viernes, 4 de diciembre de 2009

-EL VERANO COMENZÓ por Daniel López Mendoza (relato2)

EL VERANO COMENZÓ

Era el comienzo del verano de 1999. El sol golpeaba de lleno en la espalda de Julio Jiménez mientras realizaba los ejercicios de piano. El sudor corría por su nuca, bajaba por la espalda y se acumulaba en la banqueta bajo un trasero empapado. Las notas sonaban apagadas, sin ritmo, era como si la melodía se derritiera con el calor, hasta que Julio harto la interrumpió bruscamente.
-Julio venga, un poquito más –Jorge, su padre, leía el periódico sentado en la butaca. Las hojas del periódico lo camuflaban y su voz sonaba lejana como si de un dios se tratara-. Sería una pena después de todo el trabajo que no terminaras este curso –bajó el periódico para pasar de página y miró a Julio por encima de las gafas-. Ya en septiembre vemos que hacemos, si sigues o no.
Julio emprendió una vez más el ejercicio, pero su cabeza iba a mil revoluciones por segundo. Las notas de la partitura bailaban delante de sus ojos y al poco rato empezó a dar manotazos sobre las teclas del piano. La calma invadió el ánimo de Julio cuando entró en el salón la voz del megáfono anunciando la llegada del camión del tapicero. Se acercó a la ventana y al momento sintió la mano de su padre posándose en su hombro, su madre venía desde la cocina secándose las manos. Julio recordó el verano que alcanzó por primera con la punta de la nariz la ventana del salón y vio el camión del tapicero. Aquel día le preguntó a su padre
-Papa ¿Cómo es el conductor?
-Nadie lo conoce –al padre de Julio le encantaba fantasear-. Es una persona muy importante y todos lo respetan -acercó su rostro al de Julio-. Muchos incluso le tienen miedo -se apartó y estiró los brazos en cruz con la palmas abiertas-. Dicen que vive en un castillo gigante –apoyó las manos en el alféizar de la ventana y miró al exterior-. A veces se asoma a la ventana y la gente lo ve -giró la cabeza de repente y miró a los ojos de Julio- Pero lleva un sombrero negro que le tapa la cara.
-Jorge por favor -Sara le dio un guantazo en el hombro a su marido-. No le digas tonterías al niño.
Julio quedó fascinado al saber que ese hombre tan misterioso llevaba sombrero negro.
Para la familia Jiménez los veranos comenzaban cuando el camión del tapicero pasaba por su calle. Padre, madre e hijo se postraban ante la ventana para ver el desfile de tan preciado vehículo y escuchar su poesía cantada a través del megáfono adosado al techo. Sara descansaba su cuerpo sobre el pecho de Jorge que la agarraba con fuerza por la cintura. El pequeño Julio se rascaba la oreja caída mientras su padre le acariciaba la cabeza revolviéndole el pelo. El grado de intimidad y de unidad que conseguía la familia en esos momentos no se repetía en el resto del año.
Pero en el verano del 99 las cosas empezaron a cambiar. El pequeño Julio se había convertido en un hombretón de voz potente y con una melena rizada que le tapaba las orejas. Había terminado el bachillerato con el mejor expediente del instituto y se encontraba inmerso en una difícil situación, decidir qué hacer con su vida cuando lo que más le apetecía era callejear hasta altas horas de la noche. El futuro de Julio era un tema de conversación recurrente en su casa. Al comenzar un día cualquiera, primero se hablaba del calor “Hace menos que ayer”, después del viento “Hace viento ¿no? y en la playa dicen que se nota más” y finalmente la charla desembocaba en el chico.
-Julio hijo mío ¿por qué no estudias en la universidad? –Sara veía a su hijo y no podía quitarse de la cabeza al pequeño Julio en su primer día de colegio llorando mientras ella se alejaba diciendo adiós con la mano. Se acercó para abrazar al Julio grande. La cabeza reposaba debajo del hombro de Julio. Se separaba para volver a mirarlo. Pensaba en el día que su hijo abandonase la casa para comenzar a valerse por sí mismo y se le rompía el alma. Pero era necesario-. Las matemáticas te encantan ¿No te gusta alguna ingeniería, informática o algo así?
-Deja al niño que haga lo que quiera, es libre –Jorge estaba devolviendo un libro a la estantería y derribó una foto de su padre Miguel. Al colocarla surgió la imagen de su padre mirando a la cámara a través de unas gafas mientras fumaba un cigarrillo apoyado en un almendro. El cristal de las gafas no ocultaba unos ojos sin vida que se enfrentaron con los de Jorge. Miguel nunca aceptó que Jorge estudiase filosofía, le decía “Con las ideas no se come”. Quería que fuese médico porque se le daban muy bien las ciencias. Cuando miraba la foto de la estantería aun sentía el reproche y el silencio de su padre-. Si quiere estudiar que estudie, si quiere ser músico que sea músico, si quiere viajar que viaje. ¡Qué sea feliz!
-¡No le metas más pájaros en la cabeza al niño! Hay que ser más práctico.
Y así siguieron toda la tarde. Jorge ametrallaba con las mejores citas de la historia de la filosofía y Sara daba mazazos con sentencias heredadas de sus padres y abuelos.

Durante la siguiente semana las discusiones en torno a la libertad, el pragmatismo y el futuro de Julio continuaron alimentando un fuego incontrolable. Una tarde Julio entró de lleno en uno de estos debates dialécticos. Las palabras que salieron de su boca extinguieron el fuego. Jorge y Sara se apagaron y terminaron abrazándose por la cintura mientras miraban a Julio con ojos tiernos. Julio había encontrado una solución que llevaría el conflicto a una tregua temporal.
-Me voy a sacar el carnet de conducir.

Julio tardó sólo un mes en conseguir el carnet porque era un muchacho inteligente y habilidoso. Fue un periodo de tranquilidad en la casa. Julio iba con alegría a la autoescuela a realizar tests: dos fallos, cero fallos, un fallo, cero fallos. Su padre solía abordarlo de improvisto, agazapado tras la puerta de la cocina, cuando se dirigía a la clase “Julito no te gustaría ser músico, montar un grupo de jazz o algo así o cantante, porque tienes una voz genial…Bueno tú eres libre de decidir, piénsalo”. O bien a la vuelta de la autoescuela lo esperaba en mitad del pasillo “¿Has pensado ser periodista o escritor? Has ganado todos los premios de redacción del instituto…En fin, tranquilo, lo que hagas bien estará, serás alguien importante”. Sara se limitaba a preguntarle cómo llevaba los tests y Julio los llevaba perfectos porque el día del examen tardó quince minutos en hacerlo sin cometer fallo alguno. Las dos semanas de preparación del examen práctico fueron las mejores del verano para Julio. Deseaba que dieran las cinco para salir corriendo hacia la autoescuela. Eso sí, antes el padre le franqueaba el paso en el salón “Oye Julio no te gustaría ser actor o trabajar en la radio, tienes una dicción muy buena… Pero bueno, no te preocupes, tú serás lo que quieras ser, tienes todos los medios para conseguirlo”. Julio estaba de acuerdo, tenía muy buena dicción. La ponía a prueba algunas noches, cuando rondaba por las calles con sus amigos, bebiendo litronas de cerveza y le pedía a Toño el megáfono de su padre policía para proclamar himnos políticos, futbolísticos y demás tonterías, mientras las vecinas rumoreaban “Anda que el niño de la Sara”. Por su parte Sara le consultaba cómo le iban las prácticas del coche y Julio con una amplia sonrisa siempre contestaba “¡Genial!”. Le encantaba circular por el pueblo, calle arriba, calle abajo. Cuando pasaba por su calle pitaba varias veces, pero no se atrevía a mirar si sus padres se asomaban a la ventana por si estrellaba el coche contra el Kiosco de Manolo.
Fueron unos días felices. Las conversaciones matutinas se redujeron a “Hizo más calor ayer ¿no?” y “Qué ventolera más mala”. Pero el día que Julio aprobó el examen práctico se quebró el pacto de no agresión y el futuro del chico salió otra vez a la superficie. El debate se hacía cada vez más intenso, la cabeza de Julio era un coctel molotov a punto de estallar. ¿Estudiar? ¿Trabajar? ¿Algo práctico? ¿Algo que me guste?
Una tarde estaba tumbado en la cama escuchando la radio cuando sonaron varios anuncios de publicidad y se le iluminó la cara. Había dado con la solución. La tenía delante y no le había prestado atención hasta ahora. Era un trabajo perfecto, lo tenía todo, le gustaba, la gente disfrutaría de su voz y sería una persona importante como dijo su padre. Todas las piezas encajaban. A pesar de todo no estaba seguro, no se imaginaba el momento en que le dijera a sus padres “Quiero conducir el camión del tapicero”, porque sabía que estallaría una batalla campal. Su madre arremetería “¡Lo ves Jorge! Mira lo que has conseguido con tus tonterías y tus ideas de maestrillo”, su padre no pasaría de un “Pero hijo…” y desearía cruzarle la cara, pero lo frenaría la falta de consenso en las diversas teorías pedagógicas acerca de la edad límite para pegar a un hijo. Julio no lo veía claro, era una pena porque le brillaban los ojos nada más pensar en conocer el mundo sobre el camión, visitando pueblos y ciudades donde hacer felices a las familias como lo habían hecho cada verano con la suya.


El verano comenzó. La megafonía anunciaba la entrada en la calle del camión del tapicero. Sara corrió hacia la ventana y se tapó la boca con la mano izquierda para impedir la salida del barranco de emociones que colapsaban su interior. Vio un brazo desnudo saludando con energía a través de la ventanilla del camión y contestó al saludo levantando la mano derecha abierta. Sara se giró y miró a su marido sentado en la butaca leyendo “Niño ven, es Julio” El cristal de las gafas de Jorge no impidió ver el reproche de unos ojos sin vida que guardaron silencio. Siguió leyendo.


Daniel López Mendoza
(Diciembre 2009)

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