sábado, 5 de diciembre de 2009

-MISTER JACKMAN por Amelia L. Ávila

Si hay algo que asuste a los hombres casi tanto como la muerte es caer en el olvido tras ésta. Eso mismo tiene aterrado a Mister Jackman. Jackman es un hombre de negocios, de importantes negocios y en estos instantes, un hombre en apuros. Así se lo parece a él y a todos los que están a punto de presenciar su ejecución. Siempre pensó que no deberían ser tan multitudinarias y ahora, lo defiende con más fuerza. Aunque, quién sabe, quizás alguno de esos mirones morbosos, en un impulso incontrolado se lance en su auxilio. Claro que esas cosas nunca pasan.
—Despídete de esta miserable vida. —El verdugo está ya listo.
—Adiós, miserable, adiós.

Jacky, como solían llamarlo cuando era pequeño, lo tenía claro. Él iba a ser un hombre importante, un hombre de ciudad, un hombre de renombre. Por eso debían dejar de llamarlo con ese estúpido diminutivo o, de lo contrario, más de uno podría acabar recordándole cuando jugara con su perro. A partir de ese momento sería Jack, o Mister Jackman. Sí, Mister Jackman será el nombre por el que le conocerán en la gran ciudad. Cuando se siente en las cortes a decidir el destino del pueblo, cuando lo presenten en las grandes asambleas e, incluso, cuando todos celebren el éxito de sus negocios con el otro continente. Sí, los hombres querrán llamarse así y los hijos soñarán con padres como Jackman. Las mujeres fantasearán con él. Todos querrán ser Jackman.


Jack va a la universidad. Casi nadie va a la universidad y, mucho menos, los muchachos de pueblo. Pero él se ha vestido su capa negra y su bombín. Se está dejando crecer el bigote que, de momento, se queda más bien en pelusilla. Cuánto daría él por tener un buen mostacho de esos que hacen parecer a uno mucho más respetable, mucho más hombre. "Seguro que en unos siglos, las mujeres solo buscarán hombres con bigote". Por supuesto, todos son hombres aunque no tan hombres como él. Cuando Jack camina hacia la universidad pasa junto a la catedral. Está maravillado. Pero le molesta pensar que esas malditas piedras seguirán en pie cuando él haya caído. No es justo, piensa, no debería ser así. Algún día su nombre estará en la plaza de alguna gran ciudad junto a un busto suyo y cuando pasen a su lado los hombres a punto de morir, desearán ser como él, un hombre inmortal, un hombre que jamás desaparecerá de la memoria del mundo. Muy pocos nombres perduran para siempre y el suyo será uno de ellos: Jackman, el gran hombre, el hombre catedral. Todos le saludarán por la calle y los niños, nerviosos, dirán a sus padres que van a pasar por delante de él.

—¿Eso es todo lo que vas a decir? —El verdugo esperaba algo más de un hombre que se presenta a su ejecución con guantes blancos, sombrero y corbata.
—Tengo algo más que decir.
—¡Venga ya! ¡No tenemos todo el día! —A la muchedumbre le gustan las ejecuciones rápidas, sin demasiadas historias, como si temieran acabar sintiendo algún tipo de lástima por el reo.
—Tienes dos minutos. —Es todo lo que el verdugo está dispuesto a esperar, también él desea acabar ya con el asunto.
—¡Miserable mundo!, ¡miserables de este mundo!... —Se da un aire atípico para alguien que está en su situación—. Aquí me tenéis. Mister Jackman, el hombre que siempre estará en vuestras memorias, el nombre que tantas veces habéis repetido. Pueden aplaudir. Pueden también llorar, puedo prestarles mi pañuelo de seda. No sean tímidos, no escondan cuánto dolor les causa mi partida...
—¡Cállate!
—Lo sé, lo sé. —Mister Jackman se afloja el nudo de la corbata—. Sé que no pueden soportarlo. Sólo unas palabras más. Lo prometo. Sólo unas pocas.

Cuando Jackman conoció a Sally se sintió un hombre afortunado. El hombre que salía con la mujer más afortunada del mundo, la mujer que había conseguido tener a Mister Jackman junto a ella. Entonces estaba convencido de que ya nunca se separarían. Jackman y Sally solían salir a pasear cuando el sol brillaba más fuerte. Jackman le prometía a Sally el mundo entero. Le prometía joyas, una casa maravillosa y una vida de ensueño. Él estaba a punto de ser elegido como miembro de las cortes. Era ya un hombre importante y ella debía sentirse tan feliz de estar junto a él. Cuando estuviera en el Senado iba a declarar festivo el día en que se conocieron. Y así habría algo más importante a celebrar en la vida de su ciudad. Sería un día tan importante para los ciudadanos como el día de... como todos esos días que celebran.
—Sally, tú sabes que nuestro amor va a durar para siempre. Que serás siempre una mujer con suerte. Que haré todo por ti, todo. Ni siquiera tendrás que pensar. Yo seré tu propio pensamiento, así no habrá nada por lo que preocuparse.
—Sí, Jack, pero yo...
—Sí, lo sé, yo también lo he pensado. No te preocupes, podrás hablar a tus amigas de mí, podrás presumir, podrás decirles lo satisfecha que vives a mi lado, lo mucho que te amo y cómo estás loca por mí.
—Jackman...
—Sí. —Nueva interrupción, Sally ya no dice nada más—. Tienes razón, somos una gran pareja, la envidia de todas las parejas —Jackman coloca su mano derecha sobre la pierna izquierda de Sally, a la altura del muslo. Le sonríe, guiña un ojo y la besa. Sally cierra los ojos y él le pide que los abra, que observe de cerca su amor.

La gente cada vez grita más alto. Todos quieren que el verdugo acabe de una vez por todas, que concluya su trabajo. Mister Jackman no cierra la boca. Por un instante cierra los ojos y da la sensación de que se va a poner a llorar. Su voz suena esta vez menos animosa, más nostálgica, más temerosa.
—Miserable mundo —con la mano en el pecho—, la voy a echar de menos. Sally, mi Sally. Y cuánto va a anhelarme ella. Una nueva viuda se incorpora a tus redes de soledades y recuerdos. Tampoco ella volverá a ser la misma, tampoco ella podrá seguir viviendo con mi ausencia. Estamos firmando aquí dos defunciones.
—Le quedan tan sólo noventa segundos. Aprovéchelos y déjese de historias. —También el verdugo comienza a inquietarse.
Silencio. Jackman parece dormido. Sonríe y toma aire.

Esas asambleas siempre transcurren con la misma desidia. Todos esos hombres enchaquetados hablando de la vida y del futuro. Hombres que se creen todo y que en realidad no son más que desdichados. Pero él no es así. Él debe elevar la cita a otra categoría. Si Jackman no estuviese entre ellos todo sería un entretenimiento. Él sabe que gracias a su presencia las palabras toman otro tono.
—Bueno, señores, ¿y cuál es el tema de hoy? —A Mister Jackman le gusta abrir el diálogo.
—La política, creo que lo que hoy nos ocupa, sin duda, es la política. —El que habla es un hombre no muy alto, víctima de una alopecia que esconde tras un descarado peluquín.
—Tiene razón, la política es un asunto importante y de nuestra competencia —asiente Jackman— ¿Creen ustedes que vivimos un gobierno de libertades?
—Sin duda. —El hombre gordo de la derecha se ha levantado secándose el sudor y dispuesto a dar sus razones—. Si el nuestro no fuera un gobierno libre, nuestros ciudadanos no estarían contentos. Pero mírenlos, echen un vistazo. Tienen todo lo que necesitan. Sus hombres importantes los miran, sonríen y asienten. Qué más libertad que ésa.
—Permítame discrepar. —Jackman sabe que es él el que debe dar las razones de peso—. Nuestros ciudadanos no son libres, no son libres porque Mister Jackman no está en el poder. El día que maneje los hilos de sus vidas, ese día sí se moverán con libertad. Serán títeres cuyo titiritero les hará campar a sus anchas. Para entonces podrán elegir qué es lo que necesitan y decidir que van a comprarlo; podrán discernir si votan a A o a B porque no será necesario escuchar a C ni a D. Cuando nuestros ciudadanos sean libres podrán admirar la grandeza de hombres grandes, como yo, hombres que dedicarán sus vidas a manejar las suyas para que puedan andar sin necesidad de preguntar a dónde. Bastará con que me sigan y con que ni siquiera sepan que me están siguiendo. Entonces viviremos un gobierno con libertad. Gritarán para defenderte por el mero hecho de ser quien eres. Lo demás da igual. ¿Hay algo más hermoso? Nombra de vez en cuando la palabra libertad, hazles sentir que estás preocupado por ellos, por sus preocupaciones… Dales su pan de cada día y no les muestres que además existe el jamón para acompañarlo. Qué libertad hay mayor que la de creerse libre.
—Bravo, bravísimo —En realidad no han entendido muy bien qué ha querido decir pero cuando Jackman ha parado para tomar aire no han podido evitar aplaudir.

Apenas queda un minuto para que el verdugo haga su trabajo y pueda irse a casa, a descansar junto a su familia, con la satisfacción de hacer lo que le mandan. Mister Jackman está invitando a la gente a lanzarle diferentes objetos. Los incita a hacerlo. Les pide que se sientan con la libertad de hacerlo. Comienza una mujer a la que siguen algunos niños con naranjas. Jackman sabe que cuando levanten su estatua en la plaza todos recordarán este momento. Todos recordarán cómo el gran Jackman entregó su vida. Cuando los ancianos paseen por la plaza podrán hablar a sus nietos del hombre de la estatua. Podrán contarles sus hazañas y los niños, jugarán a ser como el hombre valeroso que ven sobre la peana.

Todo pueblo necesita un salvador y Mister Jackman sabía que él había nacido para ser el salvador del suyo. Aquella tarde de invierno había oído la historia de Moisés. Moisés salvó a su pueblo, lo liberó de sus esclavitudes. Y hoy todo el mundo sabe quién es y que era bueno. Jackman no se avergüenza de reconocer que también él es una buena persona. Por eso decidió crear aquel centro. Iba a librar a todas las personas ocupadas de sus cargas más pesadas. Era una idea fabulosa. Ya nadie tendría que cargar más con esos abuelitos tan entrañables pero con los que la mayoría no sabía qué hacer. Ellos van a estar mejor allí, se convencía. Jackman iba a prepararles un lugar en el que poder compartir sus vidas con otros como ellos.
—Eso es una locura, Mister Jackman —Aquella mujer lo tenía claro—, no puedes deshacerte de una persona como de un mueble viejo. No puedes dejarlo porque ya no te sirva.
—Te equivocas, joven, te equivocas. —Su voz le pareció pedante a la mujer— El problema es que no estás preparada para los nuevos tiempos, o cambias de mente o te quedas atrás. Se acerca un siglo nuevo y tus ideas siguen ancladas en el que se va. ¿Cómo se puede salvar a un pueblo si lo dejas ahogarse en sus problemas? Lo que yo voy a hacer es un favor a mis conciudadanos. Cuando Casa Felicidad esté abierta todos esos ancianos no tendrán que seguir siendo el estorbo de unas familias ocupadas. Nadie tendrá que sonreír a los viejos abuelitos mientras masculla entre dientes que sobran en esa casa. Estoy liberándolos, los salvo de la agonía de un hogar en el que no son deseados. En Casa Felicidad podrán pasar las horas con otros abuelos y nadie deberá sentirse en el compromiso de una visita forzada.
—Pero —la joven no está convencida— estaremos educando a nuestros niños en que las personas sólo valen por un tiempo.
—¡Sigues sin entender! —Jackman ya algo desesperado— la sociedad del futuro debe dejarse de melancolías y falsas humildades. Una humanidad verdaderamente desarrollada es capaz de romper con aquello que le sobra y sobra aquello que no produce ningún bien, ¿entiendes? A estas alturas deberías haberte dado cuenta de cómo funcionan las cosas. Menos mal que grandes hombres como yo nos ocupamos de decidir por los mediocres. Menos mal que alguien piensa por vosotros. Aunque no lo veas, joven, estamos construyendo un mundo ideal, un mundo de beneficios donde los hombres podrán ser como máquinas y éstas suplantar a los hombres. ¿Hay algo más humano? Dar al ser humano una nueva forma de vida, de salvación. Estamos dotándolo de tiempo para él mismo ¿entiendes?
—No sé…

El tiempo se va acabando. A Jackman le quedan tan sólo unos segundos. Levanta la cabeza, se quita el sombrero y mira frente a frente a toda esa multitud. Quiere que su cara quede grabada en sus retinas, quiere regalarles el privilegio de recordarlo en el último instante de su vida. A partir de ese momento pasará a la historia. Mañana, cuando todo haya concluido, en la ciudad no se hará otra cosa que hablar de Mister Jackman. Es lo que ha esperado toda su vida. Un final épico para un hombre épico. Va a dejar este mundo como todos los grandes y, por suerte, un buen número de personas van a presenciarlo. Ahora empieza su verdadera vida, la que lo hará inmortal, la que le permitirá existir por siempre. Eso es lo que siempre ha buscado. Por eso lo hizo todo. Su huella, se satisface, es parte ya de los caminos de este mundo. Cierra los ojos, se inclina para despedirse con su sombrero, el verdugo indica que ha acabado el tiempo y se arma un gran alboroto.

—Abuelo, ¿por qué la calle de los marineros se llama así?
—Porque hace años, cuando llegaban los barcos después de navegar durante meses, en esa calle se hospedaban todos los marineros. —Pensó que no era necesario aclarar al niño qué más cosas hacían los marineros en esa calle.
—¿Y quién fue Miss Hannigan?
—Fue una señorita que, durante la guerra se dedicó a recoger a niños huérfanos y, una vez terminada, se ocupó de los ancianos que eran abandonados por sus familias. Por eso le dedicaron esta calle, porque fue una mujer buena.
—¿Y esta plaza? ¿Por qué es importante esta plaza?
—Pues no lo sé, jovencito, pero recuerdo que de niño lanzamos naranjas a un hombre con guantes, corbata y sombrero.

2 comentarios:

  1. Me ha gustado Amelia tanto éste como el del naufragio que no por haber sido tratado mucho está exento de nuevas reescrituras.

    ResponderEliminar
  2. Otro relato que clasifica para la selección de "Cuentos crueles". He sentido pena por el Adelantado Mr. Jackman.

    ResponderEliminar