miércoles, 16 de diciembre de 2009

- 1001/ por Miguel Ruiz

Las siete de la mañana. Conocía muy bien esa hora, en su despertador cada mañana durante treinta años era la primera visión que tenía, antes de ver a su mujer entre las sábanas, de ver las pequeñas luces que bajaban de las persianas domóticas que día y noche hacían su calculado baile.

Esta mañana tampoco estaba Fabiola, parecía un mal sueño despertar y sentir su vacío, despertar y ver su viejo cuerpo solo en la cama, golpeado por el abandono. Desde que Fabiola decidió dejar de fingir, se levantaba con un sabor agrio en la boca, casi una carraspera que no quitaba su cepillo eléctrico, ni su crema Colgate, ni su vaso de Oraldine.

Seguía luchando con ese sabor agrio -ahora le tocaba al hilo dental- mientras buscaba en la habitación placard el traje Armani verde. El placard había sido barrido por Fabiola el día que fue a por sus cosas “es como si hubiese pasado un huracán, un huracán que parte un país en dos”- pensaba al alcanzar el traje verde Armani, el único que aún estaba limpio.

Luchaba con la corbata de seda y sus mechones blancos a la vez. Había mejorado mucho sí, esta vez a la tercera, a la tercera pudo hacer el nudo. Después de treinta años de casados sólo pensaba en ella al hacerse el nudo de la corbata y quizás alguna vez al despertar.

¿Por qué se había torcido todo, que carajo, por qué se había ido todo tan a la mierda? Nunca una queja, nunca una pelea en esos treinta años y un día “no soy feliz” y otro día “es mejor que me vaya” y otro día “soy Alberto Rossetti represento a su mujer Fabiola….”

-Fuf –sentado en el sillón de cuero de su Nissan Murano 4x4 el indicador marcaba un cuarto de tanque, “¿tendría suerte, le alcanzaría para llegar al congreso, llegaría el primero al Congreso? siempre llegaba el primero”.

Dejó su Murano en reserva frente al hotel “cárgate a la habitación una buena propina muchacho” –comentó al aparca coches mientras se deslizaba hacía el lobby del hotel.

-Una moneda hombre –le sorprendió un mendigo desarrapado a la entrada del hotel.

-Lo siento hijo esta la cosa mala.

-Pues si, siempre ha estado la cosa mala, para dar.-creyó escuchar mientras entraba en la puerta corredera.

-Señor Villafrán, cuanto gusto tenerle de nuevo con nosotros –comentó el hombre tras el mostrador.

-El placer realmente es mío, tienen las mejores almohadas de toda la ciudad –sonrió de placer, siempre lo hacía cuando lo llamaban Sr. Villafrán.

-Tome, su habitación de siempre, esta todo preparado –extendió una tarjeta electrónica.

-Perfecto, de veras te lo agradezco, cargue entonces una buena propina a la 1001, voy al Congreso, no pueden empezar sin mí.

-Tenemos aquí un grave problema, un grave problema entre manos –dirigía a su antojo el auditorio, esa facilidad de palabra, el carisma, era el que le había llevado a la cima.

-Otra vez son los bancos los que amenazan con acabar con nosotros, son y perdónenme la expresión: unos hijos de putas –el auditorio, unas sesenta personas rugía después de cada frase.

-Y no hablemos de los grandes empresarios, los conglomerados, son ellos los dueños de este contubernio, un contubernio contra nosotros los pequeños, el motor de la economía carajo –toma un vaso de agua, ordena sus blancos mechones y continua con su discurso.

-Hemos visto como este contubernio afecta nuestra vida, a nuestra familia ¿y que hacemos? ¿Nos vamos a quedar cruzados de brazos? –su semblante, el semblante jocoso y amistoso al inicio de la reunión, se enciende con fuegos revolucionarios.

-Solo queremos que se pague por nuestro trabajo, solo eso, parece que estamos mendigando, se van con nuestro dinero no hay derecho, pero ¿Cómo hemos llegado a esto? –aclamaciones generales, murmullos, manos levantadas, el hombre de mechones canos levanta la mano.

-Tranquilos, tranquilos, ya tendremos tiempo de debatir casos concretos. Ahora lo más importante es tener en cuenta la solidaridad. Debemos ser más solidarios que nunca, no importa si somos pequeños o grandes, aquí todos somos iguales. Siempre lo he dicho, es tan importante el tiempo de un mendigo como el de un gran empresario, porque el mendigo también necesita tiempo para mendigar, y eso es mío no lo leí en ningún sitio.

-¿Son de cuero esos guantes? –susurra alguien al fondo de la sala, después de una hora de discurso la atención empieza a menguar.

-No pero parecen, tócalos –comenta su compañero animado.

-No lo habrás comprado en los chinos –ambos sonríen antes de ser reprendidos por el conferenciante.

-Señores por favor estamos a punto de hacer un descanso para el café, acabemos con este bloque y luego charlamos. Siguiendo a la cuestión de la mano de obra barata y la inmigración……

-Lo siento –mugió uno de ellos mientras pensaba “estas acabado cabrón”

No estaban en la reunión de ninguna ONG, ni la reunión periódica de la Conferencia Episcopal, ni en un Congreso Provincial del Partido Comunista, ni siquiera en una reunión informal del Partido Socialista Obrero. Era la reunión de la Comisión de Crisis Regional de la Confederación de Pequeñas y Medianas Empresas del sector del Metal.

Eran digamos, el último eslabón en la escala de explotadores, muchas veces explotados sin más, las plantas de la selva económica mundial, o como esos pececitos que acompañan al tiburón y fervientemente limpian su mierda, hasta que un día el tiburón huye satisfecho, o los devora hambriento.

En una sala en la penumbra, Vicente Villafrán dominaba los tiempos de la reunión e intentaba convencer a sus renuentes colegionarios de que debían endurecer sus acciones “no preocupamos a nadie, porque no jodemos a nadie”, proponía iniciativas “yo ya he hecho una campaña, el euro solidario, a toda la familia de la profesión a todos mis amigos, les propongo que me ayuden con un euro solidario para hacer frente a todos aquellos que nos están desangrando, para pagarle a mis empleados” -iniciativa, eso era lo que faltaba en el mundo iniciativa, pensaba.

Vicente Villafrán era imponente, se sabía imponente, siempre le escuchaban: en sus empresas, en su casa, en la Confederación era la voz cantante, y no sólo porque hablaba más fuerte que nadie o porque cantaba saetas en las numerosas cenas de navidad.

Se miraba a los espejos que habían a ambos lados del salón, casi había conseguido unos ojos que no pestañean, esos ojos translúcidos y acechantes, esos ojos de tiburón. De tanto tratar con tiburones se creyó uno de ellos, pero entonces las cosas se torcieron.

Se sorprendió un día pidiendo dinero prestado para llenar el depósito de su Murano 4x4, y pidiéndole a los periodistas que iban a las ruedas de prensa de la Confederación “¿tienes un cigarro?, como están las cosas con los fumadores ya no hay ninguna máquina en todo el hotel”

“Un hombre hecho a sí mismo” tantas veces se lo habían dicho, pero ¿qué carajo significaba eso? Ahora que tenía más tiempo para pensar, analizaba esa frase, un hombre que se hace a sí mismo, un hombre que se hace a sí mismo…. Un escultor, un artesano de máscaras, una gilipollez de frase, ¿por qué habría sonreído tantas veces al escucharla?

-Gracias a Vicente Villafrán, nuestro compañero, un hombre hecho a sí mismo -y él sonriendo y la gente aplaudiendo, y sonrisas e hipocresía, y admiración y temor, todo en aquel auditorio, y él hablando esa mañana y nadie que escucha.

El día había transcurrido ajeno a las Conferencias, a las corbatas, a los canapés y al abrir la cortina de su habitación Villafrán se sorprendió de estar ya en noche cerrada. Abrió un poco la ventana y encendió el último cigarrillo.

Ya conocía la 1001, y desde las alturas la ciudad parecía bella, parecía otra. ¿Estaría Fabiola dormida? Podría llamarla, podría llamarla y convencerla de que hiciese sus nudos de corbata hasta la muerte, y decirle que le pasase a su hijo Andrés y prometerle ir al futbol cuando todo estuviese más claro.

¿Estaría despierto el gerente de la sucursal?, podría llamarlo, podría llamarlo y decirle que por favor, que solo una vez más, que tenía que pagar las nóminas, que las familias, que sus empleados, que el pagaría, si que pagaría.

Empezaría desde abajo, sí desde abajo como al principio, desde abajo y la ventana cada vez más abierta, y los mechones blancos que se sacuden y brillan en la oscuridad, y la corbata que aletea buscando las estrellas y un bulto y las luces y las bocinas de los coches que lo devoran todo en la noche.

-Una moneda hombre –le sorprendió un mendigo desarrapado a la entrada del hotel.

-Lo siento –balbuceó sin mirarle mientras repeinaba su melena rubia y se escabullía al lobby.

-Señor Michelena, cuanto gusto tenerle de nuevo con nosotros –comentó el hombre tras el mostrador.

-El placer realmente es mío, tienen las mejores almohadas de toda la ciudad –sonrió de placer, siempre lo hacía cuando lo llamaban Sr. Michelena.

-¿Desea usted la 1001? Aunque en un principio estaba ocupada he podido reorganizar las reservas para que disfrutase de su habitación de siempre.

-Perfecto, de veras te lo agradezco, cargue entonces una buena propina a la 1001, voy a desayunar que suban mis cosas “¿podría ser el mundo más perfecto?”-se preguntaba al mirarse al espejo del ascensor, vio sus ojos que no pestañeaban, translúcidos y acechantes, esos ojos de tiburón.

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