viernes, 4 de diciembre de 2009

LA ISLA DE LAS DOS MENTIRAS Jose V. Dorado

LA CASA DE LAS DOS MENTIRAS José Vicente Dorado



—¿Sabes amor?, he tenido un sueño extraño —Ricardo lo dice con la voz ronca y floja del que acaba de espabilarse y pelea por situar los límites entre el sueño y el despertar a otro nivel de consciencia, el que exige tener los ojos abiertos para poder ver—. Yo era un túnel sin iluminación, un hueco en la gran montaña madre que todo lo ve —esboza una tímida sonrisa recordándose niño el primer día que subió a la nieve y un escalofrío lo recorre por detrás sintiendo de nuevo aquella bola cobarde depositada por su madrastra en el cuello. Calla un instante.
—¿Un túnel?...curioso —María lleva un rato despierta, dejándose sorprender por el juego de luces y sombras cambiantes que crea la primera luz de la mañana, enroscada a su cuerpo, sintiendo su calor, abrazada al hombre con el que ha viajado a ésta maravillosa isla del Mediterráneo donde han de esperar tiempos mejores. Calla para seguir escuchando.
—Y de mí salían pájaros, inquietos, como con las alas cargadas de miedo. Pájaros que huían de la oscuridad creciente. Aves de colores que momentos antes me hacían cosquillas y arrullaban mis sueños —él, un hombre mayor que ella, de aspecto bonachón y afable, permanece tumbado boca arriba intentando ver en el techo lo que su mente pinta—. No me gusta el negro espeso que habita en su interior, viene manchado de rojo —vuelve a sonreír levemente, se gira hacia ella para poder mirarla de frente—. Menos mal que tú estabas allí, a mi vera, como flecha de luz lista a ser lanzada para romper las tinieblas —deposita sus labios sobre la frente de ella, dos veces, aspira el dulce olor a canela de su piel.
—¡Vaya! —suavemente, cierra sus brazos sobre él para transmitirle seguridad y hacerle una transferencia de ternura sin intereses—. ¿Y se puede saber quién me ha dado a mí vela en éste entierro? —le besa, baja las manos por su espalda, intenta, sin éxito, darle un pellizco en el trasero.
—No cielo, no es hora de hablar de entierros —pierde sus manos entre su revuelto y desordenado pelo. Se oculta bajo la sábana y su voz enamorada suena obturada por los pliegos del lino—. Ahora es hora de la fiesta de la vida. Ven que te lance una flecha —los dos se revuelven en la cama y ríen. Sus voces y sonrisas suenan cada vez más lejanas. Se cierra la puerta de su cuarto. Se alarga el pasillo. Ya apenas se oye nada.

El pájaro verde, menudo, aletea febrilmente deteniendo el tiempo con sus alas. Posado en el aire parece inmóvil, y un tic nervioso de esfuerzo le lleva de flor en flor. Exhibe un largo pico que le pone en contacto con el dulce néctar. La tristeza se parece al vuelo de un colibrí. Vuela sin cesar sin poder detenerse en el objeto deseado, lo cata, le alimenta, apenas un roce. Un golpe de alas y ya no está. Volvemos a empezar. El color que te llama, el encuentro en el aire, la explosión dulce y, repentinamente, ya no está.
Ricardo era un poco así, amaba a las mujeres, su cuerpo, su risa, su capacidad de crear vida, de ver el mundo colocando un cristal de colores por delante de sus ojos, de crear y creer historias posibles. Aunque la naturaleza le había entregado un cuerpo incapaz de un grácil vuelo, saltaba de cama en cama tras acariciarlas con palabras hermosas y bien agrupadas, disfrutaba con ellas. Pero desde que conoció a María en aquel breve encuentro en el parque forestal de la gran ciudad, supo que ella no era una mujer más.
Tuvieron que esperar unos años para fundirse en el primer abrazo. Sus pieles sintieron un restallido al acariciarse la primera vez, y aquel latigazo, aquel rayo vibrante ya no cesó, fue compañero de viajes, encuentros y huidas, recuerdo que llena huecos y silencios de espera. Habían estrenado y redecorado casas, compartido maletas de ropa e ideas. Años de tránsito, idealismo, defensa, banderas.
Pero ahora, de regreso a su país, cuando toca gozar serenamente de lo vivido, de los objetos recolectados guardados como un tesoro, de seguir pensando que un mundo más justo es posible por más que se empeñe en ser otra cosa, cuando el cuerpo y las fuerzas tienden a fallar, recibe la visita de un amigo no invitado, indeseado, que llega, se queda, crece, todo lo destruye desde dentro.

—Amor ¿te acuerdas del Mediterráneo? —habla desde la cama, mirando cómo nace un nuevo día a lomos del océano mal nombrado. El dolor apenas le ha dejado dormir.
—¿Y cómo podría olvidarlo? —ella intenta arreglarse el pelo frente al espejo, colocada de espaldas a la cama. Aprieta los labios. Decide no llorar. Busca una dentro una bonita sonrisa—. No querrás que regresemos para repetir todo lo que hicimos en aquella apartada casa de la isla ¿verdad? —se dirige a la cama. Sentada en el borde le regala una ráfaga de color de una mirada que mantiene inmóvil, como congelada, pintando la distancia que separa sus rostros—. ¿Cómo era aquello que me decías de robar estrellas?
—Cosas de joven impetuoso.
—No digas eso cielo, lo sabe todo el mundo, es un tópico universal: el amor no tiene documento de identidad ni fecha de caducidad.
—Las estrellas que yo traería ahora serían antorchas de luz que iluminaran para el mundo todos los rincones oscuros de los que vienen desfilando para arrojar con fuerza a los barrancos la sonrisa de las madres. —se incorpora. Ella le coloca la almohada en la espalda. Abrocha el último botón de su pijama de rayas. Deposita una breve caricia sobre su mejilla. Le besa. Él traga saliva y la nota cómo se abre peso por su garganta inflamada. Se ve en sus ojos, esos hermosos ojos—. Estrellas faro que marcan el rumbo para no encallar en las rocas de la ignorancia y el desprecio. ¿Cómo se puede querer matar una palabra?
—¿Y qué palabra es esa? —él se toma unos segundos y sigue observando el océano. Sobre la espuma de las grandes olas que rompen sobre la arena de la playa para perderse entre las redondeadas rocas le parece ver unas sombras transparentes. Tienen forma de voluta humana, figuras de hombres jóvenes que le saludan, algunos con el puño en alto. Ella insiste—. Cielo, ¿qué palabra?
—Libertad, mi amor, libertad es la palabra. Andá, acercarme la medicina y el batín, por favor. No quiero estar acostado cuando llegue.
—¿Y se puede saber quién va a llegar?
—Ella, la sombra visible en el corazón del pozo más amargo, sombra fría proyectada por un desafío de muerte entre hermanos. No hay guerra más cruel que la que manda sus balas sobre un vecino, un hermano, un hijo —su mirada se congela, está helada, cristalina—. Me duele tanto la tierra.

Un ave marina ha llegado para posarse al otro lado del gran ventanal. Algunos le llaman pájaro bobo y también totoralero. Es un albatros de ceja negra. Un poderoso animal de pluma blanca y alas negras en su envés superior, y negras con una leve franja blanca en el dorso. Parece viejo y cansado tras años de vuelo sobre el océano y la playa, posándose lo justo. Mira hacia dentro de la habitación. Toca el cristal con su pico amarillo. Trae un trozo de un alga esponjosa verde intenso que deposita ante sus patas. Unas voces le sobresaltan, emprende el vuelo, regresa al mar. Su tiempo también se agota.

Los soldados han llegado temprano, cuando la neblina matinal aún atrapa la primera luz en la calle. La empalizada que hace de frontera entre la arena del camino y la casa de las dos mentiras, luce una piel húmeda. La radio lleva días contando sucesos difíciles de explicar. Algunos ciudadanos arrojan plumas y maíz a los militares, tratándolos como si fueran gallinas, provocándoles. Hay rumores de un pronunciamiento militar inminente. —pero ¿cómo se puede llamar así a un golpe de Estado?, ¿a qué acarajotado académico de la Real se le ocurrió hacer compartir tan dispares significados: sentencia judicial, manifiesto civil y rebelión de uniformados?—. Irrumpen en la casa como una tromba de agua, como una ola que se niega a detener su avance entre las rocas, como esos momentos en los que el agua parece orgullosa recuperando un antiguo cauce. Se disipan por los recovecos, profanan el hogar de los amantes. Sólo un par de órdenes del superior y ya están sacando libros de los anaqueles, revisando entre sus hojas, abriendo cajones. Caen al suelo algunas caracolas. Miles de años esperando para ser admiradas y hechas añicos en dos segundos. María les pide que paren, que le expliquen qué buscan, quien les manda, por qué lo hacen.
—¿Se han vuelto locos? Es despreciable lo que hacen —no quiere levantar la voz. Mira nerviosa a todas partes, no sabe si ir o venir, en dónde colocarse, qué proteger—. ¿Tiene algún sentido todo esto?
—Apártese señora —responde seco el de los galones en el hombro—. ¿Donde está su marido?
—Arriba, en la cama, está muy enfermo.
—Que muera el perro comunista —deja caer como una bola de piedra desde un acantilado uno de los soldados más jóvenes.
—¿Pero, pero qué ha dicho este jovenzuelo maleducado?, ¿como puede ser tan vil en mi propia casa? —los nervios de María crecen.
—Vargas, guarde la lengua en la boca —ordena el oficial—, o tendré que guardárselo yo en otro agujero —mira a María—. ¿Por donde se va al dormitorio, señora?
—Caballero, deje tranquilo a mi esposo. No hay nada ahí arriba que le pueda interesar.
—Se equivoca, él es lo que más me interesa. Pero relájese, le juro por la amada patria que no le haré ningún daño. Y ahora, insisto por última vez, ¿donde?
—¿Patria? ¿a qué patria se refiere? Ustedes están pisoteando la mía y la de mi marido, la nuestra, la de nuestros amigos, la de nuestra gente.
—Capitán —grita uno de los soldados desde el fondo—. Aquí, tras esta puerta, sube una estrecha escalera de caracol.
—Muy bien, continúen con el registro. Vigilen a la señora... y que no salga del salón “patrio”.
El hombre uniformado se pierde por la escalera. Permanece un cuarto de hora arriba, con él, en su penúltima cama. El viento es como un caballo, galopa sobre el mar y la tierra, arrastra las voces, borra las miradas de los dos. Cuando el uniformado baja, mira primero a María y luego las botellas y los pequeños barcos. Ordena retirarse. Acabó la visita no programada. —¿era realmente una lágrima lo que le nacía en el ojo?

El pájaro negro se posa sobre el cableado de la luz situado al sur de la esquina de la plaza del palacio que fue fábrica de monedas, la más cercana al sol postrero. Hay humo y huele a una mezcla de polvo, madera y goma quemada. Los aviones terminaron su trabajo. Suena un disparo. Dirán que fue por decisión propia, sin ayuda. El cielo se llena de tinieblas. Vuela el pájaro. Cae la noche. Hace frío. Comienza el tiempo del tirano.

“Ahí está, mirarlo...es mi féretro. Fijaros cómo lo traen por el jardín inundado por aquellos que se visten iguales para hacer daño y camuflarse. Ellos desconocen que las palabras nunca se ahogan, que flotan entre blancos arrugados, se funden y ceden su alma de tinta verde al reguero. Un jardín de libros encharcados, como náufragos, abandonan temerosos el barco y se encuentran con el frío de la noche y el gélido agua, esperando ayuda, imaginando cómo es la salvación. Ayer dormitaban en las estanterías veneradas recordando el último día que recibieron el calor de una mirada y la caricia de unas manos pegadas a un alma curiosa y excitada, ansiosa por compartir el universo de experiencias que guarda, entre sus tapas, sobre sus hojas. Yo que siempre fui marinero en tierra, marinero de zapatos secos, camarero de alegrías, al que gusta saludar a capitanes y pescadores desde el jardín de su casa, la casa de las dos mentiras, me encuentro aquí, ahora, a punto de regresara ese barco de madera hecho a la medida que ha de regresarme a la postrera morada. He de partir, lo sé, pero no tengo prisa. Escucho el susurro, tiemblo con los lamentos, los quejidos de millones de palabras pisoteadas, palabras mártires que ahora sirven para soportar el peso de los que portan mi cuerpo y cruzan el jardín inundado por la infamia y el desprecio. Pero antes de irme quiero contaros un secreto: su odio no podrá con mi alegría. Mis versos nadarán entre los surcos, por las alcantarillas, hasta llegar al mar en el que muchas nacieron. Os espero en la playa, entre las grandes piedras. Preparad vuestros cuadernos y traeros vuestras copas de colores. Recoged cada día mis palabras de la arena y ofrecerles el calor de un nuevo cuaderno escrito con tinta verde. ¡Ah!...y no olvidad un brindis, por el amor, por la vida compartida... Chascona, mi amor se nutre de tu amor y mientras vivas estará en tus brazos. Amor, quiero que sigas oyendo el viento, pisando la arena que pisamos. Amor, te espero, pero no tengas prisa que aún tienes que alzar y prestar la voz un millón de veces. Amor, amor, te aguardo con flores en el lecho”

—¿Donde has encontrado esta carta?
—Ella me encontró a mí.
—¿Una carta viajera?
—Una carta compañera. Él me la dio una mañana en su casa de las dos mentiras, poco antes de ser trasladado a Santiago. La guardé en el bolsillo de la chaqueta de mi uniforme y bajé las escaleras en silencio.
—¿Era para ti?
—Era para todos.
—¿La casa de las dos mentiras?
—Dale una vuelta...la casa de Isla Negra…¿ya? —los dos ancianos apuran su chocolate caliente en el Café Literario del parque Balmaceda, en el barrio de Providencia de la capital chilena. Al otro lado del río Mapocho, en Bellavista, vivió y amó Ricardo Eliécer Neftalí. El tráfico suena lejano. Algunos chicos se asoman al mundo con su portátil. El sol rompe la niebla, por fin.

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