel López Mendoza
(Diciembre 2009)

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