viernes, 18 de diciembre de 2009

MI PADRE ESCOCÉS. J.V. Dorado

"MI PADRE ESCOCÉS". RELATO/PRÁCTICA3
JOSÉ VICENTE DORADO COLMENAR



Seguramente, mi padre escocés no fue un tipo con suerte. Cuando una pasión se desvanece, te vacías como un colchón de aire al que están pisando para acelerar la operación y entonces emigran las sonrisas. Estás abonando el camino a una procesión de botellas de bourbon alineadas en parejas de dos. No me consta que amara a mi madre pero él moría por el fútbol, le abrasaba esa pasión. No le bastó con ser un hincha como los demás niños de su edad, quedarse en la colección de cromos y en las discusiones de patio de colegio. Tenía una pasión y quería vivirla, apurarla, llenarse de ella. Él quería ser jugador, hacer del fútbol su vida. Creo. Recuerdo que guardaba en el baño, bajo el armarito de las toallas, una caja con unos guantes, unas medias, calzones y una camiseta, todo de color negro, y las últimas botas que usó, muy gastadas, agrietadas, como la tierra con sed, descoloridas, como la ropa olvidada al sol. En la salita, al lado de la pequeña estufa de leña, la vitrina que compró para poder colocar aquellos trofeos que pensaba ganar había terminado siendo peana de una pareja de muñecos besucones de porcelana y caritas de familiares muertos encerrados en óvalos dorados. En la pared de su dormitorio enfrentada a la ventana, a su lado de la cama, había pinchado una colección de pequeñas fotos vestidas de sepia, sin marco, en las que se le veía estirándose en una parada, haciendo un saque, posando en esas ridículas fotos de grupo que se hacen los equipos antes de jugar, alineación de esfinges sonrientes ignorante de su destino de 90 minutos. En una se le veía recogiendo una copa que elevaba al cielo con una expresión de triunfo desencajada. Entonces no entendí esa alegría. Me contó que la copa estaba vacía, que no había nada que beber dentro, que tuvo que devolvérsela al capitán del equipo para que se la llevara a casa. En mi memoria de librería de salón sólo le veo alegre en esos momentos en los que repetía, una vez más, cómo había conseguido bloquear aquel balón envenenado que le lanzó el delantero contrario buscando la escuadra izquierda durante la final del campeonato regional, y que valió para ganar el partido y la copa. Esa misma que se llevó el capitán a su casa. A él no le importó. Su existencia se había congelado en aquel preciso instante, como si le sobrara la palabra mañana. Con cada trago elevaba la voz un poco más y subía la intensidad de la narración de ese momento en el que habitó un sueño, aunque fuese tan pequeño como jugar en Los enterradores, aquel humilde Port Glasgow Athletic Football Club que vestía completamente de negro, como su futuro, y tener que despertar bruscamente, sin querer encajar el gol más duro: aprender a vivir sin el equipo, tener que hacerlo sin ilusión, sacar adelante a los tuyos obligado a aceptar lo que otros rechazan. Renunciar y reconvertirse... sí, tuvo que ser duro, como si perdieras la memoria.
–¿Lo ha anotado todo? –pregunta sin dejar de mirar por el gran ventanal de su despacho.
–Todo –responde su secretaria colocando un punto después de la palabra despacho–. Sólo una cosa –levanta la mirada del portátil de tapas blancas–, ¿ha dicho enterradores?
–Si Nancy, mi padre jugó en Los Enterradores, un humilde equipo de Port Glasgow, en el estuario del río Clyde. Los enterradores, un apodo, quizás un vaticinio. Se disolvieron por problemas económicos en 1912. Entonces comenzaron los nuestros.
Los dos permanecen en su cápsula, ajenos al ruido que hacen los recuerdos cuando se activan, un ruido que sólo pueden soportar los que están dispuestos a sentarse al lado de la vía y ver pasar dos veces el mismo tren. Ella hace su trabajo, como todos los días, cobra su salario. Él dicta, teje una red de emociones y creencias que ayudan a seguir, vomita un pasado que nunca ha compartido.
–Señora, debe firmar aquí su consentimiento.
–No sé escribir señor.
–Pero es necesario su consentimiento, lo especifica claramente el procedimiento.
–¿Puede usted hacerlo por mí señor?
–¿Bromea? eso es ilegal. Necesitamos su aprobación para poder incluir al niño en el programa.
–Pero es mi niño y nunca nos hemos separado. ¿No puede contarme más sobre el lugar al que irá?
–No señora, pero quédese tranquila. Una buena familia británica, con hogar agradable y acogedor, se harán cargo de él. No le faltarán atenciones. Debe usted pensar en él, en ofrecerle lo mejor.
–¿Podré visitarle alguna vez?¿estará cerca de Kilmacolm?
–Ni se imagina lo cerca que estará. Lo mismo es en Greenock que en Glasgow...o en Edimburgo. Todo está planificado pero... yo no puedo darle mas información. Señora Scott, usted es una mujer sola que vive de la caridad de los feligreses de su parroquia. El padre Mackay lo ha dispuesto todo para que Iain esté bien. Confíe en el Gobierno, nosotros somos su garantía. Está usted haciendo lo correcto.
–Pero es mi Iain, mi querido Iain...
–Además, usted siempre podrá solicitar el retorno. Vamos, vamos, menos drama… ponga un equis aquí y estará haciendo la mejor acción de su vida.
–La mejor acción será conseguir abrazarle, el día que vuelva para quedarse.
—Sigamos Nancy. —Bebe un sorbo corto de güisqui, se quita la chaqueta y la abandona sobre el respaldo del sillón, se remanga las mangas de la camisa y afloja un poco más el nudo de la corbata. Sonríe a su secretaria antes de girarse hacia la gran ventana desde la que disfruta de unas vistas sobre la bahía, con su famoso puente y el curioso edificio de la ópera— El viaje en autobús duró poco... en 12 años de vida yo sólo conocía las sucias calles de las afueras de Kilmacolm, donde vivíamos, y el edificio de estilo victoriano del ayuntamiento al que me llevó mi madre de la mano aquella mañana en que la vi por última vez. Mi padre nunca me llevó al fútbol con él. Yo era muy pequeño y Port Glasgow, una ciudad portuaria, lugar poco recomendable para un crío. Luego, también él dejó de viajar. —La secretaria cambia el cruce de sus piernas y pasa la página del cuaderno– El barco me pareció enorme. El pantalán estaba lleno de niños y niñas con caras apagadas. No pude ver ningún padre por allí, ninguna mamá. Había gente de uniforme azul y gente con bata blanca. Nos pasaron a una sala donde había que quitarse la ropa y colocarse en una esquina donde unos hombres nos rociaban de agua fría con sus mangueras y otros nos restregaban con jabón y un líquido que olía muy mal. Luego, en otra sala, puestos en una fila, de pie, nos cortaron el pelo. Lo que mas me gustó fue el traje que nos regalaron a todos, ¡era muy chulo!, nunca había tenido un traje. Nos dieron un sándwich y una manzana y nos hicieron pasar por un puentecito de madera que llevaba al barco. Muchos niños lloraban. Por lo visto sus padres acababan de morir
–sus palabras detienen el dictado. Da otro trago, cortito. Los 3 hielos hacen ruido al moverse. Se sienta. Coloca los dos pulgares bajo la barbilla y las manos cerradas como en una plegaria frente a la nariz. Sube los dedos, se restrega los ojos–. ¿Sabe Nancy?... he pensado mucho en tres momentos de mi vida. El día que mamá me contó que papá ya no estaba, después de muchas peleas y gritos, incapaces de encontrar un poco de armonía en sus tristes vidas golpeadas por el alcohol; el día que me llevó al ayuntamiento, y el día que llegué aquí, al otro lado del mundo, en aquel barco gigante cargado de niños y niñas trasladados como el que mueve toneladas de carne humana barata y tierna. Tres momentos... una pregunta: ¿porqué yo?
Tras varias semanas de travesía, el HMS Somersetshire se aproxima cadencioso al desembarcadero. Es una nave muy moderna construido para transporte de tropas, capaz de embarcar 1.300 personas y que en pocos años será convertido en buque hospital y vivirá una guerra. Su entrada en el puerto de Sidney tiene lugar una mañana de cielos despejados y luz clara. Sus cerca de 7.500 toneladas de acero parecen plumas de ganso sobre la lámina de agua. Una pareja de gaviotas sobrevuelan su única chimenea y se alejan luego hacia el mar por el que acaba de llegar, siguen el rastro de su estela y el eco. La melodía ruidosa del quehacer de los estibadores y operarios de la consignataria se va mezclando sobre el muelle con un sonido que termina imponiéndose, que perturba por irreconocible en un lugar así. Algo extraño llena el aire, como la pieza de ese puzzle que no termina de encontrar su posición sobre el tablero y nos rompe la cabeza. Se acercan unos camiones. Se detienen cerca del agua.
–Mr. Arthur, el barco estará atracado en el muelle 13 dentro de 20 minutos –dice el asistente tras asomar su cabeza por la puerta.
–Por favor, Helen ¿me ayuda con el abrigo? –dice el hombre recogiéndolo del brazo del sofá donde lo había depositado–, no me gustaría que se agravara mi resfriado.
–Por supuesto, señor. Aquí lo tiene. ¿Le apetece también la bufanda?
Mr. Arthur está inquieto. Lleva dos años esperando vivir el momento que va tomando forma. Se asoma a la ventana. Su reflejo aparece sin nitidez mezclando en planos superpuestos sobre la cara interior del cristal la imagen del barco creciendo y la de su silueta gris. Se levanta las solapas del abrigo y busca en sus bolsillos las cuartillas del discurso que le han preparado en su gabinete. Recuerda que de nuevo salió de casa sin besar a su mujer. No le importa. Con la punta de la lengua busca entre sus dientes un trocito de corteza de pan de la tostada que tomó temprano. No se lo piensa y mete un dedo en su boca para ayudarse con la uña.
–La prensa espera fuera, señor –dice su asistente entreabriendo de nuevo la puerta. La cierra al termina la frase. Sus pasos suenan alejándose.
–Vamos allá. Tenemos una cita con el futuro de este país. –Se vuelve hacia Helen– ¿Como me queda el abrigo, Helen? Lo compré ayer. Me hicieron un buen precio.
–Hizo una buena compra, señor. Usted siempre sabe elegir lo mejor.
–Me gusta tener siempre lo mejor que se encuentre a mi alcance. –Habla sin volverse, no puede ver que ella ha iniciado una leve sonrisa.
Mr. Arthur sale sin esperar que le abran la puerta. Avanza por el pasillo por el que acaba de alejarse su asistente. No tarde en acceder a una sala donde le esperan una docena de periodistas. Iguala los dos extremos de su bufanda y entra con seguridad hasta detenerse al lado de un micrófono ocupado por su colaborador que le está presentando:
–... persona empeñada en encontrar soluciones eficaces y originales por el bien de nuestro país. Señores, con ustedes Mr. Arthur Calwell, Ministro de Inmigración –se aparta.
–Gracias Tom. Buenos días a todos. En ese barco que está atracando viaja el futuro de Australia. Se trata del primero de una larga lista de envíos de sangre nueva y blanca. Hoy comienza una nueva era para nuestro país. La blanca estirpe británica saldrá reforzada con cada desembarco. Éste es el primer barco de criaturas que recibimos desde Gran Bretaña. Pero vendrán muchos más, incluso de otras colonias. Serán repartidos por toda la isla, acogidos por familias en hogares urbanos, granjas y en centros de acogida y orfanatos, donde colaborarán con su trabajo a cambio de manutención y educación. No lo duden señores, el niño es el mejor inmigrante –a través de la ventana llega el sonido de risas y llantos infantiles que llenan el dique al mismo tiempo, apagando las voces de los operarios y el ruido de los mástiles de los barcos fondeados. Comienzan a descender en una ciudad desconocida. Parecen desorientados.
–Nadie les quería, todos abusaron. ¿Sabe Nancy?, así empezaba la noticia de mi vida. La leí ayer en el periódico. Hablaba de mí. De muchos como yo. Australia pide perdón por los malos tratos recibidos por los menores acogidos. Decenas de miles de niños sin recursos fueron deportados a las colonias por el Reino Unido hasta 1967... Yo lo sé. Yo lo viví. Por eso la he llamado. Necesito su ayuda. Ha llegado la hora de contarlo todo. Iain Scott, presidente del Sydney Cricket Ground Trust tiene un pasado al otro lado del mar –no ha dejado de mirar a través del ventanal ubicado en la parte noble del Sydney Football Stadium, en el Moore Park–, la noticia me ha dado fuerzas para rellenar tantos huecos vacíos por miedo y renovar con fe la búsqueda de mis padres biológicos. Mi padre de Escocia lo hubiera pasado bien sobre este césped. Incluso con el traje negro...
–Señor Scott ¿es todo? –pregunta la secretaria.
–Nunca es todo, siempre es una parte. Soy el que le habla, el que sube a aquel enorme barco, el que ha llorado mil veces de espaldas a la vida y el que miraba las viejas fotos en el dormitorio de papá. Yo soy Iain Scott, escocés de Australia.
El ventanal se ilumina en mil colores, es la fiesta de Año Nuevo y acaba de comenzar un castillo de fuegos artificiales que cerca de un millón de personas observan desde distintos puntos de la orilla de la gran Bahía de Sidney. Ven los mismos fogonazos. Perciben diferentes sensaciones. Viven sus propias vidas. Un solo espacio y un millón de tiempos. La vida es caprichosa. Una pareja con un bebé se protege de la humedad de la hierba sentada sobre las páginas del mismo periódico que ha leído Iain. Él sujeta en brazos al bebé y le señala los colores de las estrellas creadas por el hombre. Ella se fija en el titular y olvida los fuegos, se aleja sin mover los pies. De repente, hace frío, lee: “Nadie les quería, todos abusaron...”

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