sábado, 5 de diciembre de 2009

-Malos pelos, por Antonia Jiménez

Malos pelos
Antonia Jiménez Rodríguez

—¡Corre a tu habitación y no salgas hasta que esté totalmente ordenada! —dictaminó Manuela sujetando la voz e intentando no despeinarse antes de salir de casa camino del trabajo. Siempre va temprano. Tiene juicio a las once, pero ella llegará a las nueve como cada día. Hoy será un día complicado, el pleito es muy escabroso y ha de llegar al juzgado con el tiempo suficiente para repasar con su secretario el caso. Una última mirada en el espejo de la entrada y lista. El traje impecable, los zapatos bien limpios y el pelo, gracias a Dios, en su sitio. Siempre tiene miedo a las discusiones con su hija porque por alguna razón, desconocida por las leyes de la naturaleza, acaba despeinada.
—Las vacaciones son horribles —susurra en tanto que introduce los últimos documentos en su portafolios. Para Manuela, que siempre lo controla todo, las vacaciones de su hija son una tortura ya que no soporta que Julia, la hija en cuestión, se quede en casa mientras ella está en el trabajo. No puede concentrarse. Se pasa la mañana dándole vueltas a la cabeza: “¿estará en casa, habrá estudiado, habrá salido, habrá entrado...?” Aleja esos pensamientos de la cabeza a la vez que busca las llaves del coche.
—¡¡Mamá!!
El alarido es de tal magnitud que Manuela devora los peldaños. Al llegar a la planta de arriba encuentra a su hija en el rellano de la escalera con los ojos inundados de lágrimas y con una expresión de horror capaz de alarmar a la madre más deshumanizada.
—¿Qué te ha pasado? —zarandea a Julia mientras un mechón de su melena rojiza se eriza.
—¡Es Sultán! —tartamudea señalando hacia la terraza.
Sultán es el bobtail familiar del que Manuela lleva recogiendo pelos casi once años. Se lo regalaron a Julia el día que la niña cumplió cinco años para potenciar su sentido de la responsabilidad. Por supuesto el perro es de Julia, pero es Manuela quien lo lleva al veterinario, quien lo lava, quien lo cepilla y quien recoge del suelo con una bolsita sus asquerosos y enormes excrementos.
Intenta calmar a la inconsolable Julia mientras piensa en qué tipo de trastada habrá hecho el perro para liar tanto alboroto. Al ver que la chica no acierta a articular palabra, Manuela camina en dirección a la terraza, aparta la cortina, pone un pie dentro y se queda paralizada. No sabe a cuál de sus dos piernas seguir, si a la derecha que está dentro de la terraza preparada para correr en dirección a Sultán o a la izquierda que permanece en la habitación y presta a correr en dirección a la calle. Todo su cuerpo está inmovilizado. Todo menos dos de sus mechones más rebeldes que acaban de encresparse como si una descarga eléctrica los hubiese atravesado. Sultán estaba tumbado junto a la puerta, tieso como un mástil y con expresión de…
—…¡Muerto! ¡Está muerto!
Al final se decanta por seguir a la pierna izquierda presa de un desaforado instinto por escapar de allí. Corre escaleras abajo, apartando de su camino a Julia con un empujón.
—¡Paco! ¡Paco corre! —grita recorriendo las habitaciones de la planta baja—. ¿Paco?
—Mamá, —dos hipidos— papá se marchó esta mañana muy temprano, —dos hipidos más— ¿no lo recuerdas?
Manuela es incapaz de recordar nada, es incapaz de pensar y es incapaz de tomar la iniciativa. Su mente culpa despiadadamente a Paco en un pleito que el pobre marido sería incapaz de ganar. Se pregunta por qué precisamente hoy el acusado tiene que recuperar horas extras en la oficina. Por qué hoy y no ayer o mañana. Está segura de que el acusado ha visto al perro y ha huido sin prestarle auxilio. Según el artículo 52 del Código Penal de 1973, un individuo que es capaz de huir del escenario de una muerte sin prestar auxilio es castigado penalmente y considerado peligroso. A punto está de golpear con su mazo dictando sentencia acusatoria cuando otro pensamiento viene a su mente. “Estamos a finales de junio. Si dejo a Sultán en la terraza hasta que volvamos por la tarde... Las moscas..., el olor...”
—¡Oh, Dios mío! Tenemos que quitar a Sultán de la terraza —secándole las lágrimas a Julia con la mano— antes de que me marche al trabajo.
—¡No puedo, no puedo! —lloriquea Julia caminando marcha atrás y mirando a su madre con cara de horror.
—¿Dónde vas?
—Estaré en casa de Marite mientras tú lo haces, mamá. No puedo permanecer en esta casa en tanto que el cadáver de Sultán esté en ella.
—¡Vuelve aquí! ¡Acuérdate que estás castigada! ¡Vuelve! —Pero Julia corre ya calle arriba con la mochila colgada y la excusa perfecta para salir de casa.
Cierra la puerta tras de sí con expresión de miedo infantil. No le queda más remedio que hacerlo ella misma. Se arma de valor, se quita la chaqueta y va a la cocina.
—Bolsas de basura, guantes y el delantal para no mancharme.
Sube lentamente la escalera mirando en dirección a la puerta de la terraza, esperando que todo sea un mal sueño y aparezca el perro pidiendo su desayuno. Toma aire antes de apartar la cortina y se queda mirando. Por un momento recuerda la bolita de pelo blanco y negro que era Sultán cuando llegó a casa y recuerda sus largos paseos con él. Dos lágrimas, que seca en el acto, le rozan las mejillas.
—No es momento de sentimentalismos. Hay que levantar el cadáver.
Se coloca el delantal y se ajusta los guantes sin apartar la mirada del perro. Prepara dos bolsas de basura grandes y empieza a dar vueltas alrededor del cuerpo tratando de calcular por dónde debía agarrarlo. Acerca la bolsa a las patas traseras y alarga la mano para agarrarlas.
—¡Ag! ¡Está helado! —grita mientras da saltitos y agita las manos—. ¡No puedo hacerlo! ¡No puedo! ¡No puedo! ¡No puedo!
Baja corriendo a la cocina y vuelve a subir con un rollo de papel. Deslía un buen trozo para evitar el contacto con el frío cuerpo del animal y lo agarra fuerte de las patas tirando de él hasta que consigue meterle medio cuerpo dentro de la bolsa. Vuelve a desenrollar papel y lo coloca sobre la cabeza. No quiere verle la cara. Acerca la segunda bolsa e intenta meterle la cabeza pero es imposible. No le queda más remedio que agarrar la cabeza con las dos manos a la vez que con el pie intenta meter la bolsa.
—¡Cómo pesa el condenado! —suda y murmura mientras el flequillo se le ahueca hacia arriba formando una especie de ola que Manuela odia.
Cuando por fin el perro está dentro de tres bolsas de basura se da cuenta que hay que sacarlo de casa. Lo arrastra hasta la escalera pero al bajar el primer escalón la cabeza da un golpe que le eriza el vello y la hace soltar el cuerpo de golpe. Trata de bajarlo escalón a escalón colocándolo en paralelo a los peldaños pero sigue dando un gran golpe cada vez que desciende. Después de mucho darle vueltas llega a la conclusión de que la única manera es cogiéndolo en brazos. El perro parece que pesa el doble y Manuela hace un gran esfuerzo.
Ya en la planta baja lo suelta agotada. No puede dejarlo allí, no puede dejar un cadáver en la casa. Tampoco puede enterrarlo.
—¿Dónde? El jardín es muy pequeño —mirando por la ventana— Al contenedor. Tengo que meterlo en el contenedor.
Abre la puerta y arrastra el bulto hacia la calle esperando que nadie la vea.
—¡Buenos días Manuela! —saluda la voz de Menchu, su vecina, a sus espaldas.
—¡Buenos días! —contesta sin girar la cabeza.
—Te has levantado muy trabajadora.
En un arranque de valor se gira hacia su vecina y le explica la situación pidiéndole ayuda para levantar al difunto animal hasta el contenedor.
—¡Eres cruel, chica! ¡No puedes tirarlo a la basura como si fuese un despojo! —sigue su camino— Además acabo de hacerme las uñas. Lo siento.
—¡Acabo de hacerme las uñas! ¡Acabo de hacerme las uñas! ¡Será idiota! —masculla mientras continua arrastrando al difunto.
Lo que más le cuesta es levantarlo hasta la altura del contenedor. Se le resbala dos veces pero Manuela está totalmente decidida a perder de vista aquel cuerpo inerte. Cuando por fin lo consigue regresa a casa, se quita el delantal y los guantes, se sacude la ropa y corre a mirar la hora.
—¡Las diez y media! ¡No llego!
Se pone la chaqueta, saca las llaves y coge el portafolios. Una última mirada al espejo y lista.
—¡Mierda! —suelta en voz alta a la vez que intenta aplacarse con la mano algunos pelos— No puedo pararme.


De vuelta a casa, por la tarde, conduce haciendo un resumen de lo que ha ocurrido a lo largo de la jornada. Todos los días aprovecha este trayecto para reflexionar y para aclarar ideas. Llegó diez minutos tarde al juzgado, cuando casi estaban a punto de aplazar el juicio debido a su retraso. Intentó apartar de su mente todo problema hasta que dictó sentencia. Más tarde, ya en su despacho telefoneó varias veces a casa pero nadie contestó, así es que acabó por llamar a Julia al móvil. Le sorprendió mucho que la niña estuviese dando un paseo con Marite por el centro comercial. “Necesito apartar de mi mente lo ocurrido” le dijo. El resto de horario laboral transcurrió con normalidad y sin ningún otro hecho relevante salvo las tres veces que Manuela había visitado el cuarto de baño para intentar, inútilmente, dominar su melena.
Mete la llave en la cerradura y no escucha los ladridos que cada tarde la recibían. Antes de acabar de abrir la puerta se gira y mira hacia el contenedor donde yace el pobre Sultán. No ha tenido tiempo ni de sentir su muerte.
—¡Julia! ¡Ya estoy en casa!
Julia responde al saludo de su madre desde la cocina. Va hacia ella y le da un beso. Abre una cerveza bien fría y se sienta junto a su hija. Manuela intenta sacar conversación sobre el transcurso del día, pero Julia evita mirar a su madre de frente.
—¿Cuándo enterramos a Sultán? —suena de labios de Julia como un portazo.
—Esto… ya está enterrado.
—Si, ya, está enterrado en el contenedor. Me lo ha dicho Menchu, que se ha acercado a ver qué tal me encontraba. Tirar a Sultán a la basura. ¡Eres horrible, mamá! ¡Horrible! —grita mientras se levanta de la silla y corre hacia el salón. Manuela la sigue e intenta por todos los medios calmarla y explicarle el problema pero es inútil. Sin embargo una de las veces que su hija gira la cabeza le parece ver algo brillar junto a la ceja derecha.
—¿Qué tienes ahí, Julia?
—Nada.
—Tienes algo. Déjame ver.
—No quiero —y corre escaleras arriba cerrando tras de sí la puerta de su habitación. Manuela la sigue y entra. Casi a la fuerza consigue verle la cara.
—¡Dios mío! ¡Un piercing! —y su mente lo repite como una letanía: "un piercing, un piercing, un piercing, un..."
—Entiéndeme, mamá, estaba muy deprimida esta mañana, necesitaba hacer algo para olvidar el mal trago y...
—¿Deprimida? ¿Y cómo crees que he estado yo? —inquiere con voz enérgica y con el pelo electrizado por completo—. ¡Quítatelo ahora mismo! Está recién hecho y no te quedará marca.
—Ni lo sueñes.
La discusión dura más de media hora. Es una batalla verbal encarnizada, donde cada una de ellas dice cosas de las que seguramente se arrepentirá a la mañana siguiente.


Manuela está en la cocina preparando la cena cuando escucha la puerta abrirse.
—¡Hola! ¿Dónde están mis chicas? —campanillea la voz de Paco mientras suelta el maletín y las llaves en la entrada. Manuela no contesta. Está muy enfadada con él, así es que adopta una posición de dignidad y continúa partiendo los tomates en silencio. Paco avanza en dirección a la cocina, se acerca a su mujer y la abraza por detrás.
—¡Déjame! —ordena Manuela soltando el cuchillo, para liberarse de los brazos del marido y girándose con mirada despectiva.
—¡Por Dios, Manuela! ¿Qué pelos son esos? —suelta sonriendo al ver a su esposa.
—¡Vete a la mierda! —grita a la vez que corre en dirección a su habitación.
—¿Qué pasa? Ni que se hubiese muerto alguien.
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