jueves, 3 de diciembre de 2009

-Retorno de África por Luisa Moreno relato1



Nieva lentamente sobre París. En el 32 de la Rue de Cambon, desde la ventana de su alcoba Madame La Rochelle observa con indiferencia el leve manto blanco que empieza a cubrir los negros herrajes de forja, los coches y el empedrado. Ha dormido profundamente, tras un viaje agotador. Henry ha madrugado y estará ya al frente de su negocio de antigüedades y maderas nobles. Los ojos de Madame miran fijos hacia la calle sin verla. No parpadea, en sus retinas conserva los colores de África, sus pensamientos se tiñen de ocres, naranjas, infinitas tonalidades de marrones y matices terrosos. Evoca aquellos paisajes, las eternas puestas de sol, el brillo dorado que lo impregnaba todo: chozas, personas, árboles, tierra, animales, río, piedras.
Se mueve por la estancia sin rumbo fijo, como si no reconociera su propio hogar, observa con extrañeza los objetos que durante años la han acompañado. El espejo con molduras doradas del tocador, el pequeño escritorio Art Decó, las tallas de marfil, las lamparitas de bronce con pantallas de seda, el cabecero estilo Rococó; todo ello le parece feo, cursi, de un lujo necio. Siente un leve mareo y llama a Marguerite. La puerta se abre y el pequeño Frou Frou salta a los brazos de su ama y le lame la cara.
–Basta de saludos Frou Frou–. dice lacónica, soltando al caniche sobre la alfombra.
–Buenos días, Madame. ¿Ha llamado?
–Buenos días, Marguerite, por favor tráigame una tisana y avíseme cuando llegue el resto del equipaje y los paquetes con las compras de África.
–En seguida, Madame.
Madame La Rochelle se dirige hacia la chaise longue como sonámbula y se sienta en el filo. Frou Frou le olisquea una mano. Mira de nuevo por la ventana, ha dejado de nevar, un tibio sol intenta abrirse paso en medio de un cielo blanquecino y denso. Acaricia el terciopelo adamascado de la tapicería y vienen a su mente aquellos tejidos multicolor de las mujeres de etnia mossi, desearía ser una de aquellas alegres tejedoras.
Marguerite aparece en la puerta portando una bandeja de plata, con un juego de porcelana de Limoges, sobre un fino mantelito de hilo. Deposita la bandeja sobre el pequeño buró. Y dice:
–Madame, su tisana. –Y antes de retirarse añade: – Ya han llegado los paquetes de África.
–Gracias, Marguerite. Por favor, tráigame enseguida los paquetes aquí, pídale a Pierre que le ayude a cargarlos.
Al cabo de pocos minutos aparece Pierre cargando grandes bultos, Marguerite va tras él con unas maletas medianas.
–Déjenlo todo en el centro de la habitación, sobre al alfombra. Gracias. Pueden retirarse.
Madame se apresura a abrir uno de los enormes bultos. Rasga, impaciente como un animal hambriento, los gruesos papeles que protegen la mercancía. Una piel de cebra asoma por uno de los extremos rasgados. Las manos de la señora se agarran a la piel como las grarras de una leona que sujeta una presa todavía viva. Quita las cuerdas y extrae las alfombras de piel. Las huele intensamente. Con los ojos cerrados recuerda cuando vio por primera vez a Ngene trabajando en su cabaña, su desnudo torso de ébano, sus sencillos enseres, su artesanía de terracota, sus figuras de arcilla y sus tallas de madera. Revive aquel encuentro nocturno con él, su piel oscura y brillante, su sudor, su fuerza al penetrarla. Siente un pellizco en su vientre, como un leve pinchazo que después se calma. Abre el resto de los bultos y saca figurillas y tallas propiciadoras de la fertilidad.
De otro bulto extrae las grandes máscaras sukwaba de madera, pintadas con arcillas de tonos ocre y decoradas con raíces y ramas, todavía conservan el olor a aceite de palma potenciador de sus poderes mágicos. Entonces, como llevada por un impulso instintivo, Madame derriba las lamparitas de pantallas de seda y las porcelanas, que caen con gran estrépito. Coloca en su lugar las figurillas de arcilla. El caniche la sigue de acá para allá, ladrando divertido. Ella tira los cuadros al suelo y cuelga en su lugar las máscaras africanas. Rasga el terciopelo de la chaise longue y la cubre con una piel de leopardo. El perrito ladra histérico, aterrorizado al ver el leopardo, pierde las coletas y corre completamente despeinado a esconderse bajo un sillón. Madame la emprende entonces con el cabecero de la cama y coloca en su lugar las lanzas cruzadas y el escudo de los guerreros nakomse. Recuperado del susto, Frou Frou la persigue por toda la estancia mordiéndole los filos del camisón y las cintas de raso de la bata, tratando de participar en aquel alocado juego. Madame da un traspiés y lo pisa, el perrillo aulla. Ella se para en seco, sudorosa y jadeante. Se acaricia el vientre con las palmas de las manos, sintiendo que su cuerpo empieza a cambiar y que una nueva vida, fuerte, salvaje y pura, late dentro de sí.

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