domingo, 6 de diciembre de 2009

LA SEÑORA por Joaquín Abad

¿Cómo iba a tirarse a su profesora de spinning? ¿Dejaría de una maldita vez de fumar? Pero, sobre todo, lo más importante, ¿cuándo iba a contarle lo otro a Cabrera?

Julio llevaba tres semanas con dolor de garganta, así que no pudo evitar sentir un pinchazo impertinente al sacar un cigarrillo de su paquete Bester. Los paquetes de Bester tenían ahora con un diseño nuevo: la cajetilla era como un pequeño trozo de muro completamente decorado con grafitti. Era el tabaco que fumarían los negros raperos del Bronx, no cabía duda.
Había quedado con Lucía a las cinco y media en el Horno Santa Rita para discutir si esa noche irían al teatro. «Horno es un nombre estúpido para una cafetería, incluso si cuecen el pan allí mismo», pensó Julio. La ciudad empezaba a oscurecer, pero el impresionante mural de luces de El Corte Británico, rompía la oscuridad, como una pista de aterrizaje para ángeles navideños.
Lucía, se retrasaba. «Tienes que relajarte, Julio, la gente espera al menos cinco minutos, por cortesía», le había dicho Lucía en un centenar de ocasiones.
—Cinco minutos son toda una vida, Luci. —La camarera sirvió la leche humeante sobre el café de la taza sucia de Lucía.
—No hay problema, se lo cambio en seguida.
—Da igual, déjelo así.
—Pero si no es molestia, se lo cambio…
—No, no, de verdad, si ya me he hecho a la idea.
—No. No. Se la cambio…
—¡Que no! ¡Que está bien así! ¡Me voy a tomar el café caliente, por favor! Por favor…
—¿Cómo va lo tuyo con James? —Si alguien no intervenía, Lucía o la camarera (tal vez ambas) podrían salir heridas. La camarera se giró en una dramática muestra de desprecio.
—Pues no va, simplemente —respondió Lucía—. No tengo ganas de hablar de eso. ¿Qué tal tú?
—Pues ahí voy, a ver cómo me consigo a mi profesora de spinning. Sin progresos visibles. Pero, ¿qué te pasa a ti con James, no me lo quieres contar?
Lucía refunfuñó como un búfalo recién despertado de la siesta. Era una chica complicada. Tenía cambios de humor repentinos, y terquedades que la llevaban a Julio a vivir situaciones complicadas —como la que acaba de tener con la camarera— que conseguían ponerlo nervioso. —A veces Julio se irritaba con facilidad—. En su adolescencia había sufrido un leve trastorno bipolar porque le faltaba algún tipo de metal en su cuerpo. «Litio, ¿no?», había preguntado Julio a Teresa, una amiga común que había sido compañera en el instituto de Lucía. «Creo. Pero no te puedes imaginar la que montaba en clase». Pero sí que podía imaginárselo con detalle. Sin embargo, se sentía a gusto con ella. Lucía vivía al día, cambiaba de trabajo casi tan rápido como de amante o sombra de ojos. Ahora había conseguido un puesto de dependienta en una tienda de tés. Por las tardes.
—Hablando de la tienda, el otro día entró tu amigo… ¿José Luis?
—José Enrique, José Enrique Cabrera —corrigió Julio, sintiendo la inquietante necesidad de salmodiar el nombre completo de su amigo: Profesor Doctor José Enrique Cabrera.
—Me puso de los nervios. Entró con una amiga suya, que debía de ser argentina, y él no paraba de hablar a pleno pulmón, con esa voz de ratilla que tiene, sobre su libro, que por lo visto está a punto de publicar. Tiene un ego que no te puedes imaginar. —Lucía olvidaba que Julio y Cabrera eran amigos desde hace años—. Por lo visto había querido incluir la tienda en la que trabajo en su libro, como un pequeño homenaje. Creo que su libro habla sobre el té o algo por el estilo. La editorial no le dejaba.
—Sí, al primero le puso el florido título de Sabor a cacao, algo, que, por supuesto, era exigencia de la editorial, no voluntad suya. Como se vendió bastante bien creo que en el segundo podrá algo de té —explicó Julio.
—En realidad es buen detalle el de incluir el nombre de la tienda en el libro. —Cambio repentino de humor—. Debe de ser una persona generosa, en el fondo.
—No puedes imaginarte cuánto. Me ha salvado el culo muchas veces. Es como un padre para mí. —Julio se llevó la mano al bolsillo de su chaqueta. Pasó ásperamente la yema de su pulgar por la cajetilla de Bester. Habían simulado también el tacto rugoso de aquellos muros neoyorkinos, en un estratégico intento para que la adolescencia se iniciara antes en el tabaco. Sintió que el dolor de garganta bajaba punzante hacia algún lugar indeterminado de su pecho.

La nube de humo de tabaco, aroma de café y vaho, se desbarató casi por completo al abrirse las puertas de madera barnizada de la cafetería. Unas botas de cuero repicaron sobre la solería ajedrezada. Lucía clavó sus ojos sin pudor en la rubia imponente que había entrado. Pensamientos imprecisos surcaron su mente.
—¿Te gusta, eh?
—¿Por qué? ¿La conoces? —Lucía miró intrigada a Julio.
—Es mi profesora de spinning.

—Para mí, la poesía es, Bécquer —sentenció ingenuamente Eva. Lucía no pudo evitar escupir una sonrisa burlona.
Eva, rubia teñida, profesora de spinnig de lunes a jueves de 20:45 a 21:30 y objeto de diversas fantasías y perversiones sexuales, se había quedado a tomar café con ellos.
Al comienzo de una clase de spinning, mientras preparaba las bicis, un par de adolescentes entraron y Eva les preguntó que qué tal le habían ido los exámenes —Eva se esforzaba por conocer a todos y cada uno de los alumnos de su clase, por aprehender algunos detalles y crear lazos—. El examen había sido de Filosofía, la pregunta, previsiblemente, sobre el mito de la Caverna. «Es super importante. Si os sabéis el mito de la Caverna os sabéis Platón, y Platón es la base de la filosofía occidental». «Una intelectual no, por favor, que no sea una intelectual, está demasiado buena para ser una intelectual», pensaba Julio. Quizá todavía había esperanzas.
—De Bécquer me gusta, sobre todo, ese poema… Ese que dice: Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla. Es imposible no sentirse identificado… —Se paró bruscamente, como si hubiera dicho algo inapropiado—. ¿Sois sevillanos, verdad?
Lucía y Julio inspiraron al unísono. Profundamente. Contuvieron el suspiro.
—Sí, ese es de mis favoritos. —«Hijo… de… puta…».
—¿En serio? —Eva abrió desmesuradamente su sonrisa. Julio apreció algunos dientes descolados—. Yo, en el fondo soy una romántica…
—Se te nota, se te nota… —interrumpió sutilmente Lucía. Leche caliente en el café. Muy caliente. Hirviendo.
—¿Soy clásico o romántico? —continuó Julio—. Yo, como Bécquer, también soy, en el fondo un romántico.
—¡Ay, te lo sabes! ¡Te lo sabes! ¡Es ideal!... ¡Otro! ¡Recítame otro de Bécquer!
—¿De Bécquer, eh? Déjame pensar…
Lucía se revolvía inquieta en su silla. Su humor estaba por cambiar de un momento a otro. A Julio le divertía todo aquello.
Repentinamente, Eva agarró con sus dos manos las de Julio, en un gesto conmovedor. De entre sus guantes cortados asomaban unos dedos delicados, con un barniz de uñas rosa pálido y motas de purpurina, como le que usaría una niña para maquillar a su muñeca un día de fiesta a la que asisten otras muñecas de la mano de sus niñas.
—Me gustas cuando callas porque estás como ausente, —«Hijo…».
—y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca.. —«… de…».
—Parece que los ojos se te hubieran volado —«… puta».
—y para que un beso te cerrara la boca. —Se interrumpió cuando Lucía le clavó las uñas negras en su muslo, a conciencia, por debajo de la mesa.
—Sí… ¡Me lo sé! ¡Me lo sé! Es precioso…, pero… —Eva dudó un momento, como si fuera a decir algo que pudiera comprometer a Julio—. ¿Es de Bécquer?
—De Bécquer o de Machado, para lo que va a servir… —Lucía miraba el reloj nerviosa.
Eva sacó un paquetillo de Oscar de su bolso.
—¿Fumáis?
—Por supuesto —dijo Julio.
—Yo no —aclaró Lucía.
—Oye, Julio, tenemos que quedar un día después de clase, para tomar una cerveza. —¿Había dicho algo que la comprometía?—. Bueno, nosotros no, toda la gente de la clase de spinning, me refiero. Vamos, que no me importaría tomar algo contigo a solas, pero…
—… más gente es mejor, claro —zanjó diplomáticamente Julio.
Cuando Eva se marchó, Julio se volvió hacia Lucía:
—Bueno, ¿qué?, ¿vamos al teatro?
—¿No hemos tenido ya bastante teatro por hoy?

—Yo también he hecho alguna vez, alguna cosa de la que no me siento especialmente orgulloso. —«Especialmente debería ir en cursiva», pensaba Julio—. Le debo mucho dinero a un amigo, y…
—No te preocupes, seguro que no es tan grave… —Hubo una pausa artística, casi tensa. Eva empezó a ponerse el sujetador, con un pudor inexplicable.— Yo no tengo mucho dinero, pero…
—No. ¡No! Además, no tienes ni idea de en qué me lo he gastado… Si se lo cuento me mata.
Eva había encendido la pequeña lámpara en forma de corazón de su mesilla de noche —vertía sobre la habitación una inocente luz encarnada— para poder encontrar el resto de su ropa. Se paseaba tranquila, como un gran danés, por su habitación, recogiendo cada prenda desparramada por el suelo. Terminó de vestirse en silencio. Julio le dio la espalda desde la cama.
—Seguro que es por una buena razón, tu amigo lo comprenderá.
Aquello no podía ser cierto. ¿Qué estaba tramando aquella rubia? Julio debía guardarse las espaldas.
—Julio, hay algo que no te he contado.
—¿Sí?
—Estoy casada…
Desde la cama, volvió a darse la vuelta hacia ella. Alguien, tal vez, debería terminar aquella frase. La luz empezaba a irritar los ojos de Julio. Algo estaba empezando a ir estúpidamente mal. Apagó la lámpara. Eva volvió a encenderla para mirarlo a la cara.
—Respecto a lo de tu amigo… Sea lo que sea, puedes contar conmigo. —Sonrió.

—¿Y sabes qué serie me tiene completamente, completamente enganchada?
La respuesta prometía.
—La señora.
—¿La señora? —No había ni un solo episodio de aquella telenovela, pero Julio no podía imaginarse un culebrón peor. Español, además.
A aquella cerveza de después la clase de spinning habían acudido, además de Julio y Eva: Miguel Ángel —que se había marchado porque al día siguiente tenía clase en la Facultad— y Mercedes —que se había marchado para que Julio y Eva pudiera acostarse juntos—.
—Es una serie en que el que todo el mundo sufre, pero al final todo el mundo encuentra sentido a su sufrimiento. El amor triunfa. En cierto modo.
»La vida debería ser como La señora. Quiero decir, que el sufrimiento debería tener algún sentido. Bueno, no sé si me sigues… Perdona, ya me estoy poniendo un poco tonta.
—No, no… Sigue, por favor. —«Se está poniendo tierna, ya es mía, ya es mía»—. Seguro que es una serie maravillosa. Tengo un amigo que me la ha recomendado especialmente. Me ha dicho que es una serie que está perfectamente construida, desde un punto de vista narrativo… —Se dio cuenta de que por ahí no iba a conseguir gran cosa, así que cambió de tercio rápidamente:
—Tú si que estás hecha una Señora —dijo mientras la enganchaba socarronamente de la cintura.

Otra noche le contó lo de su tío.
Eva estaba encima y lo agarraba del cuello, mientras le clavaba las caderas para sentirla lo más dentro posible. Al principio con suavidad, casi con ternura, luego con más fuerza, violentamente, atenazando con los pulgares su nuez para estrangularlo. Mientras más le costaba respirar, más fuerte aferraba Julio las sábanas en sus puños, hasta clavarse las uñas en las palmas de las manos, hasta querer sangre.
De repente ella lo soltaba, como si solo en ese momento fuera consciente de que estaba haciendo, contra su voluntad, algo terrible, y tenía que concentrarse al máximo y poner toda su voluntad para detener algún demonio atávico que la poseyera.
—Está bien, no te preocupes, no me haces daño… Si quiero parar, podré contigo —decía él irónicamente, pero sospecha que quizá no fuera cierto, que ella era la profesora que estaba más en forma que él.
—No, no…
Se detenía. Se tumbaba en la cama como una ninfa ebria. Le tocaba a Julio penetrarla.
Gritaba. Gritaba muy fuerte mientras la penetraba. De placer. De placer o de dolor. De dolor. Y mientras más fuerte gritaba más fuerte la penetraba Julio, queriendo acompasarse con ese dolor, buscar el acorde absoluto. Hasta que llegaba a asustarse. Pensaba en lo que dirían los vecinos, eran la excusa perfecta.
—No puedo, no puedo… —lloraba amargamente ella.
Julio no sabía bien qué hacer. Paraban algún tiempo en el que miraban al techo sin ninguna intención en particular.
—¿Me cuentas qué te pasa? —casi ordenó Julio.
—Es por mi tío.
—Por tu tío…
—Me violó.
—No… Pero… ¿Por qué no me lo dijiste antes?
—No lo sé Julio. No quiera agobiarte.
«No me agobias», pensó Julio.
—Bueno, cuéntame, ¿qué paso, fue hace mucho?
—Prefiero no hablar de ello.
Julio reanudó el ritmo. Ella, los gritos.

—¿Cuánto tiempo?
—No, no, no quiero…
—¿Cuánto tiempo?
—No…
—¿CUÁNTO TIEMPO?
«Estoy dándole sentido a su sufrimiento, solo eso», se justificaba Julio.
—¡Años!... Varios años…
—¿Varios años? ¿Cómo pudiste aguantarlo?
—No lo sé, no lo sé… Yo…
—Lo denunciarías. —Aquello no era una pregunta, era una orden.
—Mi familia no quería, hubiera sido un escándalo…
—¿No lo denunciaste? —con ira.
—¡Sí!, sí lo denuncié, ahora está en la cárcel.
—Ya, y me dirás que vas a visitarlo…
—Julio, no tiene otra persona…
Aquello era demasiado. ¿Por qué estaba tan irritado? ¿Por qué estaba enfadado con ella? Él no tenía derecho a estar enfado con ella —si acaso ella con él…—. ¿No tenía derecho a estar enfadado con ella?
Salió de ella y la dejó en la cama.
—¿Pedimos algo de cenar? —preguntó.
—¿Pizza? —preguntó ella.
Julio se acercó al teléfono. El bolso de Eva estaba allí mismo, sobre la encimera. Metió la mano en el bolso. Sacó el paquete de Oscar. Encendió un cigarrillo. Se llevó la mano mecánicamente a la garganta.

Pasaron los días, con sus noches.
Los lunes, martes y jueves, después de las clases, iban a tomar siempre la misma cerveza al mismo lugar, siempre solos. Luego, al apartamento de Eva. Los fines de semana al cine. Ella pedía palomitas con miel, con caramelo, Coca-cola Zero, cosas así. Él casi nunca compraba tabaco y metía la mano en el paquetillo de Oscar, con impertinente naturalidad. «¿Por qué fumas esa mierda que no sabe a nada», le decía, «Pásate al Bester. En esta maldita ciudad todo el mundo fuma Bester». Sonaba como un agente publicitario que acaba de perder su trabajo.
«Creo que me gusta como huele tu sudor. No es demasiado fuerte… ni desagradable», le decía ella mientras conducía hasta su apartamento. Julio se duchaba allí. Había dejado unos vaqueros y un par de sudaderas para tener, al menos, algo limpio. El dentífrico lo puso en la estantería de los esmaltes de uñas —rosas, pero también azules eléctricos, rojos pasión, púrpuras señoriales—, sin temor a que un día pudiera confundirse de bote.
Seguía, también, la sensación de que algo iba irremisiblemente mal.

Despertó con el rostro de Eva que lo miraba embelesado, como otra Eva mirando otro rostro, después de pasar la primera noche en el paraíso.
—Te quiero…
Julio estiró los brazos. Su mano se aferró al hueco tibio de la almohada sobre el que había anidado la cabeza de Eva. Estaba, inquietantemente, húmedo.
—Tengo que irme. Nos vemos la semana que viene en tu clase.
—Sí, yo también. —Julio podía sentir como Eva esforzaba la indeferencia en esa frase—. Los viernes son días de visita conyugal.
No pudo terminar de entender aquello. No quiso terminar de entender aquello. Se imaginó un cuarto estrecho pero sorprendentemente limpio, una sola cama en la que apenas cabrían los dos, un guardia que cerraba la puerta y clavaba con envidia sus ojos en aquel pobre tipo, que no tenía libertad, pero que tenía mucho más que él.
Sintió otra vez ese terco dolor indeterminado. Esta vez quizá fuera un vértigo. Aún desnudo, pero sintiendo ya sus vergüenzas, buscó desesperadamente en el bolsillo de su chaqueta. Adán y Eva no tuvieron tantos problemas en el paraíso. «Para empezar, no tenían padres. Así que tampoco podían tener tíos», pensó Julio. El bolsillo de la chaqueta estaba vacío. «Va-ci-o».
—¿Te queda tabaco?
—Claro.
Encendió el cigarro ella misma, le dio una calada concienzuda. Tragó el humo y lo introdujo en la boca de Julio mientras lo besaba. ¿Era eso ternura? Julio arrancó el cigarrillo de entre sus dedos y no pudo evitar fijarse en el esmalte rosa de sus uñas.
Salió a la calle. Sacó su móvil. Buscó la c en su agenda.
—Cabrera, tengo que contarte algo importante… —Estrelló la colilla con rencor contra el suelo y aplastó la pavesa con su bota, como un nazi aplastaría la cabeza de un judío con la suya contra la acera.
—Julio… ¿podrías dejar de llamarme por mi apellido, por favor?



Sevilla, 6 de diciembre de 2009

1 comentario:

  1. Escribir ésta clase de cuentos es muy peligroso porque corren el riesgo de hacerse realidad. ¡Saludos mi estimado Julio Barrios!

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