domingo, 29 de noviembre de 2009

GALGOS, por Luis Álvarez

Eau Claire, WI. 06:15 p.m.
St. Paul, MN. 07:35 p.m.
Minneapolis, MN. 08:00 p.m.
(cambio de autobús a a las 08:45 p.m.)
St. Cloud, MN. 10:00 p.m.
Alexandria, MN. 11:25 p.m.


El señor diecisiete entrega a pie de la escalera la ficha con el número que le identifica. Sube de nuevo. Son sólo tres escalones, pero el pulso le tamborilea en las sienes como un martillo percutor por culpa de su compañera de viaje habitual en época otoñal, la meteopatía. Casi no hay rastro de Dolores. Aún percibe su intenso olor a sudor. En el que hasta hace un rato era el asiento de Dolores, el señor diecisiete ve una bolsa de plástico con el logo de Safeway que tiene por fuera restos de una crema de color rosa. En el interior ve un envase de yogur Lucerne sabor fresa. Él supone que ella ha decidido probar suerte en este pueblo. Si es cierto que sabe preparar ensaladas Waldorff, como mínimo tiene un par de meses asegurados en el self-service de la gasolinera. Al menos hasta que las tormentas den paso al aislamiento por nevadas.
Pasados un par de minutos, llega el conductor ajustándose la gorra. Está a punto de anochecer. El señor diecisiete ha visto a este chófer al menos tres veces en los últimos seis meses. Veterano de Corea, indispensable en el currículo para acceder a ese trabajo. O veterano de Vietnam. Al señor diecisiete le gustan más las gorras de los que estuvieron en Vietnam. Recuerda cuando el conductor se merendó a un redneck blanco de casi dos metros y botas militares después de colarse borracho en su autobús. Para el agente de policía fue fácil esposarlo y meterlo en el coche patrulla en aquel grado de semiinconsciencia en el que quedó tras vérsela con el señor gorras.


El señor diecisiete nunca ha disfrutado de un trabajo estable. Lo último serio que ha tenido entre manos fue como profesor. Reflexiona sobre lo difícil que resulta dar clases de guitarra electroacústica si se vende la guitarra. En realidad no era suya del todo. La compró a medias por sesenta dólares. La vendió por ciento veinte. El billete entre Pittsburgh y Spokane cuesta ciento noventa y dos dólares con veinticinco centavos. En total, dos mil trescientas noventa y cinco millas. Dos días, seis horas y quince minutos.
Le gusta sentarse en la fila de asientos que queda a la derecha del conductor, junto al pasillo, así puede estirar las piernas. Cree que los números pares dan mala suerte. Se acomoda lo mejor que puede y mira a su lado. Su nuevo compañero tiene ojos pequeños y hundidos, de los que no dan demasiada información. Su ropa está muy arrugada. Tiene el pelo cortado al cepillo, estilo militar. Al señor diecisiete le gusta la manera que tiene de apretar el puño mientras juega con su teléfono móvil. Alternando, también juega con una gran pulsera dorada que tiene en su muñeca izquierda en la que parece que está escrita la palabra gangsta. El señor diecisiete le cuenta al señor dieciocho que se está divorciando.
–El típico divorcio a la americana –le explica–, con abogado orondo incluido.
Silencio.
–En realidad es un matrimonio de conveniencia –le aclara.
El tipo se limita a mirarle. Masculla algo ininteligible. Sube el volumen de su iPod. Se oye como un ruido de fondo, una especie de zumbido. Se frota la frente con cierta rudeza. Al cabo de un momento, se revuelve en el asiento. Ambos intentan conciliar el sueño, con éxito dispar.


El señor diecisiete prefiere el trayecto con la luz del día. El bus de la compañía Greyhound atraviesa campos de maíz y patata aunque lo más colorido son las orquídeas en Brandon. Se levanta. Mira a un niño y al que parece su padre. Cruza todo el pasillo hasta el WC. Cierra la puerta al salir. Observa las Nike blancas con luces del chico que se sienta en el último asiento. Si hubiera dejado embarazada a Anne, las cosas serían diferentes –piensa. Se queda sentado en la misma posición largo rato. Ya no tiene hambre pero se le viene a la mente el sabor de la porción de pizza que tomó como almuerzo. La cabeza le da vueltas y siente ganas de vomitar. Traga saliva varias veces, seis concretamente. El otoño es un mal momento para los meteópatas, al menos en las llanuras del Upperwest. Como no lograr conciliar el sueño ni aislarse de ese fastidioso dolor de cabeza, el señor diecisiete busca algo que hacer y se decanta por un clásico de estos momentos, oír atentamente una conversación, en este caso la del señor diez con la señora catorce. Él tiene un acento sureño. Imagina que es un blanco de New Orleans. Alopécico, gafas de hipermétrope, parece saber de casi todo. Debe ser la clásica persona que dice cosas como: “Cuando estuve en el ejército…”
–Llevo al chico de vuelta –explica.
Tras atiborrarse de varias onzas de Toblerone que parecían la pirámide de Gizeh, el chico duerme con la capucha de la sudadera Everlast puesta. Ella asiente con la cabeza mientras juega con un cigarrillo.
–Su madre no le deja comer chucherías –aclara–. Tiene problemas de diabetes con sólo doce años ­–continúa, mientras le acaricia la parte baja de la espalda. Ella vuelve a asentir. Resulta que sólo puede ver al crío un par de veces al mes desde la separación. Cargado de deudas, se fue a vivir al Distrito de Columbia y acumula horas de descanso para ir hasta Montana y pasar unas horas con el muchacho.
–Es la primera vez que ha estado en Columbia –dice. Ella sonríe sin demasiado entusiasmo aunque llega a fruncir ligeramente sus gruesos labios. Luego deja de sonreír pero continúa mirándole.
–Hace dos días empezó a aprender a disparar mi revólver –comenta. Ella niega con la cabeza, algo violenta. Durante unos segundos el señor diecisiete se imagina a la señora catorce haciéndole una felación en POV. Ella no es demasiado atractiva. Cuando vuelve a conectar con la conversación, él le está explicando a ella que fueron de luna de miel a Lake Tahoe. El señor diecisiete vuelve a pensar en esa idea que le acompaña desde hace tiempo: “Si hubiera dejado embarazada a Anne, las cosas serían diferentes”. Y desconecta de la conversación con la intención de echar una cabezada para superar esas ligeras ganas de vomitar que se han unido a la sintomatología estacional.


El señor diecisiete tiene treinta y cinco años. Se pone las manos en la cabeza, dándose un ligero masaje. Se acaricia el pelo. No recuerda cuándo fue la última vez que se lo cortó. El trayecto entre Seattle y Fort Lauderdale dura tres días, doce horas y diez minutos. Por su experiencia sabe que por doscientos quince dólares no tienes que preocuparte de buscar cama durante una semana. Puedes estirarlo a dos o tres semanas si lo alternas con cabezadas en alguna estación de autobús de medio pelo en medio de la nada con la esperanza de encontrar un trabajo de mala muerte a la mañana siguiente. Si hay suerte, parada más larga. Si no, vuelta a la ruta. Para él, es cuestión de planificación. Desde Fort Lauderdale se puede ir a Miami y luego a Key West para ver la casa que está más al sur de los EE.UU. Es el tipo de cosas que gusta hacer por aquí. Tan excéntrico como ir al Hearst Castle en San Simeon.
El señor diecisiete se percata de que algo incomoda al señor dieciocho:
–Bueno, aquí estamos –le dice.
Gruñido.
El señor diecisiete echa hacia atrás el respaldo del asiento e insiste:
–Estos cambios de tiempo me sientan fatal -comenta. Pero el señor dieciocho sólo vuelve al estado de consciencia el tiempo necesario para apretarse los cordones de las botas militares. Vuelve a mascullar algo ininteligible. Vuelve a subir el volumen del iPod. Vuelve a oírse como un ruido de fondo, una especie de zumbido que ahora el señor diecisiete sí identifica. “I be a gangsta nigga till I die for sure whether I’m poor or I’m filthy rich”. 50 Cent.
Al poco, el señor diecisiete se gira y observa a un chico negro con peinado a lo afro al fondo del todo. Se entretiene en el pasillo iluminando la cara de los viajeros con la luz de la pantalla de su teléfono móvil. Como tantas otras veces, el número de viajeros desciende al oscurecer, sobre todo entre blancos, y se exhiben comportamientos más extraños. Al chico negro no debe serle familiar la cara del conductor del autobús. El señor diecisiete no tiene móvil. Detesta ese momento en el que el individuo se aísla de la realidad y se deja llevar por un ir y venir sin sentido, teléfono en la mano, mientras participa en una conversación innecesaria que cara a cara nunca se produciría. Alguien se encara con el chico negro y su juego de luces. La cosa no parece ir a mayores.


Cada vez que hace un trayecto en autobús, el señor diecisiete se pregunta ciertas cosas. Una de ellas es si el resto de viajeros piensa en su familia. En su caso, su madre nunca superó la muerte de su padre. Él era alcohólico y sólo le interesaba el béisbol. No puede recordar ni una sola ocasión en la que no tuviese los ojos inyectados en sangre. A veces más, a veces menos, pero en constante estado de embriaguez. Su madre decía que eso le superaba, pero se le vio más triste desde aquel martes por la tarde en la que el vecino, el señor Thomas, se lo encontró en la cama, boca arriba, rígido, la cara ennegrecida y unos cercos verdosos rodeando sus ojos. Su padre y el señor Thomas hacía años que no se hablaban. Pero seguían jugando al póker cada martes por la tarde. A la misma hora. Sin hablarse. La botella de Jack Daniel’s estaba recién empezada. ¡Vaya desperdicio! –apuesta el señor diecisiete que hubiera dicho A. C. Era el nombre de su padre. A. C. Green. Se llamaba igual que un conocido ala pívot de Los Angeles Lakers en los 80, la época en la que siendo bastante joven, el señor diecisiete se aficionó a las apuestas. A eso y a leer relatos pornográficos, en los que siempre se utiliza el alcohol como rito iniciático para acabar en la cama. No imagina a su padre regando a su madre en whisky antes de hacerle el amor. Ella era de familia pobre. La criaron sus abuelos. Su madre nunca supo quién fue su padre. Si hubo alguien en la familia que sabía quién era, desde luego supo guardar muy bien el secreto. Su madre se conformaba con cualquier cosa. Una vez le confesó algo:
–Siempre he sabido que no estaba destinada a ser algo especial.
Lo único con lo que nunca se conformó fue con la forma de peinarse de su hijo:
–No tienes estilo para llevar el pelo así –decía. –Y haz el favor de quitarte esa barba –solía concluir.
A él le gustaba preguntarle:
–¿Qué quieres que sea de mayor?
Ella se lo pensaba.
–No lo sé –contestaba. Con sólo veinticuatro años, su madre ya había dado a luz tres veces y bregaba todo el tiempo con la casa y con cada uno de sus hijos.
–¿Qué quieres que haga cuando sea mayor? –le preguntaba de nuevo.
–Tienes que intentar hacer todo aquello que te haga feliz –sentenciaba.
El señor diecisiete cree que todas las personas se equivocan alguna vez. Hace demasiado tiempo que no sabe nada de sus hermanos. Cree que no es casualidad que uno viva en Vancouver y el otro en Sacramento. Y se autoconvence: “Sí, cuanto más lejos, mejor.”


El señor diez se llama Charlie. La señora catorce Sarah. Ni siquiera la cápsula contra el síndrome psicosomático que el señor diecisiete se agenció en su visita a Walgreens en Fort Lauderdale y que finalmente ha encontrado en su diminuta bolsa de viaje le mitiga esa molesta y reiterativa sensación de vértigo. Y ya han pasado los veinte minutos de rigor para que empiece a hacer efecto.


Llegan a St. Cloud. Se reduce la velocidad y con la presteza habitual en el señor gorras, el autobús se dirige a la estación hasta el andén apropiado. Número cinco. Para el motor. Ya hay viajeros agolpados en la puerta de salida.
­­ –¿Tienes coche? –le pregunta repentinamente el señor dieciocho a su sorprendido compañero de ruta.
–No, no tengo –contesta– y se miran el uno al otro.
–Vale.
Y se baja del autobús.
El señor diecisiete le observa a través de la ventanilla. Mira a su alrededor tratando de decidir qué dirección tomar. Y enciende un cigarrillo.


Es noche cerrada. La visión a lo lejos de la tormenta es de ésas que desvela incluso a los que mejor se adaptan a ese atentado a lo ergonómico llamado Greyhound. El señor diecisiete intenta recordar lo que Anne le dijo cuando decidió que lo que había entre ellos se había acabado. Le parece increíble poder olvidar esas palabras. Sin estímulo aparente, siente un intenso deseo de verla. No hay nada en el mundo que le hubiera gustado más que sentirla en el fondo del corazón. Suena la melodía en sonido real de lo que parece un móvil. Una vez: “I be a gangsta nigga till I die for sure whether I’m poor or I’m filthy rich”. Dos: “I be a gangsta nigga till I die for sure whether I’m poor or I’m filthy rich”. El señor diecisiete lo localiza en el suelo, justo debajo del asiento dieciocho. Y tres: “I be a gangsta nigg…”
–¿Sí? –contesta.
–¿Eddie? ¿Eres Eddie? –se oye al otro lado del auricular.
–Claro, soy yo –contesta intuitivamente el señor diecisiete mientras su pulso se acelera ligeramente–. ¿Quién eres?
–Skinny quiere que apuestes lo convenido a Racoon en la tercera carrera de la matinée. Entrará en la tercera posición. ¿Lo captas? Tercera carrera, tercera posición. Confírmame que lo harás. Está todo apalabrado.
El señor diecisiete no acierta a articular palabra.
–Imbécil, ¿estás ahí?... ¿Eddie?
–Sí, sí. Lo pillo. ¿Canodrómo de…?
–Spokane, idiota. Spokane. En efectivo, nada de apuestas por Internet.
–Vale, vale, todo controlado –responde el viajero ahora también conocido como Eddie, y se corta la comunicación. Decide desconectar el teléfono.
Para el señor diecisiete, el dolor de cabeza es historia. Saca la billetera y cuenta su dinero. Sólo treinta y cuatro dólares y piensa que va a necesitar más. El trayecto hasta Spokane le llevará día y medio más. Las carreras serán el viernes. Vuelta a planificar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario