sábado, 28 de noviembre de 2009

- VIAJE AL NUEVO MUNDO por Amelia L. Ávila

Viaje al nuevo mundo

Amelia L. Ávila
Nadira es una chica valiente. Su madre siempre dice que lo es. Por eso viaja sola. Viaja sola pero está rodeada de muchas personas. En este viaje le acompañan cerca de cuarenta hombres y alguna otra mujer. En realidad, Nadira todavía no es una mujer pero el hecho de cruzar sola el mar le hace creer que sí. Lleva dos días navegando. Al principio se mareaba, ahora las náuseas ya no la visitan.
Nadira cree saber muy bien qué hace en esa embarcación y sabe que el miedo que siente por el viaje es el miedo que en verdad siente por lo que va a hacer cuando llegue. Está empezando a hacer frío, un frío helado que se te mete en los huesos, como si te los machacara. Un frío contra el que sabe que no puede luchar. No habla con nadie, tan sólo oye el rumor de las olas. Al menos éstas están tranquilas. Nadie debe saber que es tan sólo una niña. Nadira juega a que lo tiene todo controlado, a que guarda silencio porque no le gusta demasiado hablar, a que tiembla simplemente porque tiene frío. Pero ella sabe que todo eso no es cierto. No tiene nada controlado, guarda silencio porque no se atreve a decir nada y tiembla porque le aterra estar en medio de la nada rodeada de gente desesperada. Al menos así se lo parecen a ella. Ellos no se lo han confesado. Y, además, tiene sed, una sed tremenda. Siente cómo la garganta se le pega y apenas le deja escapar el aire.
La barca no mide más de dos metros de largo. Ella ocupa uno de los últimos puestos. Apenas se mueve, piensa que quizás es mejor si no se percatan de su presencia. Junto a ella hay una mujer con un niño pequeño en brazos. Ella tampoco habla pero de vez en cuando, esa mujer la mira. Nadira siente en su mirada algo de paz, como si la estuviera cuidando como a su pequeño. Los hombres que van en la proa discuten a menudo y alzan la voz. El resto parecen casi fantasmas.
Está cayendo la noche, cada vez siente más sed pero no se atreve a pedir nada, prefiere pensar que el agua está reservada para casos extremos a descubrir que no hay agua. La lengua se le pega al paladar cada vez que trata de tragar saliva, es una sensación muy desagradable. En estos casos son en los que un niño echa de menos a su mamá, pero mamá está en tierra y ella rumbo a un nuevo mundo, a una nueva vida. Y aún tiene que aguardar algunos días.
Nadira está encogida en su manta, sin nada más que ella misma, su sed y sus ansías de tomar tierra. Cuando el sol comienza a irse el mar se vuelve muy diferente. Mientras se esconde es como un espectáculo, hay colores que parecen estallar en el horizonte y da la sensación de que un poquito más allá del lugar donde se está escondiendo, vas a ver tierra. Pero no es así, después de la luz llega la oscuridad. Eso es lo que aterra a Nadira. El olor a humedad se vuelve mucho más intenso, el viento te corta la piel y la barca deja de mecerse para balancearse y, acto seguido, comienza su ritual sobre las olas. Se siente la vida que se mueve bajo los listones de madera de la embarcación y prefiere no sacar la cabeza de entre las piernas para no ver nada.

—¿Estás bien? —pregunta la mujer que se sienta junto a ella con un bebé en sus brazos.
—Sí —es toda la respuesta de Nadira.
—¿De veras estás bien? —insiste la mujer.
—Sí —afirma con la cabeza.
—Si necesitas algo... —es lo último que pronuncia la mujer.

A Nadira, en realidad, se le pasan demasiadas cosas por la cabeza. Claro que necesita algo, necesita muchas cosas. Necesita a su madre a su lado. Necesita saber cuántas horas quedan de viaje aunque no tenga un reloj para vigilar el paso del tiempo. Necesita su cama. Necesita beber agua y, sobre todo, desde hace un buen rato, necesita un baño. No puede aguantar más y teme que si pasa mucho más tiempo se lo haga encima. Pero de qué vale decirle a esa mujer todo lo que necesita. Probablemente también ella lo esté necesitando. Nadira piensa en esa mujer. Tal vez alguno de los hombres de la proa sea su marido, o quizás la están esperando en el puerto.

—¿Usted está sóla? —Ésa no es la pregunta que Nadira quiere hacer, pero es la que le sale.
—¿Lo estás tú? —le contesta la mujer.

Nadira no responde, baja la cabeza y vuelve a esconderse.

—Estoy con mi pequeño y estoy contigo. Estoy tan acompañada como tú —afirma la mujer.
—Yo estoy sola —asiente fríamente Nadira.

En ese momento concluye la conversación. La mujer abraza fuertemente al niño que lleva entre sus brazos y Nadira trata de dormir. Pero no lo consigue. Prefiere mirar las estrellas. Las estrellas le recuerdan su casa y le hacen creer que, verdaderamente, no está sola del todo. Esas mismas estrellas que la cubren a ella están cubriendo también a su familia y a la familia que la espera en tierra. Esas pequeñas lucecitas son las que le recuerdan que sigue existiendo, que no está perdida en un agujero negro.
El hombre que se autoproclama patrón del barco parece enfadado. Está riñendo con un chico que se sienta a su lado. Los que duermen se despiertan sobresaltados. Las voces cubren la inmensidad del mar, perturban su sueño. Sus ojos se están encendiendo y cada vez grita más alto. Nadira cree que el chico ha cogido un trozo de su pan. El hombre, de barba negra y piel curtida, se pone de pie y coge al chico por el cuello. Dos mujeres que se sientan junto a él tratan de tranquilizarlo pero él las empuja para que se sienten y toda la barca se tambalea como si fuese a volcar. El chico tiembla, probablemente como tiembla Nadira. El hombre está amenazando al chico con echarlo al agua. Ella piensa que si lo echa a él podría echar a cualquier otro si quisiera. De repente una tensión que hiere se respira en el ambiente. Nadira siente que se le entrecorta la respiración. La pierna del chico comienza a humedecerse por la orina que se le escapa. Nadie se mueve y él sigue chillando, cada vez con más violencia. Coge al chico en brazos y lo tira por la borda. Las mujeres gimen y él hace aspavientos en el agua. Nadira está convencida de que sólo quiere darle un escarmiento, en unos minutos está otra vez a bordo. Y pasan los minutos, al chico cada vez se le oye más lejano y cada vez son menos los que le siguen con la mirada. Están empezando a dormirse de nuevo. Duermen mientras al chico se le pone la cara morada.

—¿Cuándo sube de nuevo? —pregunta con la inocencia de quien aún no comprende dónde está y cómo son las cosas.
—Duerme —dice la mujer al tiempo que le coloca la manta.
—No, ¿cuándo sube de nuevo? —se oye esta vez con un tono más elevado.
—Deja de mirar al mar y duerme —repite la mujer.

Cada vez se le entrecorta más la respiración. Es como si sus pulmones comenzaran a exprimirse mientras ella comprende la verdad. Una bola crece en su garganta y le impide tomar aliento y, sin embargo, el viento le azota con cada embestida. La sed es cada vez más dolorosa, más inquietante. Las manos le tiemblan y en su cabeza sólo puede ver la imagen de un chico hinchado y flotando sobre el mar. Nadira ya sabe que el chico no vuelve a subir. Se pregunta quién es ese hombre, por qué tiene la potestad de decidir quién sale de la barca. Su pasaje es tan caro como el de ella, ni una moneda más. Por qué entonces ella tiene que estar callada. Por qué se callan los demás. Por qué ese chico no está sentado en su hueco del bote.
La noche pasa con una lentitud casi irreal. Si no tuviera el cuerpo entumecido y tiritando diría que todo lo que está pasando es un mal sueño. Pero en los sueños no te duele la barriga, no te mojas con el baile de las olas y no se te atrofian los huesos.
Ya casi amanece. Todo está tranquilo. Hay más hueco en la barca. Nadira tiene la sensación de que nadie recuerda ya al chico que la noche antes se sentaba entre ellos. Es como si nadie quisiera recordarlo. Prefieren creer que son los mismos desde que zarparon, que no pasa nada, que todo transcurre con normalidad.

—Buenos días —es lo primero que oye Nadira cuando sale el sol en medio de todos los pensamientos que, de golpe, se amontonan en su cabeza.
—Buenos días —responde ella con educación.
—¿Cómo estás? —pregunta la mujer.
—Sola —Nadira piensa todavía en la conversación de la noche anterior.
—¿No duermes nunca? —pregunta la mujer.
—Casi nunca, prefiero cuidar mi plaza aquí no sea que al quedarme dormida me echen al mar —la voz de Nadira suena casi desafiante.
—No digas esas cosas. Tienes que descansar, el viaje es largo —trata de convencerla la mujer.
—¿Por qué está aquí? —pregunta Nadira.
—Por la misma razón que tú —responde la mujer.
—Eso no es cierto —niega la niña—. Yo estoy aquí porque mi madre dice que más allá del mar hay un mundo nuevo para mí. Mamá dice que las olas vienen cargadas de sueños y que tan sólo debo seguirlas hasta la orilla. Yo estoy aquí porque mamá trabajó durante meses para pagar mi pasaje y porque papá no se enteró de que embarcaba. Estoy aquí porque no hay dinero para que viajemos las dos y porque mamá cree que mi vida está por empezar. Dice que soy muy inteligente y que nuestra casa es un lugar equivocado, que no es mi lugar. Dice que cuando nací estaba un poco confundida y ahora me lleva a donde me merezco de verdad. Mamá dice —la voz de la niña se apaga— que al otro lado del mar no nos pegan, no nos encierran, no nos venden como mercancías en un mercado. Por eso estoy aquí, porque tengo que estar y porque mamá me acompañó al puerto. ¿Y usted, por qué está aquí? - insiste Nadira.
—Yo estoy aquí porque quiero demostrar a mi pequeño que todo lo que dices es real —responde ella con una sonrisa.

Nadira también sonríe y cierra los ojos. Tener junto a ella a esa mujer le hace sentirse protegida. Sabe que con ella al lado nadie va a echarla al mar.
Cuando Nadira despierta el sol brilla justo sobre sus cabezas. Debe ser cerca del mediodía. El sudor resbala por su frente. Es una mezcla del sudor frío que acompaña a la fiebre y el sudor que hierve por el calor y la deshidratación. Su garganta vuelve a recordarle que tiene sed. La boca ya le huele mal y la lengua es como un trozo de cartón atascado y seco. Al principio no lo nota pero sobre su espalda hay apoyada una mujer. Sólo cuando se mueve tratando, inútilmente, de estirarse se percata de su presencia. El cuerpo de la mujer se desploma sobre el suyo. Nadira le pide disculpas pero la mujer no contesta. Está pálida, un pálido en el que se dibujan sombras azules. Nadira insiste y trata de ayudarla a volver a su sitio pero la mujer no responde. Es una mujer embarazada, tal vez esté mareada por el sol, piensa Nadira. Extiende sus brazos y trata de mojar sus manos para humedecer la frente de la embarazada. Entonces observa cómo sus manos reviven con el agua y siente un deseo irrefrenable de beber. Con las manos juntas tratando de hacer un cuenco con ellas, coge agua del mar que mete en su boca con la desesperación de quien siente que se consume por dentro buscando una gota que ya no puede encontrar en su organismo. Pero cuando el agua llega a la garganta, la sal se le clava como mil puñales que la atraviesan y, sin mirar a dónde, la escupe con un instinto incontrolado. Vuelve, entonces, a sentir sobre ella el cuerpo de la mujer embarazada. No se mueve. No, tampoco respira.

—Ven, ponte aquí a mi lado —la mujer del bebé la invita a acercarse a ella y la abraza.
—¿Está dormida, verdad? —pregunta Nadira nerviosa.
—Sí, al fin descansa —es lo único que acierta a decir la mujer.

La travesía continúa. Son tantos en el bote que parece que la mujer embarazada sigue sentada y, sin embargo, Nadira sabe que no reposa y piensa que, quizás, cuando el hombre de la proa se dé cuenta la eche también al mar. El bebé que lleva dentro no tiene la misma suerte del que está en los brazos de la mujer que se sienta junto a ella. El bebé de esa mujer ni siquiera conoce el mar.

—¿Cómo se llama su bebé? —es la primera vez que Nadira pregunta por el niño.
—Se llama Navir, como mi hermano —contesta la mujer mostrando la cara del pequeño.
—Junto a mi casa vive un hombre que se llama Navir —continúa Nadira—. Es un anciano con una barba muy larga de pelillos arrugados. Navir no tiene familia y mamá siempre dice que nosotras somos su familia. Es un hombre bueno y cuando papá llega a casa enfadado, mamá dice que vaya a hacerle una visita. Es porque le pone triste que papá esté enfadado y no quiere que yo lo vea así. A veces Navir hasta me deja quedarme a dormir en su casa. Yo le llamo abuelo porque no conozco a mis abuelos de verdad y él se pone contento porque lo llame así. Seguro que ahora me está echando de menos. Navir sabe muchas cosas y tiene en su casa montones de artilugios que son como tesoros.
—¿Y a qué se dedica Navir? —pregunta la mujer prolongando la conversación.
—Navir tiene una tiendecita en nuestro barrio. Es una tienda pequeña y muy vieja pero él tiene todo lo que puedas necesitar. Navir lleva en el barrio desde el principio y conoce a todo el mundo —prosigue Nadira con entusiasmo-. Y todo el mundo conoce a Navir. ¿Cuántos años tiene el bebé?
—Sólo tiene diez meses, aún no ha cumplido un año —también la mujer parece entusiasmada hablando—. Pero si quieres, cuando hagamos la fiesta de su primer cumpleaños, puedes venir. Verás qué bien lo pasamos.
—Navir nunca llora, es un bebé muy bueno y muy valiente, ¿Por qué no le enseñamos el mar? A lo mejor quiere verlo —propone la niña.
—Navir no puede ver —confiesa la mujer-, tiene los ojos malitos. Cuando lleguemos a tierra el médico va a verle, quizás pueda curarse y empezar a ver. Entonces vendremos a enseñarle el mar, ¿te parece?
—Claro —Nadira sonríe y mira el agua.

Las horas pasan. Para Nadira el viaje es interminable. No recuerda ya cuándo salieron pero le parece que lleva en el mar una eternidad. Cada vez se siente más débil, le pesan los brazos y, cada vez con más frecuencia, se marea. Debe ser la falta de agua. Ahora no se atreve a pedirla porque tiene miedo del hombre de la proa, pero no puede más. Teme que la próxima vez que intente hablar no le salgan las palabras. Ya ni siquiera siente la lengua acartonada, es como si no hubiese nada dentro de su boca y, al mismo tiempo, como si hubiese una pasta que lo llena todo. Además, nota una fuerte presión sobre los ojos y el estómago lleva sin hacer silencio varios días.
Y aún así, comienza a darle igual, ya no importa. Debe quedar muy poco tiempo de viaje. Según sus cuentas, la de esta noche es la quinta luna. Cinco lunas y después la tierra. Eso fue lo que le dijo mamá. Ya están llegando.
Sólo unas horas y ya está. Nadira decide dormir. Cierra los ojos en un intento de ganarle minutos al tiempo, de correr más aprisa. La última luna toma su lugar. Es una luna enorme, de esas que iluminan todo el cielo. Si se concentra casi puede verse reflejada en ella. Está nerviosa. El viaje va a terminar. Ya empieza a extrañar a la mujer que sigue sentada a su lado, al pequeño Navir y a todos los que no dicen nada pero viajan con ella. A todos les espera una vida nueva en la orilla. Esta noche el mar está algo más revuelto, pero Nadira no tiene miedo, no tiene miedo porque es la última noche. Incluso si pasase algo, ya estarán lo suficientemente cerca de la costa. La embarcación no cesa de moverse. En cada balanceo entra agua dentro y, quienes consiguen levantarse, tratan de devolverla al mar. La madre de Navir lo tiene apretado contra su pecho y Nadira, por primera vez, se acerca a tomarla de la mano. Quizás esa mujer sea su ángel, por eso ahora se aferra a ella, quiere llegar a su lado, no olvidarla. Nadira piensa que el mar está enfadado, debe haberse encaprichado con ellos y ahora no quiere despedirse, por eso está así, por eso este oleaje. Ya se ven algunas luces de fondo, cada vez hay más agua en la barca, cada vez se mueve más la gente. Los hombres de la proa vuelven a discutir, están empapados. Al pequeño Navir lo ha envuelto la última ola. Está tosiendo. Su pequeño pecho suena muy feo, como cuando estás muy enfermo en cama. Hay personas de pie. Otras permanecen encogidas. Nadira no suelta la mano de la mujer. La mujer también tiembla y Nadira lo nota. Ya no existe la calma, ya no parecen estar solos en medio de la nada. Un trozo de la barca se rompe y algunos hombres saltan. Se oyen gritos y oraciones. Están muy cerca de la costa. La barca comienza a hundirse y el pequeño Navir ya no tose. Tampoco llora. No se mueve pero su madre no lo separa de ella ni un instante.

—No sueltes mi mano —dice asiendo con mucha fuerza la mano de Nadira.
—Quedémonos aquí, en este trocito de madera, con los tres aguantará y ya se ven las luces desde aquí —responde Nadira con gran serenidad.
—Ya estamos llegando, ya no falta nada, has sido muy valiente —le alienta la mujer.
—El agua está fría, se me duermen las piernas —se queja la pequeña antes de proseguir- pero no importa. Nadaremos un poco. Soy muy buena nadadora, puedo incluso tirar de vosotros dos. Tú agarra bien fuerte a Navir.
—¡Mira! —exclama la mujer—, allí, es un barco, vienen a ayudarnos. Todo ha concluido, llegamos, lo conseguimos.

Los cuerpos que aún se ven están sujetos en los trozos que quedan de la embarcación. Otros hacen lo imposible por no hundirse y tratan de llamar la atención del barco de salvamento. Están a tan sólo unos metros. El cuerpo de la mujer embarazada está desapareciendo en el mar.

—Mañana descansaremos muy bien —dice Nadira con la voz entrecortada pero muy contenta-. Mi nueva vida va a empezar, ahí está el nuevo mundo, ¿lo ves? Mira cómo brilla, mira sus luces, observa qué cerca estamos. En unas horas estaré en mi nuevo mundo. En unas horas, la familia que me espera en tierra estará abrazándome y llamaré a casa para decir que llegamos. En unas horas abriré el grifo y llenaré un vaso de agua. En unas horas el pequeño Navir irá a un médico y, quizás en unas semanas, pueda enseñarle el mar. En unas horas concluye el viaje. Se acaba todo. Ya no tendremos que volver a ver al hombre que tiró al chico al agua y la mujer embarazada podrá descansar de verdad. Mira las luces —insiste la niña— mira qué cerca estamos del barco. Nos rescatarán, les contaremos todo lo que ha pasado, nos darán algo calentito y podremos dormir un rato. Después despertaremos, tomaremos algo y disfrutaremos de ese lugar maravilloso. ¿No estás nerviosa? A mí me tiembla todo el cuerpo…

No se oye nada. Nadie responde. El barco está ya junto a ella.

—Treinta y ocho hombres, siete mujeres, un bebé y una niña —recuenta el jefe de la unidad de salvamento-. Parece que no hay supervivientes del naufragio.






2 comentarios:

  1. Joé, creí que había sobrevivido la niña.

    ResponderEliminar
  2. Lo pensé, lo pensé. Ése hubiera sido el final bonito pero en realidad es el final de muchos. Diagamos que es ahí a donde quería llegar.

    ResponderEliminar